La pasion del mafioso
La pasion del mafioso
Por: miladyscaroline
| PRIMERA PARTE | 1. Ketamina

Bella 

Odiaba discutir con él. 

Odiaba la forma en la que sus ojos me miraban decepcionados, pero, sobre todo, me odiaba a mí misma por habernos arrastrado a esta situación de no retorno. 

Era plenamente consciente de mis acciones, y por eso supe que tuve que haberme detenido. Tuve incluso que haber dejado la botella de whisky dentro del minibar del comedor y no sorber de ella. Tuve que haber dejado las maldit4s pastillas hace cuatro meses y no haberme convertido en una jodida adicta a ellas. 

Pero desde que había desarrollado ese estúpido insomnio no había sido capaz de detenerme. Si cerraba los ojos, la obscuridad me absorbía de un solo bocado. 

Ninguno de los que estaban en aquella mesa tenían si quiera una puta idea de cómo se sentía querer dormir y no poder hacerlo porque las sombras te consumían. 

No tenían si quiera la mínima idea de lo que se sentía depender de unos jodidos fármacos para poder conciliar el sueño tres putas horas. 

No más. 

No menos. 

. . . 

Gia 

El silencio se extendió incluso mucho antes desde que Isabella decidiera retar a Sebastian con la mirada y beber de su copa con una arrogancia que solo podía quedarle bien a un Ferragni. 

Todo había cambiado de un modo casi irreversible. Lo que suponía y prometía un futuro diferente, ahora nos empujaba a preguntarnos como habíamos llegado a este punto de no saber que hacer. 

Isabella se fragmentaba y no había nada que ninguno de nosotros pudiese hacer al respecto. No si ella insistía en poner en medio ese muro impenetrable que la alejaba de la gente que la quería. 

Todos estábamos para ella, solo necesitaba darse cuenta. 

—No deberías seguir bebiendo... —la voz de Sebastian no tardo en llenar aquel aterrador silencio. 

Isabella esbozo una sonrisa cínica y un tanto desafiante. Termino por llevarse la copa a los labios y tragar el contenido en un solo sorbo. 

—Estoy sedienta, ¿me sirves otro trago? 

—Te he dicho que pares. 

Se miraron fijamente el uno a la otra. Ella insolente. El exasperado. 

—Y yo he dicho que estoy sedienta. —espeto, desafiante. 

—No sigas con esa actitud, Isabella... 

— ¿O qué? —cogió la botella de la mesa y se sirvió otra copa. 

Todo pintaba a que su objetivo era beber hasta perder el raciocinio. No era la primera vez que lo hacía. Si quiera la segunda. 

— ¡Basta! —Grito Sebastian, dando un fuerte golpe contra la mesa antes de incorporarse — ¡si quieres destruirte a ti misma, hazlo... pero no nos arrastres a nosotros contigo! ¡No nos obligues a mirar cómo te destruyes! ¡No te lo permito! 

Ahogue un jadeo que por poco estuvo a punto de convertirse en un llanto débil y desgarrado.  

Mire a Isabella con preocupación, pero mi sorpresa fue encontrarme con un muro de concreto y unos ojos marrones que brillaban bajo la luz de una luna plateada. Entraba vigorosa por la ventana y daba un aspecto un poco más inquietante al salón. 

De repente, me abordo un impulso desesperante por correr hasta ella y estrecharla entre mis brazos. Me daba igual que lo aceptara o no, solo quería que ella supiera que era completamente valido llorar y romperse. 

Pero entendí que para Isabella Ferragni esa no era ninguna de sus opciones y se incorporó lanzando la copa contra el piso. El cristal se hizo un montón de añicos desparramados por el piso dejándonos estupefactos a un metro de ella. 

Advertí el desastre. Incluso la desolación en su corazón y en el del hombre que sabía también estaba sufriendo con ella. 

La Ferragni se acercó a Sebastian con una firmeza que si quiera parecía coherente debido al estado en el que se encontraba. Se detuvo a un intimidante palmo de su rostro antes de decir: 

— ¿Es eso lo que quieres? —susurro bajito, pero lo suficientemente alto como para que todos allí alcanzáramos a escucharle —. Bien. Es lo que jodidamente voy a darte.  

Sebastian mantuvo una entereza que amenazaba con romperse en cualquier momento. Levanto la mirada hacia ella. 

—Te has cargado tu sola a la gente que te quiere —mascullo hiriente antes de que ella decidiera abandonar el salón convertida en pasto de sus propios demonios. 

Intente ir a por ella, pero Carlo lo impidió entrelazando su mano a la mía.

. . . 

Bella 

—Dame las llaves del auto  

—Isabella... —murmuro Rigo, negándose. 

— ¡Que me des las putas llaves del auto!  

Si quiera espere que terminara de ofrecérmelas cuando se las arrebate de las manos y salte dentro del Bentley. Baje la ventanilla. 

—Ni se te ocurra seguirme. —advertí antes de encender el motor 

. . . 

El bar de pomezia era un hervidero de gente. Música alta, luces de colores y cuerpos sudados en medio de la pista de baile. 

A la Isabella de hace seis meses no le gustaban esta clase de lugares. 

Seis meses... 

Si, ese era el tiempo que había pasado desde que la mafia había amenazado con aniquilarnos en aquel bunker, y lo que parecía haber sido quemado en el pasado, ahora las cenizas era un recordatorio constante de que la mafia no te da sin antes quitarte. 

La Isabella de ahora si quiera se reconocía con la cría de diecinueve años a la que su propio padre decidió tratar como peón. 

— ¿Qué te ofrezco? —pregunto el camarero al otro lado de la barra. 

—Lo más fuerte que tengas —respondí por encima del ruido de la música.  

—Yo tengo algo más fuerte que eso. 

El rumor de una voz que heló mí nuca y erizo la piel de mis brazos. 

Ladee la cabeza porque su portados estaba sentado a mi lado. Era alto, lo suficientemente como para tener que mirarle desde unos pocos centímetros más abajo. Ojos marrones y cejas gruesas. El cuello tatuado con un corazón y un puñal clavado a la mitad y por el cual se enrollaba una serpiente. 

También percibí un tatuaje en inglés en el filo de su hombro. 

« Flesh and blood » 

Volví a sus ojos. Terriblemente verdes. 

—Puede incluso hacerte olvidar... —continuo mientras yo seguía inspeccionándole a detalle. 

Tenía un acento extraño. Era italiano, pero con una mezcla un tanto extranjera. 

— ¿De qué hablas? —inquirí finalmente. 

—Eso que tienes. Ese dolor, esa ira, ese miedo... —describió cada una de mis emociones como si fuese el quien las viviera —. Puedo hacer que pare. 

Mentiría si dijera que la idea de desprenderme de cada uno de mis sentimientos no resulto tentadora. 

Trague saliva. 

— ¿Cómo? 

De repente, oteo a su alrededor y saco del bolsillo de su chaqueta una bolsita transparente con un par de pastillas dentro. 

— ¿Qué es? 

—Ketamina —sonrió —, o como yo le digo, «el puto paraíso de los caídos» 

Me humedecí los labios y volví la vista al frente. 

—No consumo drogas. 

—No lo son —aseguro —, al contrario, se sienten como caramelos y gozan de un poder que te harán respirar sin sentir dolor. Se esfumará tan pronto como lo pruebes. 

«Sé esfumara tan pronto como lo pruebes...»  

Tendría que haberle ignorado. Tendría que haber escuchado a mis instintos y no a mi poco raciocinio.  

Pero no lo hice 

Las acepte y se las arranque de las manos. 

—Vendrás por más... —su voz se tornó un poco densa cuando empecé a alejarme. 

. . .

Bajo aquella revitalizante sensación que había provocado la ketamina en mi sistema, empujé la puerta del bar y salí a la calle sintiendo como la brisa golpeaba más fría y fuerte de lo normal. 

De alguna extraña manera me encanto experimentar esa clase de síntoma. El cuerpo liviano y unas ganas terribles de reír que me hacían sentir poderosa. 

Tenía todos los sentidos disparados. La nieve se sentía como una ligera cortina blanca y el olor a humedad era casi tan palpable como el alcohol y el humo a cigarro. 

Me arrastre a la carretera. Era plenamente consciente de los autos y el peligro, pero no me importo, si quiera sentí miedo. La noche se antojaba en calma y serena por encima del rumor de los cláxones. 

Nada parecía doler. 

Todo era perfecto. 

Me sentía en absoluto y completo dominio de mis propias emociones. 

Era la primera vez en seis meses. 

Sonreí. 

Y lo hice como no lo había hecho en todo este tiempo... 

También cerré los ojos. Y de repente, cuando los abrí, el resplandor amarillo de unos faroles casi se me vino encima. 

— ¡Isabella! —alguien grito y me arrastro fuera de la carretera. 

El corazón me palpito sin frenos y el aire se me quedo atascado en los pulmones. 

Rigo me apoyo en su pecho y me permitió llorar desconsolada porque una parte de mí se arrepentía de lo que había hecho. 

—Estás bien... —susurro contra mi cabeza —. Estás bien, niña. 

Pero no lo estaba, y supe que, a partir de ahora, difícilmente conseguiría estarlo. 

Había cruzado una línea peligrosa. 

Una a la que la mafia me había arrastrado y yo no era lo suficientemente fuerte como para huir de ella. 

La mafia absorbía tu luz sin piedad. Y de la mía, ya no quedaba nada. 

Me entregue a la obscuridad. 

. . . 

Era plenamente consciente del flujo de aire que se colaba por las ventanas del auto. Hacia frio y me titiritaban los labios, pero escuche a Rigo decir que era lo mejor para disuadir el efecto de la ketamina. 

Otee las calleas mientras la madrugada se abría obscura y solemne. 

Las calles desérticas. 

Copos de nieve que se convertían en charcos de agua cuando tocaban el suelo. 

Cuando volví la vista al frente, descubrí que Rigo me miraba a través del espejo retrovisor. Una parte de él estaba decepcionada, la otra si quiera era descifrable. 

Evité el contacto porque no era capaz aguantar el peso de sus ojos y me hundí en el asiento trasero del auto hasta que llegamos a la mansión. 

El portón eléctrico se abrió para nosotros y uno de los guardias compartió un asentimiento de cabeza con Rigo antes de permitirnos el acceso. 

Sebastian y algunos de sus hombres esperaban en el primer peldaño de las escalinatas. Tenía las manos metidas dentro de los bolsillos de su pantalón y la mandíbula tiesa como una roca. 

Sus ojos azules habían sido reemplazados por un tono más obscuro y la rabia protagonizaba el modo con el que me observaba. 

Paso de mí a Rigo en un pestañeo. A su jefe de seguridad no le quedó más remedio que explicar lo que había sucedido. 

—Encuéntralo. —ordeno con un tono de voz sereno pero que guardaba una rabia iracunda por todos lados. Volvió a mirarme — Tú y yo tendremos una conversación cuando esa porquería haya salido de tu sistema. 

—Como diga, señor capo.  

Entre a la casa sabiendo que su mirada me arañaría la espalda. 

No tuve que haberme detenido al final de las escaleras y cometer el error de observarle. Una mirada errática, violenta. Los brazos tersos y la mandíbula ligeramente inclinada hacia arriba.  

Tenía tantas ganas de gritar, y lo hizo. 

Fue un clamor que incluso retumbo en las paredes de la mansión y me arrancó un estremecimiento. 

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