Capítulo 5

-Nina-

Mi despertador sonó temprano. Todavía sentía el cuerpo cansado de aquellos fatídicos días y debía comenzar con otra jornada que sería tediosa para mi existencia; solo me interesaba conseguir un teléfono para poder hablar con mi tío, necesitaba escapar de ese lugar detestable. Añoraba horrores volver a casa, me arrepentía día y noche de estar allí. Suspiré de frustración al notar que el baño de la noche anterior no había logrado relajarme lo suficiente; percibiendo una cierta tensión en mis músculos, traté de evitar pensar en lo ocurrido: simplemente quería alejarlo de mi cabeza.

Salí del cuarto sintiendo turbación y deseosa de no toparme con Luca. Vi que la puerta de su habitación estaba cerrada, lancé una exhalación de alivio, caminé hacia la cocina y tomé una manzana que guardé en mi mochila; en ese preciso instante oí que llamaban a la puerta.

 Mi corazón dio un salto.                            

«¿Qué tal si era Luca?».

No… Él no llamaría a la puerta. Aun sin estar segura del todo, tampoco le daría el beneficio de la duda. Agarré una sartén de la cocina, caminé rumbo a la puerta y me oculté tras ella; respiré juntando valentía y la abrí afirmando mis dedos en el mango de la sartén; juraba que, si era Luca, lo golpearía. Una sombra se meció para cruzar el umbral de entrada; me preparé para lo inminente y ahogué un grito cuando Duncan apareció buscándome. De inmediato escondí la sartén atrás de mi espalda.

–Nina –me miró frunciendo apenas el ceño–, ¿por qué te ocultabas detrás de la puerta?

Ni siquiera podría explicarle eso.                                                               

–Este…

–¿Y por qué llevas una sartén?

Eso tampoco.

–Eh… –«piensa rápido, piensa rápido», me dije a mí misma–. Iba a guardar la sartén y justo llamaste a la puerta; para no perder tiempo vine a abrir con… esto…

Siendo sincera, me consideraba una verdadera estúpida. Duncan me observó regalándome la confianza perfecta para rotularme como una total «idiota». Ni siquiera recordaba que él me llevaría a mi primer día de clases.

En la universidad no me sentí tan distinta del resto; había muchos alumnos de intercambio, por lo cual supuse que quizás no se me sería tan difícil insertarme en algún grupo.

Duncan me dio un par de papeles de la inscripción; me había apuntado en las clases de fotografía. En el borde superior leí el nombre de una chica: «Victoria Kosterfor».

Subí por las escalinatas de la universidad, entré por las enormes puertas que recibían a cada uno de sus estudiantes, y me detuve junto a un cartel plastificado que indicaba el sector de la secretaría. Caminé hasta allí y vi que la puerta de metal pintada de color gris estaba entreabierta. Un escritorio, papeles, libros y estantes grises era lo único que veía, no había nadie. Giré y me topé, casi chocándola, con una chica de grandes ojos azules, cabello rubio y uñas esculpidas a la perfección. Vestía jeans negros, zapatos de tacones y una blusa que se le ceñía al cuerpo acentuando sus voluptuosos pechos.

Sostenía unas carpetas entre los brazos; ni bien me vio, depositó su vista en los papeles que llevaba en mis manos.

–Debes de ser nueva –comentó sin rodeos.

–Sí –respondí tratando de esbozar una sonrisa.

–Soy Victoria y estoy segura de que esos papeles son para mí –puntualizó entrando en la pequeña oficina.

–Sí, así es, me dijeron que tengo que dejarlos aquí.         

Ella los tomó con rapidez y les echó un vistazo; daba la impresión de estar habituada a ese tipo de trabajo.

–Espérame afuera con la otra chica –ordenó con una sonrisa que no supe si era agradable u obedecía a la falsa modestia.

–Bien… –susurré. En cuanto salí al corredor me crucé con una joven de ojos marrones, que lucía seria; de cabello corto, en la parte superior era negro, mientras que los mechones restantes brillaban con un rosado intenso. Vestía oscuro por completo, destacándose los labios pintados de color azul al igual que sus uñas.

–Hola, soy Nina –me atreví a decir.                                                      

–Hola –respondió la muchacha–. Me llamo Sara.

–¿Están listas, chicas? –la voz resonante de esa joven rubia se hacía notar—. Es hora del paseo –anunció en tono jactancioso.

No quedaba otra que seguir viendo cómo meneaba su trasero delante de nosotras, y cómo un centenar de chicos se frenaban para saludarla; los que no, se deleitaban viendo su pronunciado escote, que ella pavoneaba sin ningún reparo. Era obvio que Victoria ostentaba el título indiscutible de la chica más popular de la universidad.

Dimos toda la vuelta. Nos mostró cada rincón, las canchas, la pileta de natación, el comedor… Era una universidad común y corriente. Lo único bonito de ese sitio eran los árboles que decoraban los arbustos. Terminamos por donde yo había empezado un rato antes. Estábamos en la entrada y aún seguían ingresando alumnos, algunos en sus motocicletas, otros a pie, y unos pocos en automóviles.

–Bien, con respecto a la vida social de esta institución, solo les advierto que no se metan en problemas.

Los escasos minutos que llevábamos escuchando a esa rubia estrafalaria, me bastaron para darme cuenta de que hablaba más de lo necesario. Por lo que decía, Victoria era una alumna normal que cumplía funciones extra en la secretaría. Afirmó que la habían «castigado» por un tiempo y, en consecuencia, la obligaban a realizar las labores propias de una secretaria.

Volteé hacia ella y me percaté de que todavía hablaba acerca del tipo de relación social que debíamos llevar. Fue ahí que mi mente se detuvo…

Desde el punto en el que me encontraba no estaba tan lejos, y aunque lo estuviese, jamás confundiría su figura con la de otra persona. Él era inconfundible.

–Ese es Luca –la voz de Victoria reanudó el funcionamiento de mi cabeza; me había pillado viéndolo–. Es un chico prohibido –aseguró con una mueca maliciosa.

–¿Por qué? –preguntó Sara con una sonrisa. Por lo visto, la palabra «prohibido» la motivaba a indagar.

–¡Porque es mío! –exclamó Victoria entre risas sarcásticas, y lanzó un suspiro antes de continuar.

Supuse que estaba habituada a que Luca fuese un ladrón de miradas y piropos.

–Siendo sinceras, es un chico malo, muy malo… –murmuró con tono misterioso.

–Vaya… –susurré.                                                                     

Yo, mejor que nadie, sabía lo malo que podía llegar a ser.

–Hablando en serio, chicas, él es un antisocial de cuarta…

Antisocial o no, Victoria no le sacaba los ojos de encima. Iba caminando por la calle principal rumbo a la entrada de la universidad. La mañana nublada y la brisa fresca no pasaban desapercibidas.

Luca vestía unos jeans negros, zapatillas, un suéter gris y encima una chaqueta negra; traía puesta la capucha del suéter, y ocultaba sus ojos tras unas gafas oscuras. De acuerdo con la costumbre, llevaba el cabello revuelto, y parte de él le caía en la frente.

–Se ve tan sexy con ese aspecto de despreocupación… –opinó Victoria, obnubilada.

Yo no respondí ante eso. Por lo tapado que iba, presumí que quizás él deseaba esconderse de las chicas, y no era para menos: poseía un par de ojos de un color imposible de definir con simples palabras. Sin embargo, ¿quién sabría de qué color eran en verdad? Es que sus iris cambiaban de tonalidad en cada parpadear, como un caleidoscopio; y su boca era de un rosado casi pálido que le daba un tinte en extremo sensual a su rostro.

–Es una lástima que vaya con los ojos cubiertos: si los viesen se enamorarían de él en un segundo…

–Me recuerda a un vagabundo –aseguré restándole importancia al asunto. Victoria y Sara me apuntaron con cierto recelo, enviándome un mensaje poco sutil: «Te volviste loca».

–Si tocase a mi puerta, por más que fuera un vagabundo, ¡ten por seguro que lo adoptaría! –rió Victoria sin apartar su mirada lasciva del cuerpo de Luca.

Observé cómo él saludaba a dos chicos que parecían estar esperándolo. Uno era moreno, de contextura grande y musculosa, con una gorra de béisbol azul oscura y un pendiente en la oreja. El otro chico lucía más lánguido, espigado y lívido; de ojos color miel y pelo castaño, se destacaban un arete en su nariz y uno que otro tatuaje que sobresalía del cuello de su suéter de lana.

Enseguida los reconocí: ellos dos eran los chicos que habían estado con Luca la noche de ese juego estúpido.

–El moreno es Darrel, el idiota con tatuajes es Caden. Tengan cuidado con él, así como lo ven es muy peligroso.

Noté que ante esa última frase Victoria se puso seria: era evidente que el tal Caden no le agradaba del todo.

–¿Y el chico de allí? –Sara desvió sus ojos al estacionamiento; un muchacho alto, rubio y de ojos azules se bajaba de un automóvil junto con una chica de apariencia muy similar a la de él.

–Él es Jack, otro de los guapetones –anunció Victoria entre risitas tontas mientras se enroscaba en un dedo uno de sus bucles rubios.

En efecto lo era: vestía de manera impecable, con unos jeans claros y un suéter de color celeste que le resaltaba el cabello rubio y los ojos azules. A juzgar por su apariencia, era notable el cuidado que ponía en la imagen.

–La chica que va a un lado es su hermana Katia –agregó.                      

Hacía rato que quería cortar esa conversación. No me interesaba hacer sociales, ya que no pensaba quedarme mucho más en ese lugar, y ni hablar del país. Había decidido llamar a mi tío para explicarle que deseaba regresar a casa.

–Disculpa –susurré–, ¿me podrías decir dónde hay un teléfono? Necesito realizar una llamada.

–Sí, ¿recuerdas la cafetería? –asentí–. Bien, hay una cabina telefónica en el pasillo antes de la cafetería –yo ya había comenzado a caminar, invadida por una rara sensación de querer estar sola; había pasado esos minutos esforzándome por mostrarme amable o algo así–. ¡No olvides que dentro de diez minutos comienza la clase! –me avisó, e hice un gesto afirmativo con notorio desinterés. Mi cabeza solo se concentraba en ubicar la cabina telefónica.

–No, no lo haré –aseguré.             

Cuando llegué tuve que esperar mi turno, pues el cubículo de la cabina estaba ocupado. No obstante, para mi suerte, el chico que hablaba no tardó tanto como imaginé. Durante la demora aproveché para rebuscar en mi mochila algunas monedas.

Decidida y muy ansiosa, ni bien se desocupó la cabina entré motivada, ya que me separaba menos tiempo para irme de una buena vez de allí. Irina, una de las empleadas de mi tío, atendió el teléfono.

–Señorita Nina.

–Sí, así es, Irina, soy yo.            

–¡Vaya! Qué alegría escucharla, hace tanto que no sé de usted –dijo la empleada de mi tío.

–A mí también me da gusto escucharte, Irina. Quisiera saber si mi tío se encuentra en casa.

–No, me temo que no, señorita. Salió ayer de viaje y comunicó que vendría esta noche en un vuelo privado. Pero está claro que le ha surgido más trabajo, lo de siempre –explicó.

–¿No tienes idea de si volverá rápido? –balbucí con un malestar poco disimulable.

–No puedo decirle, ¡cuánto lo siento!                

Me contuve en silencio un par de segundos pensando cómo proceder, puesto que no disponía de otro número al cual llamarlo.

–Bien… Creo que aguardaré a su regreso. Dile a Donata que no deje de tomar sus medicinas, ¿sí?

–Quédese tranquila, señorita, yo misma me encargo de que así sea.

–Bueno, nos vemos pronto…

«Le duele el corazón. Está enferma».

Las palabras de Luca retumbaron en mi cabeza como un vil recordatorio de que mi escapatoria de allí iba a ser difícil.

Con paso apresurado caminé por el corredor en dirección a la sala de fotografía. Iba nerviosa porque llevaba un par de minutos de retraso; además, temía perderme antes de hallar el camino hacia el salón.

Lancé una exhalación al divisar a una lánguida mujer que bajaba las escaleras contiguas al salón y venía en dirección a mí; a medida que se acercaba fui notando que sus labios formaban una sola línea fina y sus comisuras caían dándole una expresión seria que, presumí, llevaría años moldeando. De ojos café y alta, lucía un peinado muy bien tomado, sin dejar ni un solo mechón fuera; los lentes le otorgaban un aire de severidad, y completaban su atuendo una blusa color violeta oscuro prendida en el cuello, una falda negra impecablemente limpia y a la altura de las rodillas, unas pantimedias oscuras y, por último, zapatos de cuero negro que brillaban por demás.

Fue inevitable que nos cruzáramos en el camino. Me detuvo a unos pasos de la entrada del salón de fotografía y me observó seria e inmutable.

–Ah, faltabas tú –confirmó mirando una carpeta de tapas de cartón muy finas color amarillo pálido; allí divisé un legajo con mi fotografía.

–Lo siento.

La mujer alzó una de las cejas; por lo visto, mis disculpas eran otro insulto para ella.

–El primer día de clases y ya estás viniendo tarde… Agradece que aún no ha llegado el profesor –replicó malhumorada abriéndome la puerta–. Que sea la última vez –advirtió.

–Sí… claro –balbucí entrando en el aula.

            Contuve por unos segundos la respiración al voltearme de frente a la clase. El aula era grande; del costado derecho había dos ventanas que daban a la calle en la que se ubicaba el edificio de la universidad. Supuse que habría unos cuarenta alumnos en ese instante: unos encima de los bancos, y otros fumando a escondidas al lado de las ventanas o dormitando. Percibí cómo la totalidad de los ojos se enfocaban en mí. Nerviosa, traté de obviarlo un par de veces en tanto caminaba rumbo al final del salón.

En el trayecto me topé fugazmente con Luca, a quien no parecía importarle mi presencia. Se situaba al fondo, en una esquina, recostado en la silla y con su pie en el borde de la mesa; confirmé que con dificultad su aspecto furtivo y desordenado pasaría desapercibido. Charlaba con sus dos amigos: Caden lucía hipnotizado frente al monitor de su notebook, mientras que Darrel reía y hablaba sin parar. Luca, como siempre, apenas si esbozaba una mueca similar a una sonrisa.

Su boca se movía con una suavidad tal, que sus gestos rozaban la sensualidad.

Debía hacerme la idea de que tendría que pasar un tiempo más cerca de él. Me senté en el otro extremo, pegada a la ventana, intentado no pensar en la presencia de Luca. El simple hecho de que estuviera allí me turbaba más de lo deseado. Con el objetivo de no verlo, coloqué mi mochila en el banco. Me esforzaba por distraer mi mente, así que saqué el cuaderno y busqué un lápiz para apuntar algunas notas sobre la clase; sin darme cuenta, la manzana que había guardado al salir de casa salió rodando.

–Se te cayó esto.

Al levantarme para buscar la fruta, me crucé con el dueño de esa voz todavía sin rostro. Debo admitir que me sorprendió: quien se dirigía a mí era el chico rubio del que había hablado Victoria durante el recorrido. No recordaba su nombre porque en verdad no le había prestado tanta atención. Tenía una sonrisa cálida y una pose elegante.

–Gracias –susurré tomando la manzana.

–Has hecho bien en traer tu desayuno, la comida de la cafetería es un asco –me informó divertido, y yo asentí débilmente.

–Es bueno saberlo, supongo –respondí acomodando el cabello atrás de mi oreja.

–Me llamo Jack –a deducir por su sonrisa, sospeché que me estaba regalando una de las mejores, y creo que él era tan consciente de eso como yo–. Tú eres Nina, ¿no es cierto?

–Sí, así es. ¿Quién te lo dijo?

–Vaya, reconozco que a Victoria no se le da bien lo de guardar secretos, y mucho menos si se trata de alumnos nuevos.

Victoria venía pasando y oyó el comentario. Lanzó una risita tonta y se apoyó en Jack de forma melosa.

–Lo sé, cariño –le habló al oído–. Es una de mis debilidades, igual que lo eres tú –Jack rió contento.

Concluí que se había acostumbrado a tener a todas las chicas a sus pies. La entrada del profesor interrumpió la conversación.

–Nos vemos… –se despidió Jack aún sonriéndome; yo asentí y fui a mi silla.

Mis ojos se concentraron en ese cabello rojizo. Lo conocía. Enfoqué mejor y me alegré al ver a Edwin, quien llevaba un manojo de fotocopias que repartía entre los alumnos.

–Estas copias son del primer trabajo del trimestre. Para ello formen grupos de no más de tres personas.

Cuando llegó a mi banco dejó una copia, no sin antes guiñarme un ojo con aire pícaro.

Una luz se encendía en lo que venía siendo demasiado oscuro para mi gusto. No podría decir que en mi primer día de clases había hecho amigos, pero Jack se veía agradable. Y si bien Victoria era vanidosa, quizás con el correr de los días se convertiría en mi amiga o algo similar… Ver a Edwin me animó: al fin y al cabo, quería encontrar a alguien que me correspondiese en ese sitio lleno de desconocidos.

Viví un día intenso en el que el más mínimo detalle me resultó novedoso. Agradecía haberme ubicado bien a la hora de abordar el autobús. Al subir me recosté en el asiento con la cara contra el vidrio de la ventanilla para ver el día nublado. «Gris» –pensé. Mi existencia había sido gris desde mi arribo a ese lugar. Para desventura mía, lo único que por ahora me atraía y rompía ese color tan impenetrable habían sido los ojos de Luca. Todo era gris menos él. Suspiré con suavidad y desvié mis pensamientos una vez más, empujándolos al fondo de mi mente.

Ya en casa, me apresuré a encerrarme dentro de la habitación. No deseaba toparme con Luca y, por supuesto, dudaba que él quisiese toparse conmigo. Me aseguré de que las ventanas del cuarto estuviesen bien cerradas, tomé una silla y subí en ella para poder arrastrar el pesado cortinado. Me despedí del hermoso paisaje que me esperaba detrás de ese vidrio, cerré la puerta, y con la misma silla trabé el picaporte. Solo así me tranquilicé, solo así pude descansar hasta el día siguiente.

Fruncí el entrecejo. A pesar de estar volviendo a la realidad después de dormir, los sonidos fuera de la habitación se oían lejanos, daba la impresión de que se perdían con cada parpadear.

De a poco fui despertándome, y a medida que lo iba haciendo los sonidos dejaron de escucharse. Me senté en la cama, refregué mis ojos y eché un vistazo al reloj: confirmé que me quedaba alrededor de una hora para ducharme y desayunar. Bajé de la cama, salí hacia el pasillo y me detuve un segundo para oír lo que había escuchado entre sueños… pero nada. Habría jurado que sentí ruidos. A lo mejor fue solo un sueño o mi imaginación. Olvidé por completo lo sucedido y me predispuse a ducharme...

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