2. UN AMIGO PERSUASIVO

Villa de Las Mercedes. Suroeste de Altea

Treinta y dos horas antes

—¡Estás muy, muy hermosa, no necesitas nada más!

Una figura tan pequeña y ligera que casi parecía aérea se movió con entusiasmo a su alrededor. La ingenuidad de sus seis años no le permitía a Evelett comprender cuán lejos de la verdad estaban sus palabras, pero esa candidez tan natural en su hermana menor era una de las pocas cosas que en ese momento podían hacerla sentir un poco más humana.

—Si supieras que no soy tan bonita por dentro —le contestó sin ganas.

Si hubiera estado segura de que desfigurando su rostro dejaría a su prometido sin razones de compra, ella misma se habría provocado irreversibles cicatrices desde hacía tiempo; pero estaba convencida de que los motivos de su futuro marido para desearla estaban muy alejados de su belleza física, sin mencionar ya su nobleza espiritual.

El esquema exterior de la transacción, sin embargo, era muy simple: el señor Swels había comprado a su monstruo, la familia Sanders había vendido a su primogénita, y ella había accedido porque un rifle de largo alcance era una magnífica estrategia de persuasión.

 Pero la niña no entendía ¿por qué iba a hacerlo? Lara era una princesa para ella y no lograba comprender por qué no parecía feliz, -Evelett hubiera sido indescriptiblemente feliz si también la hubieran vestido de princesa-. Sus ojillos de un verde clarísimo recorrieron con ilusión los dibujos calados del pecho, que se extendían por todo el frente del vestido hasta rozar el entablado; cinco mil hebras de encaje entretejido en infinidad de hilos de plata pura y delicada que aprisionaban su torso hasta asfixiarla. Aquellos ojos hicieron a Lara recordar el color que alguna vez habían tenido los suyos.

Pero no ahora. Ahora del otro lado del espejo le devolvían la mirada unos ojos oscuros, cárdenos, fríos como mármol dibujado, funestos como un cielo tormentoso. Artificiales.

—Lara, no importa si tú no lo ves, pero para mí tú eres linda de cualquier manera.

Lara dio unos pasos acercándose al espejo de más de dos metros que adornaba una de las paredes de su habitación y se contempló de arriba abajo con expresión de asco. El  disfraz de novia de lujo le había costado a su prometido más de millón y medio de euros, fabricado en Milán por una distinguida casa de alta costura. Era una joya labrada en tela por las manos de artesanos expertos durante nueve noches y nueve días, con un corte que recordaba en alguna medida los fastuosos trajes de las zarinas rusas de finales del siglo XVIII.

“Lo odio”. Fue lo único que pudo pensar.

 Los bordes inferiores de las mangas se extendían casi hasta el suelo, abriéndose en un óvalo segado transversalmente desde sus manos y dejando al descubierto sus hombros desnudos. El vestido entero parecía volátil, capa tras capa de seda que intentaban danzar con la primera brisa. Un vestido para la primavera, justo cuando las primeras nevadas amenazaban con caer.

—No te preocupes —había dicho su novio con aquella arrogancia que ni siquiera intentaba disimular—, cuando lo uses no sentirás nada de frío, de hecho no sentirás nada.

Pero no era cierto, el aire tibio que proveía la calefacción no tenía efecto alguno sobre su cuerpo, cada minuto su interior se helaba y temblaba más aunque su piel no revelara los efectos, como un pequeño cubito de agua que se congelara con lentitud de adentro hacia afuera.

Le habían recogido los cabellos en elaborados rizos y apenas dos o tres mechones lograban escapar rebeldes por encima del velo blanco. El detalle final de su atuendo estaba compuesto por un sobrio anillo forjado en tres metales que le eran absolutamente desconocidos. Tres aros de cinco milímetros de ancho cada uno, se entrelazaban en una complicada madeja hasta hacer imposible saber dónde comenzaba el negro, dónde continuaba el azul o dónde terminaba el plateado. Resultaba un poco inusual para ser un anillo de bodas, pero la realidad era que no importaba.

Cualquier extraño a la familia Sanders, -que a excepción de sus amigas Dianne, Alex y Marissa, eran todos- ella era una muy afortunada chica de diecisiete años que había logrado atrapar a un joven magnate; y a nadie se le había ocurrido pensar que algo más torcido podía ocultarse detrás de las forzadas sonrisas con que obsequiaba a estilistas, decoradores y sirvientes.

—No… —murmuró para sí—, mi futuro esposo es demasiado encantador como para que alguien pueda siquiera sospechar un poco de maldad en ese perfecto rostro de niño rico.

Y como si el dinero no fuera suficiente, también poseía un grado más o menos alto de natural atractivo, que lo había convertido en una revelación en la alta sociedad europea.

Resultaba inexplicable entonces, que teniendo tantas jóvenes para elegir dentro de su propio círculo hubiera decidido casarse con una muchacha sin dinero y sin ningún talento especial. Típico argumento de telenovela barata capaz de enternecer a las adolescentes, si ella no hubiera sabido muy bien por qué había sido elegida: los padres de una jovencita rica jamás habrían cedido a su heredera a los delirios de un fanático, una jovencita rica no era tan desconocida, tan prescindible.

Y ahí terminaba la ilusión romántica de la historia.

—La estilista se encargará de esas sombras violáceas bajo tus ojos —le había dicho alguien—. Es la mejor del país.

—Ni todo el maquillaje del mundo será capaz de cubrir quién soy... —había respondido—. O mejor dicho, lo que soy.

Lara ocultó el rostro entre las manos para no verse. Su ruina se había decidido en un único instante de vacilación, tenía que haber luchado, tenía que haber encontrado la manera, pero su primer intento había sido también el último. Demasiado tarde se había dado cuenta de que desde el principio era ya demasiado tarde. 

Y Dominic no estaba.

Por un segundo todas las mareas en contra habían parecido insalvables, y en ese momento único de debilidad Lara había doblegado su espíritu. Él hubiera podido hacerlo diferente, él habría sido su fuerza y su escudo; pero Dominic se había ido y la cobardía había logrado devorarla, una cobardía que iba muy bien con su ordinaria condición de hija mayor de un restaurador y un ama de llaves.

—Es muy tarde para jugar era la carta del arrepentimiento, Lara —abrió los ojos y su cara se convirtió en una máscara impasible, porque sabía, para ese entonces, que lo último que estaba buscando el señor Swels era una esposa—. Debiste venderte un poquito más cara… de todas formas él iba a pagar lo que fuera por ti.

No se sorprendió ni por un minuto de albergar un pensamiento tan prosaico. Ahora era otra Lara, o tal vez fuera realmente Lara.

“En el único lugar en el que me vería hermosa tal como estoy es dentro de un ataúd”. Pensó.

Detrás de ella la ligera figura se movió de nuevo, Evelett arreglaba con diligencia el traje y de cuando en cuando la miraba de reojo, buscando en su rostro lo que ninguna de las dos tenía permitido expresar.

—¿Por qué no estás feliz? —dijo en voz baja, como si fuera un delito mencionar la tristeza. Desde hacía semanas su madre vigilaba estrechamente cualquier contacto entre ellas y en más de una ocasión le había advertido a Evelett que no debía molestar a su hermana—. Mami dijo que tienes que sonreír, tienes que sonreír cuando veas al señor Swels y así todo va a estar bien de nuevo.

—Sí Eve, tenemos que sonreír.

Lara se dejó caer en el enorme diván de su habitación. Le quedaba un largo, larguísimo día por delante de sonreírle a extraños y poderosos amigos de su esposo, de comer y bailar y saludar a los cientos de invitados que no conocía, y se preguntó cómo haría para llegar al día siguiente, para sortear las seis horas de banquete y luego la noche de bodas.

Sacudió la cabeza intentando alejar esos pensamientos y paseó los ojos por el cuarto. La cama, -de tamaño singularmente grande-, ocupaba casi todo el espacio, y sobre el extremo más alejado reposaban los restos del último libro que Khan había destrozado por pura diversión. Aquel cuarto había sido suyo por menos de un año y era poco más que una copia de su personalidad. Estaba desorganizado y un poco silvestre, pero limpio, muy limpio; y aquí y allá las paredes tenían un toque especial de profundo salvajismo –muy bien disimulado tras cortinas- donde las garras de sus tigres habían rozado juguetonas.

Del tiempo que había pasado en aquella casa los tigres eran los únicos por los que estaba dispuesta a hacer algún sacrificio. Ellos, su hermana y aquella debilidad crónica eran la única razón por la que no salía corriendo.

—Lara, cuando ya no estés en casa ¿puedo quedarme a Khan y a Silver Moon? —suplicó.

 —Lo siento, pequeña, sabes que Khan y Silver Moon no son míos, sino del señor Swels —le contestó con una evasiva que arrugó la frente de Evelett en un gesto de clara inconformidad.

—Pero ¿a dónde los va a llevar? ¿No puede dejarlos aquí? ¡Ellos no saben estar en otro lugar!

—Ya veremos, hablaré con él, ya veremos… —de cualquier forma los prefería con Evelett que muertos.

El gesto de cerrar las manos en puños fue inconsciente, pero sus uñas estaban muy sensibles y el ademán solo le provocó dolor. ¿Ni siquiera una pequeña muestra de rebeldía le estaba permitida, entonces? Sonrió con cansancio sin que la sonrisa pasara de una breve mueca: también los labios y las encías le dolían. Parecía como si últimamente todo contacto a su alrededor fuera dañino, como si el dolor fuera el único impulso exterior que pudiera percibir.

Y el dolor era un amigo persuasivo, muy persuasivo.

El silencio se rompió con el sonido de unos pasos que avanzaban con lentitud por el pasillo. Lara reconoció al instante el andar confiado y armonioso de su madre, seguido por el murmullo de un vestido de cola arrastrado sobre el suelo de madera preciosa. Su padre había hecho un trabajo excelente con aquellos pisos, sólo para que su esposa taconeara sobre ellos con la suficiencia del deseo cumplido.

La puerta se abrió sin producir el más mínimo ruido, y Emma Sanders entró en la habitación.

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