Capítulo 6

-Luca-

–Luca, ¡aguanta un poco más!

Duncan intentaba contenerme con evidente desesperación. Llevaba casi toda la noche en vela, torturado por siniestras imágenes que invadían mi mente. Había destrozado todo alrededor: se veían pedazos de vidrios desparramados por doquier. El cuarto estaba dado vuelta. Aún vestía la ropa que usaba para dormir, la camiseta se me pegaba de manera incómoda al pecho y la espalda, los nudillos y las manos dolían por las lastimaduras. Duncan corrió hacia la puerta y la abrió levemente. Salió de la habitación de forma furtiva, asegurándose de que Nina tomaba un baño. Pronto se iría.

La había visto despertarse mientras una perversa sucesión de imágenes atormentaba mi mente. Esa simple visión de segundos me obligó a contener la amargura y el dolor. Necesitaba reprimirme, nadie más tendría que saber que era dueño de una terrible maldición.

Tirado de rodillas, apretaba con fuerza mi cabeza entre las manos, conteniendo el sufrimiento y rogando que ella se fuese de una buena vez para, aunque más no fuera, vociferar con desprecio lo que mi mente me mostraba sin permitirme intervenir ni controlarlo. Sentía el sudor frío recorriéndome la nuca en una total agonía; apenas si me hallaba en condiciones de pensar, solo quería dar mi cabeza de lleno contra la pared para escapar de mí mismo. Gemía ahogándome con mi propio llanto. Me urgía que ella desapareciese para poder liberar mi angustia y así evitar aquel recurrente deseo de morir.

Desde que tuve uso de razón fui maldecido con ese don; en ciertas oportunidades tenía visiones un segundo antes de que el hecho en cuestión ocurriese; en otras, quizás con un día, meses, semanas e incluso años de anticipación. No era algo que pudiera controlar, solo venían y se iban sin más. Durante mi existencia eso me trajo problemas, y peor en la época en que yo ni siquiera sabía qué me pasaba.

Tener esta maldición convertía mi vida en una porquería, porque no hay un calificativo más acertado. No me había ayudado en nada, no era igual que en las películas, donde uno averigua el número de un billete de lotería, o donde la visión se remite a una simple imagen confusa.

No. No era así. No conmigo.

En la totalidad de las visiones se me presentaba una sucesión de hechos que, en su mayoría, se fundían en mi mente mostrándome aun lo más despreciable que un ser humano es capaz de hacer. Yo podía oler, percibir, respirar, ver y sentir lo que esa persona desconocida realizaba en el agudo tormento de mi mente.

Mi padre, en su rol de ministro de seguridad, era el primero en utilizarme para sus fines políticos. Había resuelto postularse como presidente, por lo cual requería construir una carrera impecable, carrera con la que yo había colaborado… contra mi voluntad.

***

-en el pasado-

–Sé que no quieres volver a ese hospital psiquiátrico en el que te encerré –murmuró mi padre aquel día–. Pero es simple.

–Voy a matarme –sentencié sin rodeos, al borde del desequilibrio total y la pérdida de racionalidad–. Y tu carrera y tú se pueden ir a la m****a –amenacé.

–Voy a reforzar tu seguridad. Es más: si tengo que atarte para evitar que hagas locuras, te ataré –me clavó su vista en tanto se desajustaba la corbata, que hasta hacía un rato había estado anudada a la perfección en su cuello.

–Ella te engaña y te roba cuando no estás –lancé.

Mi padre no vaciló un segundo en abofetearme ante esa impertinencia.

–¡Mientes! ¡Solo lo dices para que caiga en tu trampa! –aulló enardecido por la ira.

Me levanté de la silla en la que estaba sentado. Estuve a punto de partírsela en medio de la cabeza. Sin embargo, preferí torturarlo tal cual él me torturaba a mí.

–Es preferible acostarse con una mujerzuela que con tu esposa –continué.

Él se volteó hacia mí con los ojos inyectados en cólera, cerró su puño como muchas veces, y me golpeó.

Yo, sin dejar pasar un segundo, le devolví la atención tirándolo al suelo de un puñetazo.

–Por lo menos una ramera tendría más dignidad –dije al soltarlo.

–¡Eres una m****a! –alzó la voz con la sangre chorreándole de la nariz.

–¡Esta m****a salió de ti! –grité en su mismo tono, levantándolo de la ropa para volver a golpearlo con todas mis fuerzas: deseaba destruirlo.

Se escurría como la rata que era para liberarse de mí golpeándome, a lo que yo contestaba devolviéndole golpes de mayor intensidad.

De improviso la puerta de la oficina de mi padre se abrió.

–¡Señor! –era la voz de uno de sus guardaespaldas, quien entró alarmado por los gritos y los ruidos en el despacho.

Mi padre se limpió la sangre de la nariz con un pañuelo que sacó del bolsillo de su saco antes de observar al hombre, cuya mano, por puro instinto, se había depositado sobre el revólver.

–¡Vete afuera, Edwin! –le ordenó.

–Dile que me pegue un tiro, ¡vamos! ¡Dile! –lo alenté provocándolo de nuevo.

Enfurecido, se ubicó de frente; al fin y al cabo, yo sabía que quería librarse de mí tanto como yo de él.

–¡Edwin! ¡Vete afuera! –reiteró mi padre.

El guardaespaldas, sin más, obedeció bajando la mirada y cerró la puerta tras de sí. Todos lo que rodeaban a papá solían adoptar esa actitud: agachar la cabeza y obedecer.

Me apoyé en el borde de su escritorio. El muy miserable me había encerrado durante casi un año en un hospital falsificando informes médicos y simulando que yo era un loco o padecía algún tipo de esquizofrenia que me provocaba alucinaciones. Gozaba de tal impunidad, que si se le antojaba, era capaz de transformar mi vida en un infierno. Pero yo también podía convertir su vida en otro calvario tan asqueroso como el que él me hacía vivir sin el más mínimo remordimiento.

–Sé muy bien que prefieres estar muerto que tenerme a mí de padre.

Lo ubiqué con mi vista y me devolvió una ojeada fugaz; a lo mejor aún conservaba una pizca de conciencia. Era un cínico, lo mismo en lo que él me había convertido.

–Es tu primera frase con la cual yo estaría de acuerdo –susurré lleno de amargura.

El simple hecho de tener que pensar en lo que me había obligado a sufrir a lo largo de mi existencia impulsado por su codicia, era para destruirlo. Destruyó la vida de mi madre, la de mi hermano… Yo no sabría si incluirme en aquel grupo siniestro, pues quizás lo había ayudado en su propósito, posiblemente yo era igual de culpable que él por sus muertes. Acaso en el fondo, muy en el fondo, merecía lo que me pasaba.

–Solo mírate, Luca: tienes unas ojeras fatales, estás más delgado… y dime, ¿cuántos intentos de escape acumulas? ¿Dos? ¿Tres? –sus ojos me apuntaron fijo, ahora más calmado–. No me dispenses semejante odio, esto es culpa tuya… Voy a ofrecerte un trato.

El muy cretino habló lanzando un suspiro, como si estuviese haciéndome un favor.

Yo lo miré una vez más fundiendo mis ojos con los de él. Debo admitir que sus palabras habían picado mi curiosidad. Anhelaba tomarme un respiro, llevaba tan solo dos meses fuera de la clínica en la que estuve internado tras el último intento de desesperación por escapar. Mi padre se encargó de apuntarme con un nombre falso a fin de que nada de lo que me había ocurrido saliese a la luz para la prensa; nada que dañase su inmaculada imagen de hombre perfecto.

–Te escucho –le respondí.

–Sé que ansías libertad…

Claro que ansiaba sentirme libre de él. Y si era imposible deshacerme de mi maldición, por lo menos quería poder moverme con más independencia.

–Te enviaré lejos, a un sitio donde podrás estar tranquilo y apartado de mí… –agregó.

–¿Qué es lo que quieres a cambio de eso? –consulté apresurado.

Los años me enseñaron que mi padre no hablaba por hablar, era evidente que exigiría algo de mí.

–Eres rápido para captar todo, muy parecido a tu madre.

–No la nombres. En tu boca es b****a –arremetí apretando la mandíbula.

–No me provoques, Luca –contestó en el mismo tono.

Enseguida se quitó la corbata de su cuello. Por lo visto, la situación lo frustraba por demás y, agitado, se desprendió los dos primeros botones del cuello de su impecable camisa.

–Pienso postularme para la presidencia, eso será dentro de tres años, y para ello, como ministro de seguridad, tengo que, aparte de…

Lo interrumpí con una leve sonrisa colmada de amargura.

–Ofrecer la imagen de una familia perfecta –completé y él asintió con visible rabia.

–Sí, eso. Aparte de tener una familia perfecta, necesito una carrera perfecta, y para eso te necesito a ti y a tu don.

–¡Maldición! –lo corregí–. En mí eso no es un don, estúpido. ¿O es que siempre vas a pensar que lo que tengo es bueno?

–No lo será para ti, pero lo es para mí. Tengo incontables casos que resolver, en primer lugar, asesinatos. Muy pocos han sido dilucidados siguiendo el método convencional –acentuó esa última palabra–. Como país ocupamos el puesto número uno en homicidios impunes. Si yo consigo revertir eso, mi imagen se volverá muy positiva para la posterior candidatura.

–Púdrete, ¡no voy a ayudarte! –me negué.

–Si no accedes, te internaré de nuevo… y no olvides que puedo hacerlo cuantas veces quiera.

–Me volveré a escapar hasta desaparecer de la faz de la tierra, así tenga que morirme por ello.

–Sé que estás cansado de esto, y yo también. Tú escapas y yo te persigo… Es agotador. Si aceptas, prometo darte la libertad suficiente para llevar una vida común y corriente, la de un muchacho normal –recalcó.

–¿Normal? –me burlé–. ¿Qué es normal en mí a estas alturas? –mis ojos furiosos se cruzaron con los suyos.

Él sabía muy bien a qué me refería, y los desvió con turbación.

–No vivirás rodeado de guardaespaldas, solo tendrás a uno. Te enviaré por correo lo que requieras para ponerte al tanto de los distintos casos, y deberás comunicarme cada detalle que tu mente te muestre. A cambio de eso, te dejaré en paz.

–Eres un auténtico asco –aseguré meneando la cabeza.

–Sé que en ti esa es una obvia respuesta positiva. Aunque no lo creas, te conozco.

Me levanté irguiéndome por completo, listo para salir de allí.

–¡Luca! –volteé el rostro por encima de mi hombro.

–Si te atreves a mentirme, juro que te arrancaré de donde te haya dejado y no verás nunca más la luz del sol… Mejor que no descubra ni una sola mentira.

-Nina-

Me había duchado hacía rato. Tomé el bolso y comencé a guardar mis cuadernos. Me percaté de que los elementos de la cocina estuvieran intactos. Cuando Luca se levantaba por las mañanas, mucho más temprano que yo, me deleitaba al percibir el aroma del café que envolvía la casa, prueba de que él había estado rondando. En esta ocasión, al contrario de lo habitual, no olfateé nada.

–Nina –giré en dirección a Duncan, que se asomaba por la abertura de la puerta.

–Duncan, ¡qué sorpresa! Tan temprano por aquí…

¿En qué momento había llegado, que no lo oí?

–Disculpa si te asusté. Vine a traerle unas aspirinas a Luca –contestó levantando un pequeño envase con un par de pastillas.

–¿Se siente mal? –indagué sin dejar de armar el bolso, simulando un cierto desinterés.

–Ah… sí. Sufre de dolores de cabeza, migraña, ya sabes… –respondió.

De pronto se escuchó un sonido hueco proveniente de la habitación de Luca. La expresión de Duncan se tornó extraña, podría haber jurado que se estremeció ante ese ruido.

–Este muchacho, ¡qué torpe es! Seguro que se le cayó la bandeja que le llevé hoy con el agua.

Era indudable que no se trataba del sonido de una bandeja. No obstante, asentí de igual manera; él sonrió para disimular y chequeó la hora en su reloj.

–¡Vaya, qué tarde es! Nina, no podré llevarte hoy. ¿No te molesta?

–No, claro que no –y abandoné la habitación.

–OK, que tengas un buen día, y saluda de mi parte al estúpido de Edwin –me guiñó un ojo y cerró la puerta de la casa tras de mí.

Si había algo en este mundo de lo que yo no renegaría jamás, eso eran mis corazonadas. No tenía dudas de que allí había un problema. Intenté seguir caminando, pero a cada paso que daba, mi cabeza, casi por sí sola, apuntaba a la casa. El instinto me empujaba a retornar.

«No… no… idiota… Él no te tiene que importar» –me susurré a mí misma.

Comencé a caminar con mayor rapidez, esforzándome por controlar mis impulsos, mientras recordaba que yo no era del agrado de Luca.

«Al demonio con eso» –me dije una vez más, regresando sobre mis pasos.

Agradecí que la casa estuviese rodeada de un jardín bastante frondoso que me permitía esconderme. Corrí rumbo a la fuente de piedra, que por lo visto llevaba años y años sin funcionar, pues la encontré sucia y llena de moho. Di un salto dentro de ella y me oculté entre las grandes y lánguidas figuras de mármol. Desde esa posición veía la ventana de mi cuarto, cuya puerta había dejado abierta al salir. Nadie se paseaba por el pasillo.

Permanecí el tiempo suficiente luchando con mi incertidumbre; no correspondía que estuviera en la casa, a esa hora tendría que estar en clases. Por un instante tuve el impulso de olvidarme del asunto, incluso tomé mi bolso predispuesta a irme. No debía hurgar por ahí, no estaba bien que lo hiciera, pero la intuición me decía… que…

–¡Diablos! –repliqué frustrada, tirando el bolso a un lado. Lo pensé de nuevo.

Lancé un suspiro, salí de la fuente de un salto y corrí directo a un grueso árbol muy cercano a mi habitación. Con rapidez me escabullí en el dormitorio. El corazón comenzó a aumentar su ritmo a medida que me aproximaba.

De repente me detuve estremecida al oír los gritos que venían del cuarto de Luca.

–¡Por Dios! ¡Duncan! ¡Mátame! ¡Te lo imploro!

Los desgarradores gritos de Luca inundaban cada rincón de la casa. Lloraba y vociferaba con una agonía que me hacía estremecer de angustia. Mi respiración empezó a acelerarse de modo precipitado, no entendía nada. ¿Su dolor de cabeza sería tan grave como para desear que lo matasen? Junté coraje, en puntas de pie caminé hasta el pasillo y me apoyé en la puerta.

–¡Si conoces lo que es la compasión, tenla conmigo! ¡Y mátame!

–¡Luca! ¡Por favor, tienes que ser fuerte! ¡Ya va a pasar! –gritó Duncan.

Me asomé por la rendija de la puerta, y en una fugaz sucesión de movimientos, advertí que Duncan tomaba a Luca con fuerza. Todo estaba destruido dentro de la habitación, o al menos eso parecía. Quité mi ojo de allí, no había motivos para que me entrometiera.

Ya erguida para irme, de nuevo oí algo extraño.

–¡No te acerques a ella! ¡No le hagas daño!

Los gemidos de Luca eran terribles, al punto que casi se ahoga con su propio llanto. Miré una vez más por la rendija, y vi que sostenía entre sus manos un viejo oso de peluche que había arrancado de una bolsa de plástico; gritando y con los ojos cerrados se arrinconó contra la pared, asustado y sin soltar el pequeño oso maltrecho. Se ponía las manos en la cabeza, sudaba y lloraba con un sufrimiento tal, que debí esforzarme para aguantar mis ganas de estallar en lágrimas; jamás había visto a nadie sufrir tanto, no así.

–No, no, no, ¡no lo hagas! –insistía mientras cerraba los ojos con fuerza y ladeaba su cabeza para un lado y para otro, con la clara voluntad de desaparecer y fundirse en la pared.

–¡Es suficiente! ¡A la m****a con tu padre! –Duncan le arrancó el pequeño oso de la mano.

Luca permanecía inmóvil, en shock por la situación.

El dueño de casa tomó una caja que había en el suelo, juntó varios papales y objetos, incluido el oso, y los guardó en su interior. Luego corrió en dirección al baño de Luca y abrió la ducha. El joven se arrastró con debilidad hacia la cama.

–Vamos, muchacho, levántate.

La voz de Duncan salía de su boca en un gesto cariñoso y compasivo para con él. Quizás experimentaba lo mismo que yo en esos momentos. Lástima.

A duras penas Luca hizo caso. Sin dudas, carecía de fuerzas, devastado se movía como si su cuerpo estuviese inerte e insensible, vacío, sin vida. Comenzó a desvestirse empezando por la camiseta sudada que llevaba puesta. Duncan, parado junto a él, lo sujetaba para que no perdiera el equilibrio; lucía enfermo y pálido, más de lo acostumbrado, y su piel se veía tan húmeda como su cabello. Evalué que era el instante en el que debía dejar de espiar; tragué con dificultad y me erguí sintiendo cómo mi cuerpo era estremecido por una agitación fuera de lo normal: una mezcla de incontables emociones me envolvió, turbándome. Me fui por donde vine, con rapidez tomé mi bolso y me largué a caminar a paso acelerado, sin poder deshacerme de esa inquietud que recorría mi piel y me llenaba de amargura.

Traté de ordenar en mi mente lo que había oído y observado. Era evidente que Duncan me mintió; a lo mejor había muerto alguien a quien él amaba, y a juzgar por el oso de peluche, sería su hermana o su novia. Duncan nombró a su padre. ¿Y si él le había enviado objetos pertenecientes a una persona que acababa de morir y a quien Luca estimaba? No era descabellada la idea de que Duncan me mintiera a fin de preservar su intimidad. Acaso pensó que lo incomodaría con mi presencia. A pesar de eso, yo sabía que varias piezas no terminaban de cuadrar en esta historia. Si algún integrante de su familia había muerto, era esperable que él se pusiese así… Lo raro fueron sus ruegos a Duncan para que lo matara…

«¡Si conoces lo que es la compasión, tenla conmigo! ¡Y mátame!».

Por más que había sido muy cruel conmigo –, me puse afligida por él.

A partir del incidente no fue a clases por tres días, tres largos días. Cuando volví de la universidad esa tarde, él ya no estaba. En su reemplazo, Duncan se quedó en la casa. Me dijo que había tenido que realizar un viaje imprevisto por un asunto personal, lo cual me dio la pauta de que un familiar suyo habría muerto de forma inesperada. No obstante, Duncan se limitó a comunicarme su ausencia sin agregar nada al respecto.

Durante esos días estuve sola en casa. Admito que un poco más relajada que de costumbre. Aunque me costase reconocerlo, cada vez que salía para el pasillo me topaba con la habitación de él y, en consecuencia, con su recuerdo. La puerta había estado abierta y plegada contra la pared desde que se fue, y su cama tendida a la perfección; nada de lo que yo había visto esa mañana deambulaba en el cuarto. Solo un vestigio en el empapelado, que lucía más claro en el recuadro donde antes colgaba el espejo que se rompió. De no ser por la falta de ese espejo, nadie notaría que allí había ocurrido semejante revuelo.

Solamente en clases lograba matar el tiempo sin preguntarme dónde y cómo estaría Luca. Me frustraba mucho encontrarme pensando en él. Es obvio que su situación me compadecía, pero no entendía el motivo por el cual lo tenía tan presente.

Para combatir mis reflexiones me pasaba horas intentando mantener la mente ocupada, con el afán de librarla de esa extraña necesidad que había desarrollado de recordar a Luca.

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