Capítulo 4

-Luca-

Me encontraba desesperado, envuelto en la locura. Fisher se había adelantado, yo aún no le había dicho que lo haría, todo era mi culpa. ¿A quién quería engañar? Si ella estaba a escasos metros de mí, fue porque yo hice que aquello girase en torno a mis deseos. Mi razón jamás me revelaba como partícipe de esas visiones; siempre eran los demás, yo oficiaba de receptor. A partir de la llegada de ella al mundo, fui parte de algo, comencé a notar y a percibir que, si continuaba vivo, era porque todavía quedaban otras cosas que concretar.

Desde que Nina empezó a colarse en mi entendimiento, yo también aparecía. La maldición solo me mostraba ante esa joven, no había excepciones; yo existía en el futuro únicamente si ella se hallaba ahí. ¿Qué ocurriría cuando acabase con la muchacha? La maldición se dignaría a exponerme como el monstruo que era sin su presencia junto a mí.

«¿Acaso eso era un castigo? ¿No era suficiente ya?».

Moví la cabeza molesto. Hacía tiempo que las ventanas de mi habitación no se abrían en absoluto. Vivía en soledad, casi un ermitaño; no me interesaba la luz del día ni la belleza que me rodeaba, porque yo no disponía de nada para ofrecerle a nadie, ni siquiera a mi entorno. Vivía atormentado, mi mente era insana, mi cuerpo explotaba contra eso una y otra vez al extremo del cansancio. Ni despierto, ni dormido, ni somnoliento podía dejar el pensamiento en suspenso; necesitaba una pausa, un bloqueo que solo obtenía las pocas ocasiones en que ella estaba cerca; y eso me aterrorizaba, llenaba mi cuerpo de temores. Era la primera oportunidad en que no sabía con exactitud qué me pasaría.

Las hojas secas de los árboles invadieron el suelo de mi habitación. Salí al jardín, indirectamente me invitaban a ir afuera, pues necesitaba respirar aire fresco; apoyé la espalda en la pared de la casa, me deslicé y terminé sentado. Flexioné apenas las piernas tratando de desterrar esa catarata de imágenes de mi cabeza, igual que en tantas otras ocasiones.

–Con esa cara, apuesto a que podrías mendigar dando lástima en la calle. Por lo menos, yo te daría la primera patada –la voz de Duncan se hizo presente, venía caminando con un manojo de flores en la mano.

–Viejo idiota, ¿vienes a traerme flores? Ya te dije que no me interesan los hombres –lancé irónico. De acuerdo con la costumbre, Du rió complacido al sentarse a mi lado.

–No son para ti, cretino, son para ella –le eché un vistazo alzando una ceja.

–Eres demasiado viejo, no creo que le gustes… –me burlé en un susurro.

–Si tuviese que pedir un último deseo antes de morir, sería permitir que un grupo de matones te golpeara en mi nombre –sentenció serio; yo ladeé la cabeza, no andaba con ánimos para hablar con él, no en esos momentos–. ¿Qué diablos te pasa? –me preguntó con ojos inquisidores.

–Nada –respondí con la intención de poner distancia.

–A juzgar por tu cara y por los años que te conozco, viste algo que no te ha gustado –me detuve unos segundos para pensar la respuesta.

–Sí. De hecho, te vi a ti diciéndole que la casa era de ella y que yo solo venía a dormir y a ducharme.

–Vaya, me sorprendes, idiota –Duncan esbozó una sonrisa pícara–. Fue solo una mentira, la muchacha te tiene miedo, se nota. Además, tú no ayudas con tus actitudes. Por eso tuve que mentir… –planté mi mano en mi frente, perturbado, esforzándome por contener la sucesión de imágenes que invadieron mi cabeza en cuestión de segundos.

–Luca, ¿qué pasa? –de repente el tono de Duncan se tornó serio y preocupado. Siempre que me ocurría un hecho semejante, se ponía sensato.

–Es que me duele la cabeza… –mentí. En el fondo intenté no sonar tan desesperado, pero ya ni eso controlaba.

–No había necesidad de que aterrorizaras así a la muchacha solo para conseguir que se asustara y se alejara de ti.–lo miré de mala gana, apretando con fuerza mi mandíbula en tanto se levantaba y sacudía sus pantalones; tomó las flores y acomodó su particular boina–. Así nunca vas a tener novia –aseguró.

–No necesito una –aclaré de manera indiferente.

–O sea que el gay eres tú –concluyó Du. El muy canalla se las rebuscaba para fastidiarme. Riendo malicioso, se echó a andar.

–Orinaré en tu tumba, viejo –le vaticiné.

Du lanzó un resoplido de disgusto mientras meneaba la mano; era su habitual gesto para decir «patrañas».

Sonreí levemente al ver su fastidio. Lo conocía de años, ya había perdido la cuenta. Era mi amigo, quizás una de las contadas personas en las que podía confiar.

Y otra vez aparecía ella…

El día que la vi representó el punto detonante para mi experiencia. La odié, llevaba meses turbando mis pensamientos con su muerte. ¿Iba a terminar haciendo lo que prometí que haría? Nada me unía a ella más que esas imágenes. Me observaba destrozado por su influencia. Jamás en las visiones me veía a mí mismo, sin excepciones eran los demás. A partir del instante en que Nina comenzó a turbar mi entendimiento, yo me envolví en una trifulca de situaciones borrosas que no terminaba de comprender.

Desde que tenía uso de razón me asaltaban las visiones, y desde que lo supe deseé morir una y otra vez, pues vivía escapando. Yo destruí la vida de las personas que amaba, y no pude hacer nada para revertirlo; ahora que me había convertido en un cínico, surgía ella invadiendo mi mente y llenando mi cuerpo de esa sensación extraña que no era capaz de definir con precisión; luego caía víctima de un aborrecimiento que envolvía cada rincón de mi ser. De algo estaba seguro: haría que esa joven me odiara a tal punto, que le sería inevitable huir de mi vida de modo definitivo. Iba a acabar con Nina así fuese lo último que hiciera.

Me consideraba un completo bastardo con un gran sentido de autocrítica; era tan criterioso que podría decir que mi agudeza mental me convertía en un desvergonzado. Sentirme m****a de más m****a me había dado un bonus track que, combinado con mi personalidad, sirvió para desarrollar una extraña capacidad de persuasión. En efecto, sin cansarme demasiado lograba lo que buscaba, y si con eso no era suficiente, entonces bastaba con forzarlo un poco, solo un poco…

Caminé rumbo a la sala sumido en esos pensamientos.

Me encontraba en un lugar de mala muerte, castigado. Mi padre no tuvo mejor idea que despojarme de todo y mandarme a ese agujero lleno de gente irritante, animales y días aburridos. No puedo evitar admitir que desde mi llegada años atrás, pensé varias veces en destruir el jardín de Duncan. El viejo se había librado de mí «y mis propósitos» las pocas ocasiones en que pude salir de ese agujero. De lo contrario, Du no se imaginaría la cantidad de oportunidades en que el destino lo salvó de mi maldad. Las ganas de destruir lo que mi padre ponía para bloquearme se fueron potenciando aún más con el tiempo.

La idea de estar en ese sitio no me agradó en absoluto; verme despojado de todo significaba que debía molestarme en lo que yo llamaba «forzar un poco las cosas». Aunque habría querido que no sucediera así, daba la impresión de que a mi padre le gustaba desafiarme sin cesar. En algún punto supuse que se había convertido en un amargado masoquista; quizás yo era el único placer, malo pero placer al fin, que hacía correr la sangre por sus venas.

Yo poseía un rasgo que para los demás sería un don; no obstante, para mí era una maldición. Aun teniendo esa supuesta ventaja que cualquiera ambicionaría para llevar una vida maravillosa, yo anhelaba con todas mis fuerzas fundirme en un ataúd y ya no volver a abrir los ojos, porque cada vez que lo hacía, allí encontraba a esa gente mostrando sus desventuras y desgracias ante mí.

Sin dudas, era la hora de forzar un poco las cosas.

-Nina-

Me estremecí por completo al abrir los ojos; espantada, me senté creyendo que seguía dentro de lo que había pensado que era una pesadilla; avizoré alrededor y no hallé nada: ni rastros de aquello que me atormentó la noche anterior. ¿Cuánto había dormido? Mi cabeza latía de dolor; recordé lo ocurrido y era confuso: me consideraba en peligro incluso en mi propia habitación. Gemí de dolor al extender la mano izquierda. El fino corte que me atravesaba la palma ardía, las hendiduras de mis dedos estaban manchadas de sangre…

No había sido una pesadilla, allí veía en mi cuerpo las pruebas. Me levanté semejando un rayo, los efectos del alcohol habían desaparecido liberando con más contundencia mis emociones. Agobiada, miré la ventana de la habitación y la cerré trabando el pasador del vidrio. Corrí a la puerta llena de miedo, arrastré el mueble de la ropa, y gemí de dolor por el ardor que me causaba tener que aplastar la palma lastimada contra la madera para poder llevar el ropero al borde de la puerta.

Con la sucesión de los minutos noté, para mi desgracia, que no podía estar quieta ni mucho menos mantener la calma. Luca era siniestro y fatídico, y mi tío me había puesto en sus manos. No debía llorar, tenía que ser fuerte y pensar con claridad cómo habría de pedir ayuda. Había perdido mi móvil en el bosque.

–El teléfono de la sala… –susurré, y un ápice de esperanza me tranquilizó por un segundo. Abrí con sumo cuidado el ventanal de mi habitación y me escabullí por ahí. Si él estaba dentro de la casa, seguro que me lo cruzaría por el pasillo. Entonces bordeé la edificación. Por suerte, las ventanas seguían abiertas, por lo cual pude percatarme de que no había nadie, o eso parecía… Junté coraje y entré a la sala por otro de los ventanales. Mi vista se fijó en un solo punto.

El teléfono colgado en la pared de la sala.

Corrí hacia el aparato. Con nerviosismo disqué el número que me comunicaba con la casa de Duncan. Mi pecho se agitaba desesperado. Como nadie atendía el teléfono, marqué de nuevo con los dedos temblorosos.

–Tendrías que probar con llamar a alguien que por lo menos tenga la capacidad de lastimarme; de lo contrario, creo que sería inútil.

La voz de Luca a mis espaldas me aterrorizó, y solté el auricular del teléfono justo al oír la voz de Duncan atendiendo el llamado.

–No… no te me acerques –balbucí. Él me miró inmutable desde su ubicación. Apenas nos separaba un metro de distancia.

–No tengo pensado acercarme –admitió en tono inexpresivo.

Tragué con dificultad por enésima vez.

–Eres detestable –arremetí con los ojos llenos de lágrimas a punto de escurrirse por mi rostro.

–Te lo advertí –la voz salía de su boca con una tranquilidad pasmosa–. Te advertí que no te metieras conmigo, pero no me escuchaste. ¿Qué fue lo que hiciste? –alzó una ceja en un gesto arrogante; su boca marcó una leve mueca, sonreía con evidente amargura–. Osaste desafiarme –aseveró poniéndose serio.

–No. Solo quise…

–¿Ayudar? –me cortó en seco, susurrando de forma burlesca–. Eres demasiado previsible –aseguró con indignación–. Todo el mundo lo es, y tú eres una más del montón –afirmó con crueldad.

De pronto alguien llamó a la puerta. Giré el rostro en dirección a la entrada de la casa, que se situaba a un par de pasos; Luca hizo lo propio.

–Nina, soy Duncan –sin desearlo me encontré de nuevo con sus ojos.

–Le diré lo que pasó –aseguré aterrada, todavía sin moverme de mi lugar; sentía miedo de delatarlo.

–Nina, ¿estás ahí?

–Vamos, dile lo que se te antoje, yo procuraré contarle a tu tío mi versión de los hechos. Ah… cierto… –murmuró aproximándose con lentitud a la puerta de entrada; daba la impresión de tener sus movimientos calculados con frialdad–. Donata, ¿no es así? –entrecerró un poco los ojos como si estuviese recordando algo que yo jamás dije, y volvió a observarme–. Esa pobre vieja que cuida de ti… ¿Qué piensas que le ocurriría si supiese lo que su preciosa niña mimada trató de hacer?

Me quedé perpleja.

«¿Cómo sabía quién era Donata?».

–Mmmm –lanzó un suspiro suave en tanto se llevaba la mano directo al pecho y apretaba la tela de su camiseta, arrugándola–. Le duele el corazón. Está enferma –sus ojos se fundieron una vez más con los míos. Yo abrí la boca intentando asimilar tales palabras, él sabía más de mí de lo que imaginaba. ¿Cómo lo había hecho? ¿De dónde había sacado esa información? No lo sabía, aunque de una cosa estaba segura, y era que mi tío nunca hablaba de su familia con otras personas que no fuésemos Donata o yo. Quizás él había sido la excepción…

Donata sufría problemas del corazón. Hacía años había tenido un infarto, y con el correr del tiempo su situación empeoró aún más. El médico le había recomendado evitar las emociones fuertes; solo así le auguraba una mejor calidad de vida.

Luca caminó hasta la puerta y la abrió; Duncan, expectante, entró en la casa con notable preocupación.

–Me has asustado, Nina –sentenció echándonos un vistazo a los dos para luego dedicarme la atención a mí–. ¿Estás bien? –consultó frunciendo el ceño.

Miré a Luca, que parecía tan imperturbable como una roca.

–No, no lo estoy –debía juntar coraje para narrarle los sucesos. Ese canalla no jugaría más conmigo, no de ese modo tan cruel.

–Vine por la mañana temprano a ver cómo seguía tu mano. Me has llamado y al ver que no contestabas, decidí regresar. ¿Qué ha pasado? –preguntó Duncan alarmado, apuntando de lado a Luca mientras depositaba un pequeño manojo de flores en la mesada de la cocina.

–Creo que deberías contárselo, Nina… –habló Luca con la tranquilidad habitual. Su rostro neutral y frío no reflejaba nada más que eso: neutralidad y frialdad… En otras palabras, lo mismo de siempre.

–Nina, ¿qué ha sucedido? –tragué saliva, y con el antebrazo quité las lágrimas de mi rostro. Duncan se arrimó y puso su mano en mi hombro con cariño–. Tranquila… –susurró. Pensé en el sufrimiento de Donata si llegaba a enterarse de algo malo que yo hubiese hecho: no quería causarle dolor.

–Anoche omití decirte que me perdí en medio de un juego –las palabras salían alborotadas de mi boca. Duncan gesticuló al notar que mi mano aún sangraba.

–Casi cae por el barranco que está pasando el cementerio –agregó Luca.

–Pero es demasiado lejos, Nina, debes tener más cuidado –reprendió Duncan frunciendo el ceño en evidente signo de preocupación.

–Si no fuera por mí, no estaría con vida ahora –continuó Luca. Cada una de sus mentiras era un puñal que se clavaba en mi orgullo, cada palabra que emitía era simplemente deplorable.

–Vuelvo en un segundo. Iré a buscar el botiquín para que puedas limpiar los raspones que te has hecho, en primer término, el corte de tu mano.

Yo asentí sin decir nada. Sin embargo, en cuanto Duncan se alejó tras la puerta no fui capaz de mantener el silencio: a esa altura, ni siquiera el miedo podía controlar el estallido de rabia que me generaba su actitud.

–¿Qué quieres lograr con esto? ¡Volverme loca! –exclamé frustrada, y noté cómo la expresión de Luca se endureció más.

–No me sirves desquiciada, no del todo –comentó–. Quizás un poco… –lancé un suspiro amargo. Sin excepciones, él deseaba salirse con la suya.

–Estoy harta de ti, déjame en paz. ¿Cómo pudiste decirle eso? ¡Mentiste! –lo acusé atormentada por su maldad.

–Yo no hice nada que tú no hayas aceptado antes –aclaró sin rodeos yendo hacia el sofá.

–¡En ningún momento dije que…! –Luca se tiró en el sillón.

–Baja la voz. Detesto los gritos.

–Te odio.

–Esa es la idea.

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