3. Desahogo

Se sentó en el hueco entre las máquinas, la espalda contra la de café, de frente a las puertas vidrieras al final del corredor. De esa forma hasta tenía lugar para la guitarra.

Afinó las cuerdas preguntándose qué tocar. La mayoría de las canciones que sabía eran baladas tristes de amor, la peor elección en ese momento. Tal vez traer la guitarra no había sido tan buena idea, y lo mejor que podía hacer era gastar lo que le quedaba de batería en el teléfono.

Eso la hizo pensar en la música que tenía allí. Sonrió. Las canciones de No Return eran todo menos tiernas, y sabía las suficientes para mantenerse entretenida un buen rato. Por suerte, a lo largo de los años se había procurado cuanta versión acústica original había encontrado en internet. Eran una verdadera rareza para una banda como la de los Robinson, pero ahora le evitarían arruinar sus canciones favoritas improvisando versiones libres.

Sus dedos se deslizaron por las cuerdas metálicas, buscando un acorde. Allí estaba, el principio de Break Free.

No alzó la vista cuando el viejito salió de los sanitarios de hombres silbando My Way de camino al baño de damas. Le deseó suerte mentalmente, se aclaró la garganta y cantó en susurros. Algunas canciones después se sentía en deuda con los hermanos Robinson, por el inesperado refugio que hallaba en sus canciones.

Pronto oyó que el viejito salía del baño de damas y empujaba su carrito hacia la sala de espera. Todavía silbaba. Notable.

Al fin sola, descansó la cabeza contra la máquina y cerró los ojos. Siguió tocando y cantando en susurros, pero conocía tanto las canciones, que apenas precisaba prestar atención a la guitarra o a las letras.

Su mente no dejó escapar la oportunidad de irse de paseo.

De pronto sus ojos se habían llenado de lágrimas, que rodaron por sus mejillas sin que pudiera contenerlas. Una mano temblorosa intentó sofocar un gemido al tiempo que hacía a un lado la guitarra. Encendió un cigarrillo.

Hasta ese momento no se había permitido desahogarse realmente, y ahora no lograba contenerse. Necesitaba hacerlo. ¿Y por qué no? Estaba sola en el corredor. Nadie la vería ni la escucharía, ni le haría preguntas estúpidas ni fingiría comprensión.

Era el lugar y el momento perfectos para desahogarse.

Fumó dándose esos minutos para llorar y aliviarse, pero tal parecía que no había límites para las lágrimas, para el dolor, para la desilusión. Acabó acurrucándose en el rincón de la pared y la máquina de café, la cara oculta entre los brazos cruzados sobre sus rodillas.

Si al menos pudiera dejar de llorar como si se hubiera muerto alguien.

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