Capítulo 6

6

Según su opinión, Carlos era un sujeto un tanto imbécil, pero en relación a lo que tenía que ver con el trabajo, funcionaba a toda máquina. Por lo cual, era normal no haber durado mucho tiempo, la noche anterior, dándole vueltas al asunto del robo. Ya había tomado su decisión. Por eso, cuando despertó esa mañana, no se le veía mucha preocupación en el rostro. Por fortuna, ninguno de sus padres se percató de ello, y creyeron fielmente que saldría a buscar empleo... una vez más.

Almorzó y se largó de su casa mucho antes de que sus padres salieran al trabajo. Después de lo ocurrido el día anterior, lo que menos quería era enfrentarse a su madre a tan temprana hora.

Le fastidiaba su mamá, tanto, quizá, como a cualquier chico de su misma edad. A lo largo del tiempo se había dado cuenta de que la puta balanza no podía estar siempre de un solo lado (a menos de que sea el lado que jode más), así como beneficiaba también jodía. Y esto lo vivía con sus padres. Su papá era toda una monedita de oro, pero su madre era una patada en los huevos; no se cansaba de joder y joder. Raymundo entendía (o eso quería creer) que el deber de una mujer para con sus hijos era mantenerlos por la raya, pero esa mujer parecía querer arrastrarlo a culo desnudo por un camino mal fabricado.

Siempre estaba repitiendo una y otra vez las mismas preguntas; ¿conseguiste trabajo? ¿Traes dinero para la comida? ¿Dónde estabas? ¿Vienes ebrio? Etcétera, etcétera y su puta madre. Debido a esto, siempre le acompañaba una frase llena de obviedad y que lograba salvarlo la mayoría de las veces; si no te gusta algo, entonces lárgate. Así de simple, así de sencillo. Y parecía funcionar, por todos los putos cielos que funcionaba de maravilla. De modo que por el momento no tenía muchas cosas qué hacer o pensar, pero sí una de la cual mantener cierta distancia.

Mientras esa mañana mareaba un poco la ansiedad de fumar sustituyéndola con una caminata perezosa, vio a lo lejos a Wendy, una chica de su misma edad con la que había asistido a clases desde el preescolar hasta la secundaria. Ella era una zorrita hermosa, delgada y de piernas largas. Tenía buen trasero y grandes tetas, algo dificilísimo de ver en una mujer; o tenían tetas o tenían culo, pero Wendy era la excepción a la regla, y eso estaba bien, pues era la dulce figura que uno desearía encontrarse todas las mañanas antes de ir a trabajar. Ella laboraba como cajera en una tienda de envases plásticos y utensilios desechables.

Y allá iba, caminando a paso moderado (para que no se le fuera a pasar el camión) con el largo cabello meciéndose de izquierda a derecha cual péndulo de un reloj antiguo.

A sus escasos diecinueve años ya era madre de tres hijos, lo que a ojos de Ray, esto le quitaba cierto atractivo, aunque debía admitir que gracias a su precoz comportamiento tenía el cuerpo que tenía. Y tampoco lo dudaría mucho si ella lo invitaba a revolcarse.

Decidió alcanzarla.

Puesto que la parada de autobuses se encontraba a algunas calles, tendrían tiempo de charlar un poco.

—¡Hola! —gritó Raymundo con fuerza esperanzado a que redujera el paso. Wendy se limitó a voltear y sonreírle. Y aunque disminuyó un poco su paso, no dijo nada. A simple vista se le veía corta de tiempo. ¿Al trabajo? —Se animó a preguntar deseoso de una respuesta.

Sí. —Respondió de manera tajante, tan fría cual hielo en una hielera. En esta ocasión ni siquiera se molestó en mirarlo. Eso otorgaba unos segundos más para contemplar su tan exuberante, astronómico y torneado trasero. Por breves segundos pudo imaginarse naufragando en esas carnes.

Finalmente le dio alcance y se puso hombro con hombro. Caminaron juntos golpeados por un silencio agotador.

—¿Trabajas donde mismo? —insistió sin la intención de dejarla ir así nomás.

Sí. —Más hielo. Con una mierda que parecía el iceberg que refundió al Titanic en el fondo del mar. Pero Wendy podía ser la chica más indiferente de la ciudad, incluso del mundo si así lo quería ella, pues era bonita y llevaba puesta una playera con un escote tan pronunciado que parecía que esos melones saldrían del cerco.

Ray caminó a su lado sin despegar (ni disimular) la vista de ese par de tetas que se movían como grandes globos llenos de agua en una camioneta que va a toda prisa. A ella no parecía importarle, iba más concentrada en llegar a la parada de autobuses que en cualquier otra cosa. Así que en cierta parte la cosa venía siendo mutua; ella lo ignoraba y él la devoraba con sus ojos hambrientos.

Siguieron caminando en silencio.

Cuando ya faltaban un par de calles para llegar a la esquina en donde estaba la parada, se acercaba un camión a toda prisa desde el lado izquierdo. Lo vieron claramente ya que de ese lado había algunos campos de futbol en donde se jugaban partidos de la liga local todos los domingos.

Mierda —musitó Wendy, con los ojos bien anclados en el camión. Raymundo no era imbécil, o al menos no lo suficiente como para no deducir por su propia cuenta que aquel era el autobús que debía tomar. Por lo cual, sin pensarlo mucho, salió corriendo a toda marcha alzando los brazos en todas direcciones al igual que un loco.

El camión se detuvo justo en medio de la calle. Ray se trepó una vez que se abrieron las puertas, y se quedó parado en las escaleras hablándole a Wendy para que se apresurara.

—¿Qué mierda crees que estás haciendo, cabrón? —cuestionó airado el chofer. Era un viejo gordo que seguramente pesaba más de ciento cuarenta kilos (lo cual le hizo pensar en su madre). El asiento aullaba de dolor. No solo era gordo, sino que también calvo y con un bigote tan poblado que debía traer pedazos de comida entre los pelos.

—¿Acaso no es obvio? —respondió, y siguió haciendo señas a Wendy.

Oye, idiota, traigo gente esperando. ¡Gente que sí se levantó temprano y debe llegar al trabajo! —gritó, y aceleró el camión, este dio una sacudida pero el gordo no quitó el otro pie del freno.

Me importa un puto bledo, gordo —berreó Raymundo. Como si en realidad al imbécil le interesara llevar a tiempo a sus pasajeros.

Wendy se acercó hasta el camión, y Raymundo bajó para que ella pudiera subir. Se cerraron las puertas y el chofer arrancó con una brusca sacudida. Pudo distinguir cómo ella se sujetaba a uno de los asientos mientras a su vez se despedía con una sonrisa que no desnudaba sus dientes pero sí mostraba bastante agradecimiento.

Le gustaba Wendy, tanto que no le importaba juntarse con ella y mantener a sus pequeños bastardos con el fin de cogérsela.

Se quedó un par de minutos más observando el camión que se perdía al fondo de las casas y demás vehículos. Pensando en su fantasiosa vida con Wendy. Después dio media vuelta y regresó por la calle que ya había transitado. Esperando encontrarse con Alberto y Carlos.

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