Capítulo 7

-Nina-

Cuatro días atrás Edwin nos había separado en grupos de dos personas. A mí me juntó con una chica de nombre Elena. Ella, sin embargo, no había ido a clases ese día.

Yo odiaba estar sola, todo el mundo saldría en pareja a fotografiar lo pedido para el trabajo, y pensé que iba a ser la excepción; al menos era lo que especulaba.

Mientras apuntaba un par de conceptos en el cuaderno, oí abrirse la puerta. La totalidad de las miradas fueron hacia él, mi corazón dio un salto como si de pronto hubiese cobrado vida al verlo. Estaba de perfil diciendo algo desde mi posición inaudible a Edwin, que asentía serio.

Luca se volteó de frente a la clase. A pesar de que su aspecto era descuidado, podría jurar que cuanto menor atención ponía a su apariencia, más suspiros generaba en las chicas; vestía un jean gastado, zapatillas y una camiseta gris con los primeros botones del cuello desprendidos. El gris hacía resplandecer su blanca piel, los labios pálidos y ese condenado par de ojos extraños que cambiaban con cada parpadear. El cabello marrón revuelto y descuidado le caía con delicadeza en la frente, constituyendo una inevitable provocación para los sentidos. Se acomodó la mochila negra en el hombro, y desvié mi vista.

–Voy a buscarte un grupo; llevas bastante sin venir y la clase ya está organizada –le comunicó Edwin escrutando el salón.

Por instinto, yo bajé apenas la cabeza, ocultándome.

–¡Profesor! –la voz chillona de Victoria se hizo notar con rapidez entre los sonidos del aula–. Luca puede venir a nuestro grupo, Mary y yo no tendríamos problema –afirmó enroscándose con un dedo un rizo rubio.

–No, Victoria –contestó tajante Edwin–. En tu grupo, tres ya serían superpoblación para este trabajo.

Victoria disimuló su desagradado, se encogió de hombros y tomó asiento de nuevo.

–¡Hey! ¡Luca!                                                                                              

Observé a Darrel que, situado en una punta, llamaba a Luca.

–Puedes unirte a nosotros, Caden es como una planta –se burló dándole un empujón a su compañero, quien sonrió sin quitar la vista del monitor de su notebook.

Sin dudas, él tenía muy asumido lo que era y no le molestaba reírse de sí mismo.

–Ni lo pienses, Darrel –interrumpió Edwin volviendo a recorrer el salón.

Yo desvié la cabeza una vez más simulando que escribía. No sé por qué, pero sentí que todas las miradas se dirigían a mí: percibí el peso de aquellos vistazos indirectos.

–¡Nina!                                                                                                       

Mi nombre me retumbaba en los oídos, deseaba que la tierra me tragase. Levanté la cara con turbación.

–Luca, ponte con Nina, que se ha quedado sin compañera. Es la única que está sola.

Observé a Luca fugazmente, esforzándome por percibir una mueca de desagrado: estaba claro que me odiaba. Fuera de la melancolía y la frialdad que solía reflejar su semblante, no pronunció palabra, lucía serio como siempre. Caminó en dirección a mí y yo intenté obviar eso, ignoraba si aquello era bueno o malo. Giré el rostro incómoda tratando de meterme en mi tarea, pero me resultaba imposible, más aún cuando se sentó al lado mío. Su sola proximidad me ponía nerviosa, un suave perfume lo rodeaba de manera exquisita. Yo sabía que él no me quería cerca; acaso prefirió no ponerme en evidencia ante los demás, y por ello disimuló su desagrado conteniéndose.

–Bien, ¿alguien tiene alguna duda o acotación con respecto al trabajo?

Para mí, esas palabras eran el equivalente a «ábrete sésamo». Tragué saliva y me predispuse a levantar la mano izquierda para solicitar que me cambiaran de compañero; con una rapidez casi simultánea a mis pensamientos, la mano de Luca detuvo mi brazo izquierdo, obligándome a retomar la anterior postura. A lo mejor había pillado mi idea de pedir la disolución del grupo; Edwin no se había percatado, ya que en ese momento se orientaba hacia la pizarra.

Luca quitó su mano de inmediato; yo me había intranquilizado ante ese simple contacto, pues en el fondo le temía. Enseguida giró para mirarme.

–La cámara –indicó sin rodeos, utilizando ese tono de voz al que me había acostumbrado.

–¿Eh? –dije de forma tonta, desencajada por sus palabras.             

–Presta más atención –exhortó apuntando a mis piernas–. La cámara de fotos está encima de tus muslos, si te levantas se caerá –advirtió alzando una ceja en un gesto orgulloso.

–¿La cámara? –repetí semejando una idiota, sin recordar que la había apoyado en mis piernas–. ¡Ah, sí!

La cogí con torpeza entre mis manos y la subí a la mesa. Luca solo me había detenido por la cámara, no porque no desease que modificara el grupo. Vi a Edwin organizando la clase para salir; yo me puse de pie con la voluntad de ir a buscarlo, pero estaba ocupado. Toda la clase se levantaba con rapidez. ¿Quién dejaría pasar un buen rato afuera gastando el tiempo en el aula? «Nadie».

Recibí varios empujones. Los chicos salían apresurados, riendo, lanzándose cosas y molestándose unos a otros. Edwin pidió que nos comportáramos y que tratáramos de no darle problemas. Al instante desapareció junto con los demás. Acababa de perder la oportunidad de hablar con él.

Me volteé hacia el banco y divisé a Luca parado a un lado, esperándome. Le eché un vistazo fugaz, tomé el cuaderno y mis objetos, y los guardé con prisa dentro de la mochila. Estando lista, él se apartó para que yo pasase primero. ¿A qué se debía esa actitud? Tener a Luca caminando tras mis espaldas sin poder verlo me hacía desfallecer; en consecuencia, adelanté el paso y salí de una buena vez. Los jóvenes se iban con rumbos desconocidos, y yo lancé un suspiro para juntar coraje.

–¿Adónde vamos a ir?

Ni bien me di vuelta, para mi sorpresa advertí que le había hecho la pregunta al aire, ya que Luca iba por un camino diferente del mío. Al ubicarlo, él alzó con desgano una de sus manos en un evidente signo de «sígueme».

-Luca-

Mi Triumph Bonneville negra acumulaba meses guardada en una pequeña habitación de la universidad. La había puesto allí antes de salir del país. La encontré cubierta de polvo, sin dudas ese lugar no era el mejor para conservarla. Oí la tos de Nina detrás de mí, a causa del polvo que esparcí al quitar la manta que la cubría.

–¿Qué hay en tu bolso? –le pregunté.

–Solo un cuaderno y la cámara de fotos.

–Bien, sostén la cámara y pon tu mochila en algún rincón –solicité.

Mientras ella cumplía mi pedido, no pude evitar observarla: el cabello le brillaba en demasía, era tan lacio que las ondas que se formaban en las puntas acentuaban aún más su fragilidad. Las manos blancas buscaron en el interior del bolso, agarrando solo la cámara y dejando lo demás allí. Yo le entregué mi mochila.

–Ten, guarda la cámara ahí, llevaremos solo la mía –le dije obligándome a despegar mi mirada de ella.

Lucía un jean, zapatillas y un suéter holgado de hilo. Tomó de su muñeca un listón elástico, sujetó el cabello y se lo acomodó para atarlo. Habría querido que no hiciese eso: su pelo se fue para un costado decorándole parte del cuello y exponiendo uno de sus hombros, que era tan blanco como el nácar.

Con eso solo bastaba para que yo me sintiera vilmente provocado por ella.

–Listo –sonrió y me invadió un impulso que debí reprimir.

Enseguida saqué la motocicleta.

–¿No vamos a ir en bus? –consultó caminando detrás de mí.

–¿Crees que irías muy lejos en bus? –ironicé.

–Todo el mundo se ha ido en bus… –susurró poniéndose mi mochila en la espalda.

–Nosotros no conformamos “el mundo” –enfaticé encendiendo la motocicleta—. ¿Subes?

En mi delirante odisea habría preferido que no aceptase, pero yo la había llevado hasta allí; era obvio que su negativa solo se remitía a mi imaginación.

–Sé que te molesta estar conmigo –aseguró con evidente turbación. Sus ojos de color encantador brillaban melancólicos.

 Me erguí y la recorrí con mayor detenimiento: era hermosa, con el rostro de una niña, o quizás aún guardaba esa inocencia que solo la infancia da. Demasiada provocación para alguien como yo, que no conocía la ingenuidad.

–Te aborrezco, que es muy distinto de molestar –admití.

Ella endureció sus facciones preparándose para otro desaire.

–Mañana por la mañana puedo pedir que te cambien de compañera –ofreció.

Tal respuesta me sorprendió en gran medida.

–Y si no se puede –agregó–, pues no te preocupes: simularé una enfermedad o rogaré a Edwin al punto de cansarlo. Haría lo que…

–Voy a soportarte –la corté de repente–. ¿Subes o no?

–Está bien… –balbuceó Nina, que subió a la motocicleta sin atreverse a tocarme.

Aunque yo quería otra cosa…

Salimos a máxima velocidad, ya era de tarde.

–¿Adónde vamos? –su voz se oía calma y suave a mis espaldas.

–Kerry Way es uno de los senderos más llamativos de aquí –comenté alejándonos más y más.

Al atravesar la ruta se veían llanos verdes bajo esa tarde nublada y fresca. Noté que Nina se había pegado un poco a mí. Luego de veinte minutos de viaje, ya no quedaba mucho para llegar a destino. Aunque era obvio que no deseaba rozarme, lo cierto es que hacía frío. Giré y le pregunté en tono adusto: –¿Estás bien?

–Sí –respondió ella simulando no tener frío.

Al darme vuelta para verla no advertí un pozo en el camino y la moto dio un salto. Nina, asustada y ahogando un grito, se aferró a mí. En cuanto sus brazos me rodearon, una visión vino a mi mente en cuestión de segundos.

De nuevo me veía a mí mismo. ¿Acaso sonreía? No… en realidad reía junto a ella. Logré percibir cómo mi pecho se agitaba. ¿Qué era lo que me generaba tal felicidad, al extremo de reír?

Asustado, detuve de golpe la motocicleta, tragando con dificultad.

Ella quitó sus manos de mi pecho arrancándome de esa visión, que era una especie de bálsamo en medio del infierno seco que constituía mi existencia. Mi mente era retorcida; sin embargo, con solo rozarme ella me había dado una pizca de felicidad impensable en mi vida.

–Lo… lo… siento, solo… me… –ensayó una disculpa.

—Ya estamos –anuncié con voz intranquila, sin dejarla terminar.

Se bajó con rapidez. Estacioné la moto a un costado, agarré las llaves y las guardé en el bolsillo de mi jean.

–¿Te gusta caminar? –interrogué con la intención de que mi indiferencia pusiese una barrera invisible para contenerme de Nina.

Sentía miedo, pero ni siquiera teniéndola tan cerca conseguía apaciguar la tensión que ella provocaba en mí.

–Si bien hace bastante que no lo hago, solía pasear muy a menudo. Las playas francesas no son tan espectaculares, mas tienen una bonita vista –comentó con una leve sonrisa.

Pensé fugazmente en arrimarme a ella y quitarle la mochila. No obstante, la certeza de que un simple contacto podría traerme una de esas visiones atemorizantes me impulsó a reprimir la idea.

–¿Me pasas la mochila? –dije sin más, estirando apenas la mano.

Ella asintió y se la quitó; la cogí de una de las tiras y comenzamos a caminar colina arriba, adentrándonos en los angostos senderos de piedras de Kerry Way. Rebusqué en mi mochila y saqué el blazer de lana gris que traía dentro.

–Ten, póntela si quieres –ofrecí con la habitual indiferencia.

–Gracias –susurró.

Cuando se la puso fue evidente que le quedaba grande: sus dedos con suerte se asomaban de los gruesos puños. Sin prestarle más atención colgué la mochila de uno de mis hombros y hundí la otra mano en el bolsillo del jean.

El sonido que producían sus pisadas a continuación de las mías, siguiéndola, indicaban que todo eso era auténtico; no podía creer que su espalda estuviese a tan escasa distancia de mí.

Era un recorrido portentoso, lleno de plantas tropicales, enormes helechos y palmeras que se mezclaban con llamativos lirios amarillos. Pasamos por antiguos caminos llenos de musgo. Daba la sensación de que Nina lo disfrutaba: había sacado un par de fotografías, le gustaron mucho los lirios y los árboles, que parecían estar vestidos por el musgo que los rodeaba casi por completo, dándole al paisaje una visión añeja del pasado.

–Nunca había estado en un sitio similar a este –comentó sonriente, perdiendo su mirada entre los árboles que ofrecían una bellísima decoración al ambiente.

Por no prestar atención al terreno, casi resbala con el moho de las rocas. Por suerte, pude sostenerla del codo.

–Ten cuidado –musité malhumorado, ya que su tonto movimiento me puso en la obligación de tocarla.

Quité mi mano lo más rápido posible. Aun así, un extraño sobresalto confirmó el inicio de una nueva visión… Allí volvía a verme a mí mismo. Comencé a aminorar el paso dejándome llevar…

La brisa se encarga de mezclar mi risa con la de ella.

—Quiero que me lo vuelvas a decir… –escucho mi voz diciendo aquello.

–Te amo.

–Dilo otra vez…

–¿Una vez más? –sonríe.

–Tantas como puedas…

–El camino está muy resbaladizo –afirmó pisando con cuidado.

Había extendido sus brazos levemente para no perder el equilibrio.

A pesar de que mi rostro no lo reflejaba, sabía que ella me había atrapado, y eso me asustaba como si fuese un niño pequeño atemorizado por lo desconocido.

Intenté ser valiente y aferré su muñeca con mi mano de forma brusca, echándome a andar por el sendero. Ella se sorprendió por tal reacción. Producto de ese sutil contacto, me invadió una visión que fue aún más corta; mi corazón se deleitó ante la delicia que me causaba. Solo se remitió a una secuencia de imágenes en la que ella me tomaba de la mano en reiteradas ocasiones, y en algunas extendía su palma para que yo alcanzase sus dedos.

–Que no se te haga costumbre –sentencié en tono seco y precipitado a medida que atravesábamos el camino.

–Nadie se acostumbraría a ser jaloneado con esa brusquedad–se quejó.

En eso le di la razón. Apreté mi mandíbula aguantando el deseo de reprimirme después de sus palabras, pero no pude. Aunque me sentía un salvaje cerca de ella, ablandé mis dedos deslizándolos con suavidad hasta llegar a su mano, y recorrí un frágil tramo para descubrir la baja temperatura de esa piel; envolví sus dedos junto a los míos, que estaban tibios, haciendo algo que jamás me permití con nadie.

–¿Conforme? –accedí con voz rústica, echándole un vistazo rápido.

Su mirada brillaba con exquisitez, sus labios habían recuperado el habitual color intenso; ya no tenía tanto frío. Me odié al notar que con tan poco yo lograba sentirme parte de ella.

–Sí… –balbuceó aferrándose a mi mano con mayor seguridad.

Agradecí al cielo no tener más visiones. Luego de aquel contacto mi mente se quedó en «blanco», dándole a mi corazón el exquisito y delicado trabajo de apreciar cada sentimiento que ella provocaba en mí. Nina inducía a eso: mi mente, la que me había torturado desde la infancia, ahora se calmaba. Ni una sola imagen aterradora me atormentaba. Con ella experimentaba lo que cualquier persona vivía en la cotidianeidad de sus días. Al fin me consideraba libre.

***

A las cinco o seis de la mañana ya todo era un recuerdo para mí. Salí de mi habitación y me senté en la fría piedra del suelo. La brisa fresca congelaba mis pies, lo cual no me importaba, pues no conseguía dormir. Había estado dando vueltas en la cama pensando en ella. ¿Por qué no era capaz de apartarla de mi mente ni siquiera un segundo? No podía conciliar el sueño de una buena vez.

–Idiota, ¿qué andas haciendo despierto a esta hora? –Duncan venía con una pequeña linterna; efectuaba su acostumbrada caminata matutina.

–Eso lo debería preguntar yo. Un viejo de tu edad no tendría que estar a estas horas por un lugar tan grande y oscuro.

–¡Patrañas! Viejos son los trapos –se ubicó a mi lado mientras acomodaba su particular boina–. Además, ¿qué podría ocurrirme?

–Simple: un asesino serial podría matarte y descuartizarte haciéndote desaparecer por siempre, y dejando tu dentadura como única prueba de tu pobre existencia en este mundo –me burlé con cierto desgano; él me dio un leve empujón y se echó a reír.

–Si fuese más joven ya te habría golpeado, pero… ¿no sabes que al quitarse la dentadura un anciano puede ser un arma letal? Se me viene a la mente un castor…

–¡Qué asco…! –musité.

–Ah… claro, lo olvidaba: tú gastas las horas en cosas mejores –su voz y sonrisa sagaz eran por demás elocuentes–. Por ejemplo, paseando en motocicleta con una jovencita que yo conozco…

–Habría querido evitarlo, pero no tuve opción –me justifiqué, cuando en verdad esperé con paciencia regresar a clases ese día y no otro.

Haciéndolo de esa manera sabía que iba a poder estar solo con ella. Sin dudas, me estaba aventurando más de lo aconsejable.

–¿Lo disfrutaste? –el viejo no se andaba con vueltas.

–No.

–Mientes –relajó sus piernas y apoyó la calva cabeza en la pared; se cubrió los ojos con la boina y cruzó los brazos.

–Sí.

–¿Cuándo vas a parar de ser un idiota?

–No lo sé.

La proximidad con Nina me producía un temor a lo desconocido que jamás había experimentado. Recién ahora, teniéndola cerca y observando su figura merodear en los sitios que yo frecuentaba, y ya no a la distancia, me conducía a vivir una realidad que hasta hacía poco era solo parte de mis visiones. Provoqué a mi maldición, la desafiaba al tener a Nina junto a mí. Ambicionaba descubrir por qué mi mente me mostraba sin excepciones al lado de ella. ¿Qué había allí para mí que yo ignoraba?

–Pronto vamos a cambiar de estación. El tiempo no hace esperar a nadie, ¿no? –comentó Du.

–Hablando de eso, quiero que mandes a limpiar la piscina.

–¿La piscina abandonada detrás del invernadero? –me preguntó como si mi petición fuese una total locura.

–Sí.

–Eso es un tacho de b****a tamaño profesional, está llena de hojas y maleza. Aparte, vamos a entrar en otoño y ese lugar es una cueva helada. ¿Enloqueciste?

–Sí, estoy loco; no vuelvas a cuestionarme lo mismo. Si no, voy a creer que ya estás senil…

Duncan me miró de reojo, gesto habitual cuando se molestaba en serio.

–¿Qué harás entonces? –dije con obstinación.

–Bien, bien, mandaré a limpiar ese basurero –respondió a regañadientes.

–Mañana –ordené sin reparos.

–Loco… –murmuró con sutileza por lo bajo.

En esta oportunidad fui yo quien lo observó de reojo.

–Que sí… que sí… –contestó Duncan idiotizado, apresurándose ante mi obvia mirada–. ¡Qué tozudo eres, muchacho!

Llevaba noches despertando sumido en pesadillas que ni siquiera al abrir los ojos se disipaban, sino que seguían persiguiéndome. Lo único claro por esa época era que… me ahogaba.

            Ser el protagonista de mis visiones me desconcertaba. Desde pequeño se remontaban hacia lo más siniestro, y era raro que fueran agradables. Mi mente no escatimaba a la hora de mostrarme lo esencial y los buenos momentos; la mayoría de las veces no tenían mentiras, ni muertes, ni asesinatos; lo bueno era bueno, no había oscuridad ni nada que opacase ese concepto tan básico. En cambio, lo malo conllevaba muchos condimentos ásperos para mi existencia.

Allí entrábamos en juego mi maldición y yo. Veía lo peor de cada ser humano: la desgracia marcada en sus rostros, sus muertes, la forma en que morían, cada una de las perversiones que cometían, cómo disfrutaban de sus acciones…

Lo malo siempre era oscuro, y si era oscuro significaba que había algo oculto, turbio, incluyendo mentiras, engaños, decepciones, amargura, tristeza. De eso se encargaba mi maldición, de procesar toda la inmundicia de los demás, transformándome en un objeto despojado de sentimientos y emociones; y si alguna vez las tuve, estoy seguro de que no recuerdo nada de eso.

De ahí que me convertí en lo que soy. B****a de más b****a.

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