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Cuando vuelvo a mirar a través de la ventanilla entramos en un barrio residencial. Parece elegante y muy sofisticado. Pasamos por hileras de casas modernas, hasta que aparca frente a una de las más grandes que he visto hasta el momento; se asemeja a un palacio de corte sureño.

Bajo del coche aún un poco aturdida y muy muy irritada. No voy a acostumbrarme a esto, ni aunque lo intenté.

Saco el equipaje del maletero mientras espero a que Elizabeth abra la verja principal y me dirija hacia la gran puerta de entrada; el recibidor es enorme con un estilo clásico victoriano que me arranca una pequeña sonrisa de incredulidad.

La sigo por las escaleras de caracol con una barandilla negra con motivos silvestres barnizados con llamativos dorados. Alzo la mirada, investigando lo que me rodea, pero solo diviso infinitas escaleras hacia arriba. Subimos hasta el segundo piso y me dirije por el pasillo de la derecha hasta el fondo, donde abre la última puerta a una enorme habitación que rompe con la estética del resto de la mansión.

Parece un cuarto de revista.

Lo miro con los ojos muy abiertos. No sé si reír o llorar.

—Cuando eras pequeña te encantaba el blanco. Siempre decías: «Papi, ponme el vestido blanco de princesa» —murmura detrás de mí.

Parece que aún recuerda cosas de su antigua vida, a pesar de que nunca estaba en casa, y cuando lo estaba era para buscar problemas. Me sorprende que se haya acordado de que existía.

Trago saliva y suspiro sonoramente. La miro por encima del hombro y observo su expresión pensativa abrazada a sí misma, alternando la mirada entre la habitación y yo.

Comienzo a sentirme incómoda de nuevo con su mirada sobre mi espalda.

—Aún es uno de mis colores favoritos —reflexiono. Ella sonríe incómoda y se apoya en el marco de la puerta—. Pero no hacía falta que hicieras todo esto: en un par de semanas me marcharé —comento.

Elizabeth niega levemente con la cabeza y suelta una risa nerviosa.

—Lo hice con mucho gusto: me encantó poder decorarla. Además, aquí siempre tendrás una habitación en caso de que no quieras quedarte en tu apartamento —agrega.

Meto las manos en los bolsillos de la sudadera y le indico con la mirada hacia fuera.

—Podrías... —musito.

—Claro, es tu habitación: descansa —me contesta. Parece tan incómoda como yo.

Me siento absolutamente fuera de lugar. No creo que vaya a poder acostumbrarme, aunque tampoco tengo muchas alternativas. Elizabeth se pasa un mechón de pelo por detrás de las orejas mientras me analiza con la mirada.

Finalmente, asiente y cierra la puerta cuando salió.

Lo primero que capta mi atención son las puertas francesas que daban a un extenso balcón con infinitas vistas verdes de los jardines. En el centro de la habitación hay una enorme cama King Size con almohadones de colores grises, blancos y rosas combinandos con el edredón. Las paredes están decoradas con fotografías clásicas en blanco y negro del estilo de Audrey Hepburn en Desayuno en Tiffany's, panorámicas de Nueva York o las clásicas cabinas londinenses. A los pies de la cama hay un diván gris blanquecino. En la otra pared aprecío una chimenea moderna revestida y sobre ella una enorme televisión de alta definición. En una de las esquinas hay una silla colgante negra con una manta de lana y cojines. 

A cada lado de la pared izquierda se encuentran dos puertas dobles negro mate, una de ellas da a un vestidor grande, casi como una habitación estándar con un módulo central, y a la izquierda un un bonito tocador. Todos los espacios están llenos, algunos con mi propia ropa y otros con prendas y zapatos que jamás he visto. Los cajones están llenos de joyas, desde las más simples hasta las más sofisticadas y elaboradas...

Entre los dos armarios había otra puerta semi escondida que da a un baño espacioso y luminoso con lavabos dobles de mármol, una bañera integrada con escaleras y una ducha con mampara de cristal.

Nunca pensé que una habitación podía constar de tantas partes.

Me dirijo hacia las otras puertas, donde a hay una clase de pequeño despecho. La pared de la derecha está cubierta por una estantería de suelo a techo con todos mis libros, en la contigua un escritorio blanco con un gran iMac y libros para la universidad junto a cosas relacionadas a las que no les presté atención.

Demasiado abrumador...

Cierro a mi espalda y paso a la segunda fase.

Coloco la maleta sobre la cama y cuando la abro lo primero que me encuentro es una foto mía con papá en mi sexto cumpleaños. La cojo y la observo con detenimiento: hay una pequeña niña con ricitos dorados y ojos claros que abraza a un hombre con el cabello del color de la arena y de ojos negros; es en lo único que nos parecemos esta niña y yo, porque a ella se la ve feliz a diferencia de mí.

Papá era un hombre realmente guapo y el ser humano más bueno y considerado que he tenido la oportunidad de conocer.

Las lágrimas se me agolpan en los ojos sin poder contenerlas, descendiendo por mis mejillas.

Tiro la foto cuando me quema en las manos y la opresión en el pecho se acrecienta, haciendo la situación mucho más incómoda y asfixiante; incluso más que estar aquí. Me arrastro hasta el suelo y me agarro las rodillas con los brazos. No me esperaba que lo primero que fuera encontrarme sería algo así; Margaret debió guardarlas después de que preparase las maletas.

A pesar del tiempo aún soy incapaz de mirar una foto de papá por más de cinco segundos y no desmoronarme, por eso Margaret me las quitó. No me permitía verlas porque sabía lo sensible que me ponían. Además, el psicólogo al que me llevaba me lo prohibió por la depresión que arrastraba, y muy en el fondo, sigue arrastrando conmigo.

La rabia me nubla la razón al saber que la causante de todas las desgracias de mi padre se encuentra abajo, disfrutando de una vida que no se merece.

Toda la presión que llevo ignorando durante el día termina por caer sobre mis hombros como un golpe seco y duro que me deja sin aliento, y sé que necesito desquitarme. Pero no debo, no debo hacerlo ahora que estoy tan cerca de lo que quiero, de conseguir todo aquello por lo que he trabajado durante todo ese año.

«Estoy bien, estoy bien, estoy bien», me repeto varias veces para intentar convencerme de que es cierto.

Debo hacerlo, cueste lo que cueste. 

Decido darme una ducha antes de irme a la cama. No soporto el modo en el que huelo: eneldo y canela. Siempre he odiado ese olor que a mi abuela le encanta; infinidad de veces le pedí que lo cambiara, aunque nunca me hizo caso.

No me he dado cuenta de lo mucho que me gustaba hasta que dejé de tenerlo.

Dejo la ropa en una esquina del baño y me meto en la ducha. El agua caliente me relaja el cuerpo y la mente de inmediato, algo que necesitaba como el aire para respirar; en estos instante soy un huracán de emociones que debo controlar para que no lo echen todo a perder.

Cierro los ojos y me concentro en la música: suena Befour de Zayn.

Comienzo a canturrear hasta que el agua sale fría y me vio obligada a salir de la ducha. No me apetece usar secador, así que le paso la toalla varias veces y después me enrollo otra al cuerpo. Saco una camiseta del fondo de la maleta y me la pongo para dormir.

Tiro los cojines decorativos al suelo y me meto en el interior de las sabanas: es reconfortante y cómoda, pero tengo la sensación de que no voy a dormir mucho aquella noche.

Después de dar vueltas en la cama continuamente se me hace imposible dormir, así que enciendo la televisión para entretenerme un rato. Hago zapping por Netflix hasta que encuentro un episodio de Breaking Bad; ya lo he visto miles de veces, pero me gusta verlos repetidos de todos modos.

Después de ver cuatro episodios más empiezan a pesarme los párpados, el sueño me vence y consigo dormir.

A la mañana siguiente, me palpita la cabeza y el sol entra a raudales por el balcón. Hace un calor de muerte, lo bueno es que prefiero levantarme por un dolor de cabeza que por una pesadilla.

Caigo en la cuenta de que esta noche no he soñado con nada.

Me incorporo en la cama y arrastro los pies en busca del baño, cuando lo encuentro y me miro de reojo, el espejo me devuelve un reflejo que no encaja con mi aspecto habitual; tengo la piel considerablemente pálida, los ojos hinchados y mi pelo... mi pelo parece un nido para pájaros.

Mierda. No debería haberme acostado con el pelo mojado para dormir.

Intento peinarlo con los dedos, pero los resultados son aún peores. Al final, me lo recojo en un moño alto y salgo del baño en busca de algo sustancioso.

La cocina es grande y espaciosa, con dos isletas centrales de mármol y una puerta de cristal que da al patio lateral, con electrodomésticos de acero combinado con los espacio. Todo es demasiado brillante y elegante para mi gusto. No escucho ningún ruido por ninguna parte de la casa, así que me paseo por ahí, en busca de restos de humanidad, pero no hay ni un alma.

¿No se supone que los ricos tienen servidumbre?

Rebusco por los armarios hasta encontrar las tazas y me sirvo café, que ya está preparado en la cafetera. Mentalmente me alegro de que Elizabeth no esté en casa; me ha hecho un favor al mejorar mi mañana.

Intento darle pequeños sorbos, pero arrugo la nariz con desagrado ante el intenso olor. No soy capaz de terminarlo, así que lo tiro por el fregadero y dejo la taza sobre este.

Vuelvo a mi habitación, ya que no estoy segura de volver a encontrar el camino de vuelta si me desvío.

Cuando llegué anoche, tenía entendido que Elizabeth estaba casada y tenía dos hijastros. Además de su mediático marido, que da la casualidad de que es uno de los senadores por Illinois..., pero aquí no hay más que humo y sombras.

Para pasar el tiempo decido ponerme con la tarea de colocar todas mis cosas. Subo las maletas sobre la cama y lo pongo todo en sus respectivos sitios asignados por el momento. Aunque cuando termino sólo han pasado quince minutos y no sé qué más hacer.

Me detengo a mirar todas las fotos que tengo con mis amigos. En realidad, tampoco puedo llamarlos así. Tampoco sé dónde voy a ponerlas, así que las guardo en el cajón de la mesilla.

Después de terminar de colocar, decido darme una ducha para salir a averiguar qué puntos de interés puede haber en este lugar. Me encargo a conciencia de tapar las ojeras con el corrector. Saco el vestido de seda negro de tirantes y mis van negras favoritas, cojo el bolso y las gafas de sol y salgo de la habitación mientras rebusco en el bolso cuando el móvil cuando vibra: Natalie.

                                 Natalie

                      lue, 12 sep 11:54 a.m.

¿Dónde te has metido? No viniste a la fiesta de ayer.

Te he echado de menos.

Me doy una bofetada mental. Claro, no le había contado nada a Natalie.

                                                                                        Más tarde te lo contaré todo.

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