CAPÍTULO II LAS LÁGRIMAS DEL GUERRERO (II)

Casi una semana después que los queruscos derrotaron a los romanos en el bosque Teutoburgo llegó a la aldea de Arminio el padre de Thusnelda, Segestes, junto a varios de sus hijos todos montados sobre caballos y con cara de pocos amigos.

 —¡Saludos, Arminio! —le dijo Segestes deteniendo su corcel. El cacique germano estaba sentado cómodamente al lado de su tienda y rodeado de sus guerreros. —Te felicito por tu reciente victoria sobre Roma.

 —Tus felicitaciones se agradecen, Segestes. Tú y tu clan sean bienvenidos a nuestra aldea.

 Thusnelda salió de la tienda de Arminio y se paró a su lado.

 —¡Con que allí está mi hija escapada! —reclamó Segestes— ¿Por qué me maldijeron los dioses con una hija rebelde? Te esperan algunos azotes al regresar a casa.

 —Eso no será posible, Segestes —le dijo Arminio— porque Thusnelda y yo nos casamos hace algunos días.

 Los hermanos de Thusnelda se miraron unos a otros, molestos e irritados, pero Segestes mantenía una fría compostura.

 —Pues… siendo así —respondió— ¡enhorabuena! —sus hijos parecían desconcertados.

 —Esto debemos celebrarlo —dijo Arminio levantándose y aproximándose al caballo de Segestes— ahora que eres mi suegro, estimado Segestes, tu clan y mi clan son uno sólo. Somos familia y nos debemos lealtad. Hónranos brindando a nuestro lado hoy.

 —Así será —dijo Segestes bajando del caballo y estrechó el antebrazo de su yerno. Sus hijos también bajaron y pronto brindaron con cervezas bien fermentadas.

 —¿Y Marbod se unirá a esta revolución tuya, Arminio? —le preguntó Segestes algunos momentos después, cuando ya conversaban cordialmente.

 —Entre los marcomanos tenemos simpatizantes que nos mantienen bien informados de las acciones de su rey. Morbed devolvió a los romanos la cabeza de Varo que le había enviado como regalo. El muy cobarde no se meterá en este conflicto y saldrá beneficiado gane quien gane. Dejará que nosotros los queruscos pongamos la sangre para liberar a su reino del hostil vecino romano y probablemente después hará la guerra contra nosotros para adueñarse de las tierras que rescatamos de Roma.

 —Bueno pues, ahora cuentas con mi clan entre tus aliados, hermano —le aseguró Segestes. Arminio chocó levemente las jarras de cerveza a modo de vítor.

 Sin embargo la adhesión de Segestes no fue la única. La noticia de la derrota romana llegó a oídos de muchos y pronto gran cantidad de jefes tribales y reyes se unieron a la causa de Arminio.

 Los romanos a su vez iniciaron una serie de escaramuzas de represalia buscando sembrar el terror entre los germanos y desmotivar nuevas rebeliones. Esto tuvo el efecto opuesto; la mayoría de veces los ataques fueron exitosamente repelidos por Arminio y sus aliados que ahora patrullaban las aldeas aliadas procurando su protección, e incrementó la impopularidad de los romanos haciendo que nuevas tribus se unieran a las fuerzas rebeldes. El Emperador decidió retirar la presencia romana de Germania y mantener el Rin como frontera natural. Las órdenes le llegaron al máximo comandante romano local, Julio Germánico y fueron al principio tomadas con incredulidad.

 —¿Roma se retira de estos territorios? —le preguntó su segundo al mando, Cecina Severo— ¿Aceptamos la derrota? ¿Un montón de sucios bárbaros hizo retroceder al ejército más poderoso del mundo…?

 —Basta, Cecina —acalló Germánico— no hay nada que hacer. El Emperador tiene razón. Estas gentes son demasiado salvajes y belicosas y no hay riquezas que explotar que valgan realmente la pena. Partiremos de inmediato. Organiza a las legiones que se dividen en tres grupos. Dos evacuaremos la zona por mar y el tercero que lo haga por tierra a través del pantano. De esa sección te encargarás tú.

 —Sí, señor.

 Y así se dio la masiva retirada de los romanos hasta el Rin. Arminio había tenido éxito, pero era ambicioso y deseaba asestar un golpe final a los romanos y saquearlos por lo que preparó a sus tropas para el ataque contra la caravana de Cecino Severo.

 Los desalentados y desmoralizados legionarios dirigían sus tropas, animales y enseres a través de regiones pantanosas de Germania usando pesadas carretas que se hundían en los lodazales. Estar constantemente sacando a las carretas del atolladero al tiempo que se creaban puentes para atravesar las traicioneras arenas movedizas resultaba una labor tediosa y desgastante. Pero además los legionarios sabían que estaban siendo observados… sabían que tenían poco tiempo…

 Arminio, como era característico en él, astutamente hizo que desbordaran un río cercano para que las aguas del pantano subieran y el lodazal se aumentara. Sabía como usar las propias condiciones naturales de su tierra que conocía bien contra los romanos. Tras dejar a los romanos en una situación aún más precaria y una serie de hostigamientos guerrilleros en donde pesadas lanzas y flechas lanzadas desde lejos diezmaron un número importante de latinos, parecía que las legiones estaban listas para ser vencidas.

 Las hordas de fieros guerreros bárbaros descendieron desde los bordes boscosos hacia el funesto desastre que tenían los infortunados romanos, aún muy lejos del Rin que ya se divisaba en el horizonte. Sin poder colocarse en tierra firma las posiciones de batalla que eran la fuente estratégica de victorias romanas resultaban imposibles (como sucedió en el tupido bosque Teutoburgo y Arminio lo sabía bien). Los romanos estaban a merced de guerreros ágiles que conocían esos pantanos como la palma de sus manos y podían caminar entre sus arenas como gatos y que además los superaban en número. Tras la primera envestida las fuerzas romanas perdieron un diez por cierto de sus hombres. Los germanos se replegaron de nuevo y esperaron. Los romanos estaban maltrechos y heridos y pasaron una larga y amarga noche.

 Aún antes del amanecer Arminio ordenó un nuevo ataque. Los arqueros como Astrid iniciaron el saludo bélico lanzándoles flechas encendidas desde lejos que provocaron incendios dentro del improvisado campamento romano y su maltrecha escusa de fortaleza. En la oscuridad aún pero ayudados con la luz que provocaban los incendios los bárbaros atacaron de nuevo con nuevos bríos y otro éxito más. Tanto aterrorizaron a los romanos que dos tercios desertaron y rompieron filas corriendo desesperados hacia el Rin. Otros tantos fallecieron en el lugar y el infortunado Cecino Severo quedó comandando una fuerza aún más escasa y desmoralizada. Aún así pudo retener la segunda envestida y acuartelarse con formaciones paupérrimas pero al menos, de momento, resistentes.

 —De haber sido más disciplinados, estos bárbaros ya nos habrían masacrado a todos —dijo Cecino. Era cierto, y Arminio lo sabía. Sus hombres a menudo ignoraban las órdenes y rompían los asedios para asirse del botín y recoger los tesoros dejados atrás por los romanos, incluso a veces peleando entre sí. Arminio llamó a la retirada una vez más y sus fuerzas se replegaron dándole un respiro a Cecino y sus hombres.

 —¿Ahora que? —pregunto Inviomerus.

 —Un ataque más será suficiente —dijo Arminio— pero debemos hacerlo en el momento preciso. Seguir desgastándolos con ataques esporádicos y de lejos.

 —Ya están derrotados —insistió Inviomerus— deberíamos darles la estocada final y reclamar el botín.

 —¡Aún no! —dijo Arminio e Inviomerus calló a regañadientes.

 Llegó la noche y tras ella la mañana del día siguiente. Los romanos habían hecho una trocha que simulaba una fosa y un patético campamento. La mayoría estaban al borde de la deserción deseosos de escapar y cruzar el Rin junto a sus camaradas, pero Cecino los convenció de su deber moral de resistir al menos un poco más o morir como hombres, como verdaderos hijos de Roma y no como ratas que huyen.

 —Están listos para ser arrasados —declaró Inviomerus a sus hombres— es hora de atacar…

 —Mi señor, Arminio no ha dado la orden —le reclamó Astrid que estaba a su lado.

 —Arminio es demasiado cauto. ¡Al ataque! ¡Terminemos esto de una vez por todas!

 Astrid desenvainó su espada. Era casi tan diestra con ella como era con el arco y con su filo cegó muchas vidas enemigas.

 Las hordas de fieros germanos clamando sus gritos de guerra se abalanzaron contra el improvisado y miserable campamento romano. Al llegar se toparon con una desagradable sorpresa…

 La debilidad mostrada por Cecina Severo era intencional. Al descubrirse los muros de madera los romanos estaban en una formación perfecta y repelieron a los germanos tomándolos por sorpresa. Sus lanzas y espadas atravesaron a muchos y sus arqueros diezmaron filas enteras de caóticos guerreros bárbaros. Inviomerus cayó herido al suelo por una flecha romana y Astrid tuvo que ayudarlo a caminar en el escape. El pánico cundió entre algunos germanos y empezaron a tropezar entre sí.

 Los romanos se abrieron paso y Arminio, que vio aquello desde lejos, maldijo y llamó a la retirada. Envió a sus propias tropas a que cubrieran a los hombres de Inviomerus que escapaban anárquicamente y una lluvia de flechas evitó que las bajas fueran mayores. Cecino Severo y sus legionarios sobrevivientes cruzaron el Rin, vivos.

 Arminio podía haber clamado la victoria. Las legiones de Cecino Severo fueron diezmadas y perdieron en el proceso la mayor parte de sus víveres y despensas, pero el fracaso al final debido a la impacienta e indisciplina de Inviomerus les había costado caro. Habían perdido muchas vidas germanas y no habían podido efectuar una derrota tan fulminante contra Severo como lo habían hecho contra Varo. En síntesis, era una victoria pírrica.

 Thusnelda estaba muy complacida con el leal servicio que le promulgaba Viveka. Desconocía cuando su amado Arminio volvería de sus campañas militares pero esperaba que fuera pronto para darle la buena noticia.

 —Mi amado Arminio estará feliz —murmuró, mientras Viveka le peinaba los rubios cabellos.

 —¿Por qué, mi señora? —preguntó la adolescente.

 —Su primogénito viene en camino —le anunció Thusnelda mientras acariciaba amorosamente su vientre.

 A la tienda entraron intempestivamente Segestes y sus hijos.

 —¡Padre! —reaccionó Thusnelda levantándose y encarándolo— ¿Por qué entras a mis aposentos así?

 —¡La hija rebelde! —dijo él jactanciosamente— creo que es hora de que enderece las cosas. Nunca debiste casarte sin mi permiso y mucho menos con ese maldito arrogante que cree que puede ganarle a Roma.

 —No insultes a mi esposo, padre, que él es mucho más hombre que tú y todos ellos al tener el valor de enfrentarse al enemigo y no doblarle la espalda, como ustedes. ¡Cobardes!

 Segestes la abofeteó.

 —¡Arminio se enterará de esto! —reclamó ella sosteniéndose la mejilla golpeada.

 —Confío que así sea. Es hora de poner fin a esta locura que ha iniciado tu marido.

 Entonces los hermanos de Thusnelda, siguiendo órdenes de su padre, la aferraron de los brazos y se dispusieron a sacarla de la tienda. Viveka reaccionó de inmediato y comenzó a gritar pidiendo ayuda pero su voz fue acallada por siempre por la espada de Segestes.

 Al regresar de la agridulce victoria, o derrota, dependiendo de cómo se viera, Arminio se encontró con la desgarradora noticia. En su tienda yacía Viveka, muerta, y su esposa había sido secuestrada por su propio suegro.

 —Llamen a Astrid —dijo Arminio, a sabiendas que la sierva había sido asesinada por tratar de proteger a su esposa— y denle a esta niña un funeral con todos los honores. El resto, vamos en busca de mi esposa. Si ven a Segestes, mátenlo.

 Astrid entró a la tienda y observó a su hermana menor y única familia muerta sobre el piso. Se arrodilló a su lado y amargas lágrimas brotaron de sus azules ojos mientras le tomaba la mano que estaba muy fría. El rostro comenzaba a mostrar la mórbida palidez de la muerte.

Tres días después Arminio fue recibido por un mensajero de los romanos. Estos le ofrecían la devolución de su esposa sana y salva si deponía las armas y reconocía la soberanía de Roma sobre toda Germania.

 —¡Jamás! —respondió escupiendo.

 —¡Sobrino! —le dijo Inviomerus— ¿sabes lo que los romanos le harán a Thusnelda?

 Arminio bajó la mirada.

 —Thusnelda preferiría morir antes que ser la razón por la cual la tierra de su pueblo y sus ancestros fue entregada a los invasores. No deseo nada más en este mundo que recuperarla y tenerla en mis brazos… pero no podría mirarla al rostro si mi patria es el precio que debo pagar por ello.

 Y dicho esto Arminio se levanto y se introdujo a su tienda. En el camino se secó las lágrimas de las mejillas.

 En el territorio del clan de Segestes los romanos brindaban junto a éste y sus hijos.

 —Descuide, su excelencia, le aseguro que su hija será bien tratada —le decía un legionario.

 —No lo dudo. Se bien que los romanos son muy civilizados. Es lo que mi yerno Arminio nunca quiso entender. Pero descuide, que derrotaremos a Arminio y aceptaremos el vasallaje y la guía de Roma. Ya le he declarado la guerra y de mi lado está Morbed el marcomano. Ahora que Roma no está en el territorio, Arminio deberá enfrentarse en una guerra contra Morbed y yo.

 —Le ayudaremos en lo que podamos —adujo el legionario. Una flecha surcó el aire y se clavó en el cuello de Segestes. Éste comenzó a vomitar sangre y asfixiarse mientra sus hijos intentaban inútilmente asistirlo, y finalmente desfalleció en medio de una agónica y dolorosa muerte.

 Desde lejos, sobre la rama de un árbol, Astrid observaba su obra con fría complacencia. Su hermana estaba vengada. Se bajó del árbol y huyó a toda prisa pues sabía que vendrían en su persecución. Pero no la atraparon y llegó hasta la aldea querusca donde sus amigos extraños querían despedirse.

 —Es hora de partir —le explicó Saki. Prometeo les había informado que ya podían utilizar la Esfera de nuevo y sólo esperaban ver a su benefactora para decirle adiós.

 —Quiero ir con ustedes —le dijo ella.

 —Eso es imposible, Astrid —respondió Tony— aunque sé que hablo por todos al decir que nos encantaría tu compañía.

 —No tengo nada más por que estar aquí. Mi hermana murió y no tengo más nadie, y esta nueva guerra entre tribus no me interesa.

 Los crononautas se miraron unos a otros.

 —Me sentiría más segura a donde quiera que vayamos si ella está con nosotros —confesó Saki— compensa de sobra con sus habilidades de supervivencia, fuerza y entrenamiento marcial lo que ha nosotros nos falta en ese aspecto.

 —Supongo que sería una forma de restablecer la línea del tiempo —adujo el Dr. Krass— que alteramos al salvarle la vida. Si viaja con nosotros esa modificación en la historia se corta.

 —Bueno, Astrid —dijo Tony— si quieres venir debemos decirte la verdad. No somos magos… venimos del futuro, de dos mil años en el futuro para ser exactos. Y no usamos magia, el objeto que utilizamos para viajar en el tiempo es una máquina, como las catapultas de los romanos. Sólo que mucho más sofisticada.

 —Entiendo.

 —Pero estamos perdidos y no sabemos si podremos regresar algún día a nuestra época. Puede que nos deparen muchos peligros y que tengamos que viajar indefinidamente de tiempo en tiempo por quien sabe cuanto.

 —A donde quiera que vayan, me tendrán a su lado.

 Los crononautas se miraron unos a otros y sonrieron.

 —Bienvenida al equipo —dijo Saki.

 —Antes de irnos —pidió Astrid— ustedes provienen del futuro y saben que va a pasar con mi señor Arminio.

 —Si no hemos alterado demasiado la historia con nuestra presencia —explicó el Dr. Krass— Arminio tuvo éxito en repeler a los romanos, también derrotará a sus enemigos germanos y pasará a la historia como el único caudillo bárbaro en lograr liberar a su tierra de Roma.

 —Y según lo que dice aquí —dijo Saki revisando la base de datos históricos que se mostraba en la pantalla de Prometeo— Thusnelda fue exhibida en el desfile de la victoria de Julio Germánico pero se le trató relativamente bien y murió por causas naturales, aunque nunca volvió a ver su tierra natal. El hijo de ella y de Arminio será un gladiador famoso. Arminio nunca se volvió a casar. Morirá asesinado a traición por familiares de Thusnelda.

 —Que Odín lo guarde en el Valhalla —dijo Astrid— junto a mi hermanita.

 —Bueno —finalizó Saki— es hora de irnos. Prometeo por favor trae la Esfera acá.

Las hojas, polvo y demás suciedad boscosa que caía sobre la invisible Esfera habían empezado a acumularse en la superficie produciendo el efecto de que quedaba suspendida en el aire, para incertidumbre de dos germanos de la época que se habían quedado mirando aquel inexplicable fenómeno con rostros desconcertados. La Esfera entonces produjo un resplandor de luz azul que cegó temporalmente a ambos sujetos y que dejó tras de si una estela de humo y el piso quemado en forma circular por el calor producido.

 Reapareció de inmediato muy cerca de los ahora cuatro crononautas que ingresaron en ella y saltaron en el tiempo una vez más.

Norte de China, año 1226 DC.

 La Esfera reapareció en medio de unos bosques de bambú.

 —Espero que estemos en un lugar agradable —adujo Saki saliendo de entre las compuertas— creo que he visto suficiente de la crueldad humana como para tener que soportar más…

 Pero en cuanto salió de la Esfera escuchó claramente un escándalo en la lejanía; gritos desesperados, gemidos agónicos, madera siendo consumida por el fuego, trotar de caballos, etc.

 Los cuatro crononautas se alejaron de la Esfera en persecución del barullo y llegaron hasta la cima de una colina desde donde pudieron apreciar los eventos; una humilde villa campesina china estaba siendo arrasada por mongoles.

 Un intermitente enjambre de flechas cubría el cielo y frecuentemente se clavaban en algunos de los campesinos que corrían caóticamente intentando escapar de la masacre, haciéndoles gritar agónicamente y caer al suelo convulsionándose. Las pequeñas casas de madera estaban incendiadas casi todas, mientras que fornidos mongoles cabalgando sobre corceles muy altos cortaban cabezas con sus espadas de forma indiscriminada.

 —¡Maldición! —expresó Saki— creo que ahora sí aparecimos en el lugar y en el momento equivocados…

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