Capítulo 1

Mi tío, Egmont Fisher, se convirtió en mi tutor al producirse la muerte de mis padres; él era lo único a lo que podía llamar «familia».

––Desde que tus padres no están, me he dedicado por años a trabajar para construir una empresa sólida; nada más que eso me da energía o, por lo menos, me motiva. Para un hombre como yo, que siempre ha tenido lo que quiso, la existencia se torna aburrida y eterna. No quiero lo mismo para ti, quiero que disfrutes de la vida, Nina: eres joven y estás perdiendo mucho aquí. He sido un viejo egoísta reteniéndote.

––Sí, lo sé… ––susurré.

Mi pasado trascurrió de acuerdo con una lógica extraña: un día abrí los ojos y mi vida había cambiado de un modo trágico y precipitado.

––Tengo que admitir, Nina, querida mía, que tú has sido mi perla preciosa, y creo que lo que te estoy pidiendo es algo que un tío debería pensar bien, más si se le ha encargado la custodia de su sobrina. Tus padres me dieron un regalo, y ese regalo eres tú, incluso me he sentido padre de ti durante estos años. Entiende mi postura, anhelo lo mejor para tu futuro.

—Tío Egmont, por favor ––solo me quedaba rogar, ya que no quería irme lejos––. Prometo no darte problemas. Es más: si así lo pides, juro que voy a adelantar los estudios en la universidad solo para que notes que mi vida está siendo invertida en un objetivo valioso, con la condición de que dejes que me quede aquí.

            ––Nina, el día que te pusieron en mis brazos… supe que serías especial. Con el tiempo y sin tus padres, debo confesar que al principio me metiste en un lío ––rió por lo bajo con evidente cariño—. Es que un hombre grande cuidando de una niña realmente era de locos, y más viniendo de mí. Tuve la suerte, y tú también ––sonrió—, de encontrar a Donata. Sin embargo, ella está enferma; si tú vives con nosotros, es evidente que se la pasará pendiente de ti, y sabes muy bien que no cuida su salud como dice el médico.

Mi tío se sentó junto a mí. Estaba vestido con un impecable pijama y una bata de seda color negro; sus ojos azules me miraron con firmeza, y continuó: ––Acá tienes lo que se te antoje en cuanto lo desees. Sé que es duro para ti alejarte; soy un hombre caprichoso, y peor a esta edad. A lo largo de mi existencia hice lo imposible para que entendieras que yo soy quien debe complacerte, sin ninguna excepción.

—Si te lo pido es porque en verdad lo deseo ––intenté ser lo más convincente posible—. Además, estoy estudiando. Si me voy, atrasaría mis avances.

––Nina, esto es temporal. Solo me interesa cumplir con el pedido de tu madre, se lo prometí. Con referencia a tus estudios, bueno… eso no es problema, podrás retomarlos al regresar. Sé que esta nueva experiencia resultará muy gratificante para ti ––bajé la mirada, la idea no me agradaba en lo más mínimo—. Aparte, te será de utilidad para pensar qué vas a hacer con el destino de la empresa. En tanto, yo seguiré igual que hasta ahora, encargándome de administrarla.

Desde que comencé a tener uso de razón, debí cargar con el control total de la empresa de mis padres. No obstante, yo no había nacido para manejarla ni lidiar con ello; en efecto, en estos años mi tío se ocupó de llevarla adelante. Yo aún no tenía la valentía de cederle el control total del negocio, pero sabía muy bien que él no se conformaba con ser el simple secretario de una jovencita como yo, cuando en realidad podría ser el único dueño de la compañía.

—No me agrada la idea de irme ––aventuré sin ocultar el desagrado con respecto a esa idea de mi tío.

––Yo he tenido la culpa, te he cuidado como a un cristal. Siempre padeciste numerosos problemas de salud y yo, para evitarte rabietas, tomé la resolución de cuidarte igual que a una perla preciosa. Reconozco que fui un egoísta, pues te llevé a un punto donde ni la vida ni la muerte podían rozarte, porque para eso estábamos Donata y yo. Vas a cumplir 21 años y no deseo que esto siga así. Yo ya estoy viejo, aspiro a que seas una mujer que pueda desempeñarse y desenvolverse lo mejor posible, y para ello debo alejarte de nosotros. Tu madre mejor que nadie sabía esto, yo solo sigo sus pasos…

––¿No crees que sea lo bastante madura? ––consulté en tono áspero, al borde de la indignación.

––Claro que lo eres, pero tu inexperiencia para con la vida es muy grande, y ya no quiero seguir permitiendo eso. Recuerda que un día yo no voy a estar para guiar tus pasos. Por ende, necesito encontrar a una Nina más desenvuelta y fuerte, que sea capaz de tomar todo a su cargo ––me miró—. Sé que lo harás bien; de no confiar en ti, no te lo pediría. Al margen de eso, no estás en condiciones de negarte: ¿cuándo te he pedido un favor?

—Nunca —admití a regañadientes.

––¿No crees que un viejo como yo se merece, aunque más no sea una sola vez en la vida, un consentimiento de parte tuya?

—Sí —dije a duras penas—, pero ni siquiera me gusta Irlanda —rezongué.

––Aprenderás cosas nuevas, sin contar que vas a vivir en un lugar que, estoy seguro, te encantará. Las dos personas que te recibirán allí son de mi absoluta confianza… ––sonrió—. Si tuviese tu rostro, podría poner cara de perro lastimero, tal cual tú haces cada vez que quieres algo.

Rió de nuevo, gesto que logró arrancarme una sonrisa. Gracias a ese comentario descubrí que mi tío me conocía más de lo que pensaba.

—Está bien, lo haré ––subí las piernas al sofá para acercarme a él y lo miré fijo a los ojos––. Prométeme que si Donata se enferma, me llamarás y me harás venir sin perder ni un minuto.

––Lo juro ––aseguró con evidente felicidad.

—Y si tú no estás bien y crees que es necesario que venga, también lo harás —presioné.

––¡Bien! ¡Bien! ¡Prometido! ––volví a mirarlo antes de asegurarme por completo de que su promesa era tan leal como mis palabras—. ¡Espera, aquí la que tiene que cumplir un pedido eres tú, no yo! —replicó simulando una molestia poco seria por la evidente sonrisa que se le marcaba en el rostro.

––Recordaré cada una de tus palabras… ––susurré intimidándolo.

––¡Oh! Vaya, y yo recordaré las tuyas, muchachita malcriada ––sonrió contento—. ¿Sabías que es de mala educación increpar a un pariente? ––y me abrazó con fuerza.

—Tío…

––¿Sí?

—¿Has llegado a pensar en querer volver el tiempo atrás?

—Mmmm ––se detuvo para meditarlo—, un par de veces sí…

—Y dime, ¿habrías sido más feliz deteniendo el tiempo y regresando al pasado?

––De joven pensaba que sí. Incluso habría dado lo que fuera por volver atrás. Ahora bien, si las circunstancias te obligan a que continúes, pues entonces continúa. El pasado, la mayoría de las ocasiones, es muy melancólico, y sería fatal si tuviese que vivir en dos oportunidades algo que sé que perderé en el futuro. Así es la vida: lo efímero te lleva a recordar que lo que se pierde no vuelve. Siendo sinceros, es uno como humano torpe el que se remonta al pasado para vivir entre los recuerdos. Y cuando quieres acordarte, te has vuelto un anciano medio quisquilloso y caprichoso que obliga a su sobrina a hacer cosas que no le gustan ––sonrió y me abrazó de nuevo.

Diez días después

Suspiré con suavidad al arrastrar mi maleta intentando alcanzar un punto en el que tuviera un mejor panorama; caminé un par de pasos y me paré frente a un inmenso cartel que mostraba un croquis del aeropuerto de Dublín.

Examiné el bolsillo en busca del pequeño papel que mi tío me había dado a minutos de partir, con el nombre de la persona a la que tenía que buscar.

«Edwin Stamford»

Escudriñé con la mirada entre la gente: las personas iban y venían. Sentía que no debía estar allí. Las voces, los sonidos, ese sitio… todo me era tan ajeno, que no podía evitar la idea de que no deseaba estar allí.

         Volví a mirar deslizando mi vista sobre toda la gente. En el trayecto observé a un sujeto levantando una hoja de papel en la que resaltaba la letra N. Un hombre blanco de un metro setenta y cinco, de cabello castaño, con un poco de barba y ojos color miel, que llevaba un pantalón de gabardina y una camisa desaliñada.

De su cuello colgaba una cámara de fotografía, y de su hombro un bolso; había escrito mi nombre en un viejo papel que elevaba con frecuencia, buscándome. «Nina» se leía a lo lejos; incluso había dibujado una pequeña flecha y puesto su nombre, «Edwin». Por supuesto que no tardé en confirmar quién era al echar un vistazo al cartel.

Caminé en dirección a él arrastrando mi bolso; ni bien me vio, alzó las cejas de forma divertida, con desgano guardó el papel en uno de sus bolsillos, y caminó hacia mí para encontrarme.

—Hola… Nina, ¿verdad? —consultó con una sonrisa agradable, y me estrechó rápido la mano a modo de saludo.

—Sí, así es—susurré mientras él tomaba mi equipaje—. Señor Stamford, lamento el retraso —él se irguió y me miró directo a los ojos: aún conservaba la sonrisa.

—No hay problema por eso, y llámame Edwin—cargó mi valija.                     

—Bien, gracias —respondí; a un lado, él arrastraba mi bolso.

—¡Vaya que pesa! —dijo dando un suspiro, y nos alejamos de allí.

—Sí, lo siento. Mi tío no me permitió traer tantos bolsos, así que traté de guardar lo máximo posible en ese.

—Y menos mal… —se volteó, me guiñó un ojo y le sonreí apenas; ese hombre parecía ser agradable. Caminamos hasta un jeep negro polvoriento.

Edwin dejó mi maleta en los asientos de atrás y colocó su bolso allí; tomó de un bolsillo las llaves del automóvil predisponiéndose a dar la vuelta para el lado del conductor, pero se detuvo y caminó rumbo a mí.

—Lo siento, estoy deshabituado a tratar con chicas —y de inmediato me abrió la puerta del acompañante.

—No hay problema —musité quitándome el morral.

Edwin cerró mi puerta con rapidez. Debo admitir que me hallaba nerviosa, pues era la primera vez que estaba sola y que dependía por completo de mí.

—El viaje es un poco largo—comentó él ajustando su cinturón de seguridad—. Espero que Irlanda te agrade; aparenta ser un poco añejo y monótono, pero puedo asegurarte que es un lugar que dice más de lo que muestra.

—Por ahora lo considero bastante aburrido—comenté apuntando a uno de los costados: nada, nada llamaba mi atención. Cementerios, construcciones antiguas, moho y más moho.

—Yo pensaba igual que tú el primer día que vine aquí, si bien con el tiempo terminó agradándome.

—¿A ti también te obligaron a venir a vivir aquí? ––pregunté con obviedad, basándome en la molesta situación de tener que estar en un sitio en contra de mi voluntad.

—Eh… —masculló Edwin— digamos que por trabajo. Soy fotógrafo profesional y escritor, aunque mi antigua labor consistía solo en redactar obituarios.

—¿Obituarios?—repetí—. ¿Escribías los avisos relativos a muertes?

—No, no; los obituarios no son los avisos de muerte. Digamos que… un obituario intenta dejar por escrito el significado de la vida de la persona que ya ha muerto. Básicamente es eso.

En cuanto descubrí lo que significaba esa palabra, jamás pensé que estaría tan relacionada con ello.

—En algunos casos se pueden escribir antes de que la persona muera. No suena muy interesante, ¿no es cierto?

Me echó un vistazo. Yo, a pesar de que sufrí una punzada de melancolía y tristeza, hice el esfuerzo de sonreír y repetí el gesto, presurosa por tapar esos sentimientos que me incomodaban.

—Estuve cómodo en ese trabajo. No puedo decir que fue lo mejor que tuve en mi vida, pero para mí era bueno. Luego se presentó la oportunidad de conseguir un interesante puesto como profesor en fotografía. Y bueno, a grandes rasgos, esa es mi historia y aquí me ves ––asentí de buen agrado ante sus palabras—. ¿Qué es lo que te trae a estas tierras? ––indagó mirándome velozmente.

—Un cambio —anuncié con tono tímido.

—¿Un cambio? Vaya, la verdad es que en ocasiones los cambios son drásticos, y creo tú eres el caso.

–Sí… eso creo… —farfullé.

Irlanda no era uno de los sitios que me habría gustado conocer. Daba la impresión de que el sol jugaba con las nubes: de a ratos resplandecía a lo lejos y en un parpadear volvía a nublarse.

—Este lugar es gris–Edwin solo se limitó a sonreír.

Salimos de la estrepitosa ciudad llena de luces y convulsionada de gente, y nos desviamos por una carretera rodeada de mucho verde, árboles, pasto frondoso y vibrante. No podía decir que no me gustaba; de hecho, diría que comencé a acomodarme a las circunstancias. Aun así, sentía fastidio conmigo misma, pues en realidad anhelaba volver a casa.

No viviría en pleno Dublín, sino en una zona más alejada. En consecuencia, tendría que efectuar un recorrido en autobús todas las veces que quisiera ir a la capital. Lo único que me llamó la atención mientras viajaba a mi «nuevo hogar», fue la hierba que cortaba el gris.

Nos detuvimos frente a un antiguo portón unido a unas cercas rústicas interminables, que bordeaban la totalidad del perímetro de ese ámbito semejando brazos. Tomé mis pertenencias y Edwin hizo lo propio adelantándose un par de pasos para llamar a la puerta. Un anciano atendió el portero de mala gana; esas no eran horas de molestar a un hombre viejo como él.

–¿Quién osa importunarme a estas horas? —inquirió el desconocido por el altavoz.

–Soy yo, Duncan, Edwin.

–¿Edwin? ¡Bastardo, te creía muerto! Incluso hice una apuesta, pensé que Luca ya te había matado. ¡Diablos! ¡Perdí cien euros!

—¡Viejo decrépito, no cambias nunca! ¡Ábreme! –ordenó Edwin.

Cuando la puerta se abrió, un anciano de cabellos blanqueados, de pantalones pinzados color arena, zapatos bien lustrados, camisa perfectamente planchada y boina, sonrió con agrado al vernos.

El sonido de un cascabel atrajo mi interés; un gato se acercó a paso lento a las piernas de su amo para frotarse en ellas.

Miré a Edwin en un intento rápido de decirle que yo no sabía decir ni «hola» en el idioma irlandés.

–Cariño, no hay problema, no te esfuerces ––intervino el viejo.

Vaya, eso sí que me alivió, así que volví a sonreír.

—Gracias –susurré, y Edwin me dedicó un guiño tranquilizador.

Todo aquello era el comienzo de algo que jamás imaginaría...

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