I

Ciudad Ocre

Salto los botes de b****a sin perder de vista al fugitivo. Mis pulmones se cierran con fuerza y la garganta se me seca al girar; lo hallo e intenta rebanarse las muñecas. Mi cuerpo colisiona con el suyo antes de que la navaja pase por su pálida piel.

Lo inmovilizo y, con rapidez, saco las esposas de electricidad de mi chaleco. Él se resiste como una lombriz, pero logro ponérselas. Su organismo convulsiona por el choque eléctrico de la cuerda que sostiene cada grillete y esto hace que se calme, de este modo, el alambre deja de despedir electricidad.

Este tipo de esposas es para eso; las cargas eléctricas que sueltan son como un calmante o dopante a la hora que entra en contacto con alguien nervioso (se activan al presenciar que el nivel cardiaco es elevado, pues las muñecas empiezan a palpitar revelando el pánico). Es un mecanismo sofisticado y realmente bueno.

El hombre se inquieta por un segundo en el momento que alzo mi mano enguantada. Sabe qué puedo hacer si me quito el guante.

—Maldita observadora —escupe con desagrado.

Lo miro con altanería, él se mueve de nuevo, y las esposas hacen su trabajo al instante. Dirijo los ojos a su suéter manchado en sangre, no alcanzó a hacer del todo su cometido; fue un mal momento el intentar asesinar a una mujer mientras yo salía de una entidad bancaria.

—No te sientas mal, vacío —susurro, con el mismo desagrado tiñendo mi voz, a pesar de que me da una punzada de dolor que me atraviesa por llamarlo con ese apodo—, sabes qué te sucederá por casi cometer homicidio, ¿no es así?

Se rehúsa a contestar, pero un gemido sale de sus labios resecos cuando, sin querer, presiono con mi codo su abdomen. Frunzo las cejas e inspecciono con la mirada la zona. El tejido de su suéter empieza a nublarse de rojo, vuelvo los ojos a su cara, atónita. Me levanto de un salto al mismo tiempo que suelto una maldición, y después, con algo de temor, levanto la tela. Aprieto los dientes, está infectado.

—Por eso querías llamar mi atención y lo hiciste con intento estúpido de asesinar a otro —suelto entre dientes. Él se ríe. Asiente—. Hijo de puta —mascullo, con las manos trémulas. Si no fuera por los guantes estaría como él.

Vuelvo a observar las venas casi verdes y los hematomas sobre su ombligo que se extienden con lentitud hacía el inicio de sus costillas. Si se apodera de su pecho estará más muerto que alguien de la morgue. El virus es rápido, la persona que lo contraiga no dura más de un mes en pie, su vida se extinguiría con celeridad, quitándole la oportunidad de dar respiros sin dolor.

—¿Quién te envío?

Sonríe como un gato.

—Más fuerte que el viento y veloz que un rayo, traerá la maloliente muerte al umbral de la sociedad… ya sabrás quién es.

—Mira, realmente me importa una m****a tu faceta poética…

—Ni dándome una sesión de tortura te daré su nombre. Además, ni siquiera he visto su rostro, bastarda.

La poca paciencia crea piernas y se larga de mi ser, y sin darle la oportunidad, de, aunque sea verlo, mi pie impacta en sus labios, partiéndolos con ferocidad. La sangre negra no tarda en salir. Ya está contaminado del todo, la infección se ha apoderado de su torrente sanguíneo, sabiendo que hace unos minutos su sangre era roja. Escupe aún sonriente.

❂❂❂

—A pesar de que seas una policía, no tienes la autoridad absoluta de golpearme. Sé mis derechos, bastarda.

Trago saliva. Tengo presente que él posee la razón. Lo levanto con dificultad mientras marco a una ambulancia. El brazalete se ilumina al recibir la aceptación de la CCV[1] que no tardarán en llegar.

—Hoy es tu día de suerte —musito, arrastrándolo—, tendrás la decencia de morir en cuarentena.

Justo el día que regreso como detective pasa esto. Pienso con amargura. Rebobino sus palabras e intento encontrar algo más en ellas.

❂❂❂

Colt me mira por el rabillo del ojo sin quitarle la atención a los hombres con máscaras antivirus y trajes reforzados con metal quirúrgico, que se moldea a sus cuerpos para que ninguna molécula infectada alcance a tocar sus pellejos. Bajo la cabeza. Pienso en el hombre y en la frase que me dio, la misma que han dado la mayoría de infectados. Giro en el momento que los sanadores se acercan para revisarme.

—No tengo ninguna herida, gracias.

—Son ordenes de su mayor, agente. Tenemos que revisarla —contesta, al parecer, la líder.

—Solo tengo un raspón —musito en un tono cansado.

—Permítame —exclama el tercero de su grupo. Asiento para que levante la manga de mi chaqueta, así dejo a la vista la gran rojez en mi antebrazo que tiene ciertos arañones sangrantes, gracias a que me golpeé con un muro mientras corría.

Sus dedos acarician las heridas y yo siseo por el ardor. Sin embargo, cuando estos se detienen, los cortes cicatrizan para luego desaparecer, para dejar mi piel como la de un bebé. Qué don tan genial.

Al verme sana se alejan de manera robótica. Ya es natural que ellos pierdan la amabilidad y no sé el porqué. Me quito los guantes para guardarlos en mi bolsillo trasero del pantalón, tengo que mantenerlos puestos mientras esté en mi labor, pero… muy pocos logran diferenciar qué don poseo, pues habitualmente nosotros los observadores somos difíciles de detectar, además de que la forma en como nos identifican es por el color de guantes, que es rojo… los agentes siempre llevan negros, como yo. No me gusta tener los rojos ni a mi jefe, pues es mejor mantener oculta.

—Eres una imprudente —gruñe Colt al acercarse. Sus ojos llamean por lo iracundo que se encuentra—. ¡Estuviste en peligro!

—Cálmate… nunca me despego de mis guantes.

—Eso no quita la imprudencia cuando actuaste, y ¿qué tal si no los hubieses llevado puesto? —recrimina, alza un poco su gabardina por el movimiento brusco de su brazo. Me muerdo el interior de la mejilla, me siento como una niñita.

—Pero, aunque sea, obtuve información —susurro—, ese hombre dijo la misma frase que han dicho los infectados que no querían la atención de la CCV.

Las esquinas de sus ojos se arrugan. —¿Dijo algún nombre o apodo? —inquiere, llevándome con él, de ese modo dejo atrás el camión con ese sujeto.

—No. Como siempre —mascullo.

—Nuestro jefe está echando humo por tu estupidez.

Sonrío. Colt y sus cambios de humor siempre hacen que estire los labios. Dejamos la conversación ahí, pues nos hemos fusionada con los transeúntes y cualquier palabra mal dada, hará su chisme descomunal. Algunos nos observan con recelo, otros con cierta admiración. Arrugo la nariz cuando pasamos justo al lado de una nave de b****a, el hedor no solo es de eso, también tiene algo más. Me detengo, haciendo que Colt me mire extrañado, le hago un gesto con la cabeza para que también dirija su atención de los hombres que sacan los residuos que han quedado en los barriles.

Él presiona el botón azul de su brazalete, de celular pasamos a eso. Su placa no tarda en aparecerse hecha un holograma a la altura de su pectoral izquierdo. Nuestros trajes son especiales y negros en su totalidad, con tecnología en sus tejidos, adaptables para protegernos y mostrar lo que él ha hecho. Hago lo mismo, y a su vez me pongo los guantes. Los trabajadores se detienen de manera abrupta al oír nuestras pisadas; uno de ellos mira sobre sus hombros, sus ojos brillan con reconocimiento. Frunzo la nariz.

—A las rubias siempre les queda el corte pixie —gorjea. Suelta, aun con burla, una bolsa gris, para luego limpiarse sus manos en los muslos. No aparto la mirada de la bolsa, está intacta y, ciertamente, pesada.

—Pues los cortes de cabello no vienen al caso justo ahora —advierte Colt, también interesado en la bolsa.

—¿Qué tienen ahí, señores? —Señalo el paquete con la barbilla.

El compañero del hombre se encoge, traga saliva y desvía los ojos. Bingo.

—Dejadme ver qué contiene.

El más gordo, aquel que se limpió sus manos en los muslos, agarra del brazo a Colt antes de que agarre el costal. De manera perspicaz empiezo a sacar las navajas que suelo ocultar en las mangas de mi chaqueta, pues no me van las armas de fuego.

—Solo es más b****a. No se preocupe —escupe, amargo.

Se suena la nariz de manera ruidosa y luego escupe una baba café en su totalidad. Retrocedo atónita. Me apresuro en lanzarle una cuchilla que se incrusta en su hombro, él gruñe, su compañero se alerta por dicho sonido y, a su vez, suelta al mío ya pálido.

—¡Es un epidémico! —alerto a Colt demasiado tarde. Trastabilla y cae como peso muerto a un costado del bote de b****a, con el cuerpo ya sudado y con escalofríos.

Doy más pasos hacia atrás, viendo como el gordo se saca sin ningún ápice de dolor en su rostro la navaja, que luego lanza a mi dirección y por fortuna alcanzo a esquivar. Hago una mueca, me rodean mientras me agacho como un felino para atacar. Saco otra cuchilla, lleno ambas manos de ese cálido metal filudo y me preparo en silencio. En mi vista periférica veo que el flaco (el compañero) lanza una patada a mi rostro, pero soy rápida y atino a cortarle la pantorrilla antes de dar media vuelta, dar un salto y estar justo a sus espaldas. Limpio la sangre con la pared y sigo con mi ataque, golpeo el rostro redondo del epidémico con el codo, luego un rodillazo en su mandíbula, dejándolo desorientado.

Jadeo en el instante que el sobrante agarra mi nuca y de un tirón controlado golpea mi frente contra la pestilente pared de ladrillo. El dolor estalla corriendo por toda mi cara. Alcanzo a ver cuándo el gordo se levanta, listo para tocarme. Maldigo en el momento que mi parte trasera del cráneo impacta contra la nariz de mi atacante, y sin medir mi fuerza, atravieso su cuello con la hoja de la cuchilla; arranco parte de la yugular y matándolo al instante. Me giro e intercepto la mano del sobrante, inclino su codo oyendo el crack de este junto a su grito adolorido. Lo dejaré vivo.

—Queda arrestado. No diga ninguna palabra o sino será empleada en su contra. Tiene el derecho de llamar a un abogado cuando lo deje pudriéndose en la celda —suelto de manera mecánica.

Al instante llamo a mi jefe, pidiéndole refuerzos mientras le pongo las esposas, sus pequeños ojos me siguen al igual que sus labios, que se estiran, muestra su dentadura, o más bien parte de ella, pues le faltan dientes.

—Está bajo la mira, observadora.

Lo callo con la mirada. Reviso a Colt. Está más inconsciente que yo cuando duermo. Acaricio su cabello antes de agarrar la bolsa y destaparla. Jeringas con mini bolsas con polvos de todos los colores posibles se refugian en ella. Efectivamente intentaban traficar fingiendo que buscaban b****a, esto es como el pan de cada día para nosotros, los mismos actos y encuentros que arreglamos casi todos los días. Sin embargo, en el fondo del plástico hay un papel doblado. Lo saco con las cejas arrugadas, lo desenvuelvo y me paralizo al ver una foto mía de lejos, mientras cenaba en una fuente. Este era el mensaje camuflado que iba a ser dado a alguien más. Dirijo la mirada al cerdo apestoso.

—¿Para quién era esto?

—Para el sabueso. —Lo analizo en búsqueda de la mentira, pero dice la verdad.

Me levanto con lentitud. Cuanto me gustaría entrar en su memoria, lástima que sea portador de alguna enfermedad.

—¿Quién es el sabueso? —susurro, dejo caer mis rodillas al frente suyo, alejada de su piel lo suficiente. Pueda que esta tapada en su totalidad, pero hay que ser precavidos.

—Más fuerte que el viento y veloz que un rayo, traerá la maloliente muerte al umbral de la sociedad… ya sabrás quién es —recita con una sonrisa.

Sacudo la cabeza, sorprendida. Observo de soslayo a Colt y al flacucho adornado en su propia sangre.

—¿Lo conoces en persona?

Alza su ceja, enigmático. —No tengo derecho a hablar con usted porque todo será utilizado en mi contra. Si no tengo un abogado a mi lado, jódase.

Levanto la esquina de mi labio superior. Inteligente salió.

—Perfecto. Pero recuerde algo. —Agarro el cuello de su camiseta, moviéndolo hasta que su rostro está a unos centímetros del mío—. En nuestros interrogatorios nos encanta torturar.

Lo suelto con asco y me doy a la tarea de esperar a mis camaradas. Desprecio su mirada chulesca y sonrisa astuta. Suelto una gran bocanada de aire.

Será una larga jornada.

❂❂❂

—Estará bien. Es una simple virosis. —Hago una mueca. El sanador me mira con ojos astutos mientras sostiene la carpeta en donde está el archivo general médico de Colt—. Tendrá en tres días fiebre, fuertes vómitos, diarrea y calambres en sus articulaciones.

—¿No será tratado por…?

—No. Por nuestro don no. Será tratado con otro tipo de atención, pues no sabemos si la enfermedad sea contagiosa del todo, así que preferimos dejarlo alejado de los demás pacientes y sanadores.

Me levanto de la silla con una exhalación. Es una pena que esté mintiendo.

—Dígame la verdad, doctor —escupo con hastío el seudónimo—, el que lo estén tratando de este modo es por otra cosa. —Me quito el guante, miro mis uñas como quien no quiere saber nada—. ¿M superior está involucrado?

Él gruñe: —Sí, agente. Por precaución el pidió que no le diéramos la atención con nuestras habilidades. La última vez que surgió un brote fue gracias a algo similar.

Me mira de manera significativa. Sé para dónde va su discurso; trago saliva.

—Algo así no volverá a suceder —susurro. Vuelvo a posar mi cuerpo cansado en la silla.

Asiente, para luego retirarse. Mi mente vuela por aquellos recuerdos dolorosos… grité su nombre, lo alcé y lo puse en mi hombro sin importar el alarido que soltó mi cuerpo… lo intenté salvar.

—Zhúric… no.

Giro el rostro para encontrarme con la mirada obstinada de Colt. ¿En qué momento abrió los ojos?

—No es hora de que lo recuerdes.

Aprieto la mandíbula.

—Lo lamento —comento mientras deslizo mi mano por su brazo hasta darle un apretón en su muñeca, siendo cuidadosa con la intravenosa a unos milímetros de mis dedos—; todo esto es mi culpa, si no hubiese gritado que era un epidémico, justo antes de que te tocara, no estarías postrado en una camilla. No quiero que ese suceso se repita contigo, no quiero perder a otra persona demasiado importante para mí.

—Tampoco fue tu culpa lo que sucedió esa noche —dice sin aliento, con la debilidad en su tono de voz.

No digo nada, prefiero ignorar sus palabras. Me encojo de hombros al tiempo que nuestro jefe interrumpe en la estancia. Se quita las gafas tintadas para una mirada dura de un papá oso iracundo. Agacho la cabeza.

—No quiero que esto se repita —ladra, no tarda en manotear el aire. El pecho de Colt se mueve, intento esconder la risa, y yo me muerdo los labios para no sonreír—. Par de tontos.

Su robusta mano se posa en mi hombro, dándole un apretón cariñoso, justo en el momento que sus pulmones se desinflan.

—Déjalo reposar, rubia. Que no se te va a perder.

Estiro mis piernas, casi quedo a su altura. Agarro mi chaqueta para ponérmela sin apartar los ojos de Índigo. Por algo le decimos oso a hurtadillas, pues su contextura ósea y muscular se asemejan al de ese animal.

—Tenemos un interrogatorio al que asistir. —Lo miro con una ceja en alto—. Tranquila, le hemos puesto el traje especial para que no infecte a nadie más.

Asiento, vuelvo a acercarme al gran hombre que ocupa toda la camilla. Sus ojos no se apartan de los míos cuando me inclino para besar su frente en una silenciosa despedida. Índigo también se despide de él con una inclinación de cabeza.

Cierro la puerta, enfocada en lo siguiente que haremos y que, de algún modo, me tendrá satisfecha.

—¿Ya le han sonsacado algo? —inquiero, dándole al guardia la tarjeta de visitante, así se asegura que ya nos hemos ido.

Niega con su cabeza. Nos adentramos en el ascensor con la típica melodía dulzona de fondo. Lo miro por el rabillo del ojo, espero algo más que esa negativa.

—Solo discutió conmigo por un abogado. No hablará hasta que tenga uno.

Sonrío hasta que mis mejillas duelen.

—Excelente. Justo como pensaba. —Él frunce sus gruesas cejas. Me decido en explicarle—: Si está buscando alguien de la ley, es porque debe de tener muy buena información. Quizá quiera ser un soplón y nos diga lo suficiente sobre ese tal sabueso. Le daremos algo a cambio por esa información, por ejemplo, inmunidad, que es lo que más piden los sapitos.

—Por algo me gustas, eres buena para deducir y desmantelar a un mentiroso —comenta, orgulloso.

—No tanto como Vester —mascullo y disuelvo mi indignación.

Sus ojos se posan en mi rostro sombrío.

—No tanto como él, pero pronto llegarás a ser mejor.

Dejo caer los hombros. —Tal vez.

Salgo del pequeño cubículo, nuestro transporte nos espera justo al lado del andén. Señor oso abre la puerta que no tarda en alzarse. Me pasa la tarjeta que paso por la ranura del contacto, el motor ronronea al despertarse.

—Esta vez me toca conducir —suelto para mí, alegre. Aunque esa alegría sea una fachada del desosiego, Índigo se la cree. Me dirige una sonrisa, abrochándose el cinturón de seguridad.

El auto levita listo para llevarnos a la sucursal, que se encuentra en el centro de la ciudad y en lo alto del edificio. Mis dedos se agarran al volante con ánimo, dispuesta a hacer un viaje rápido.

—¿La rampilla está abierta?

—Por supuesto. Nos esperan. —Le doy otra sonrisa. Él se pega a su asiento, no obstante, diviso una emoción de adrenalina en la profundidad de sus ojos.

Es arriesgado, y ¿quién no lo sería con una mujer que apenas sabe conducir?

❂❂❂

La nave impacta contra el asfalto mientras la rampilla es cerrada. Frunzo los labios al ver a mi jefe totalmente pálido agarrado con fuerza a la cinta, como si estuviese protegiendo más su vida con esa acción. Le saco la lengua cuando pulso el botón que abre las puertas, no tarda en salir disparado.

—Juro que casi me dio una taquicardia —jadea.

—No seas tan dramático. —Le paso la tarjeta que no tarda en agarrar.

—Mi precioso bebé sobrevivió —le susurra al guardia encargado de abrir la rampilla. Este le sonríe.

Los ignoro apresurando el paso. Pero me detengo al divisar a la CCV saliendo se la sala de interrogación con una camilla a sus espaldas que sostiene una bolsa de cadáveres. Empiezo a correr para acercarme. Sin embargo, soy detenida por Índigo que me agarra de los brazos, impidiendo que dé un paso más.

—¿Qué pasó? —increpo a la mujer trajeada que se nos acerca. Se quita la máscara y su mirada felina me paraliza. Esa mirada… la he visto antes.

Mis labios tiemblan, ella fue la encargada de recoger el cuerpo de Vester esa madrugada. Me suelto del agarre de mi jefe, iracunda. Intento calmar mi furia, pero me es difícil.

—El sospechoso se suicidó —le dice a Índigo, ignorándome por completo.

Agarro su hombro rechinando los dientes.

—¿Cómo?

—Se golpeó infinidad de veces contra la mesa, causando una hemorragia interna en su cráneo. No se pudo intervenir a tiempo, era muy tarde.

La suelto sacudiendo la cabeza. Actúo sin pensar, me le tiro encima, poso mi mano en su rostro y la conexión es fuerte. Ya me encuentro viajando entre sus memorias. Demasiado tarde, ¿no?

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[1]Campo o centro de Control de Virus. Es una entidad encargada de curar y/o experimentar con enfermedades controladas por los epidémicos al igual con otros asuntos no revelados.

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