Pez negro
Pez negro
Por: Y. Villaverde
Capítulo uno

La primavera amenazaba con acercarse elevando la temperatura un grado. En la ribera, la vegetación espera ansiosa los primeros rayos del sol y una tierna hoja, con alma viajera, navegaba corriente abajo cuando choca con algo frío, blando y en putrefacción. 

— Qué nadie toque el cadáver — Grita alguien al fondo.

— Dejad pasar al investigador — otra voz.

— ¿Ha llegado el forense? — El agente Freire observaba el cadáver. Calculaba que tendría entre quince y dieciséis años. Le cortaron las alas demasiado pronto.

— El forense está al lado del camino preparando el informe — el agente temblaba como un flan. El primer homicidio nunca se olvida. Después de tantos años, aún ve unos ojos azules vidriosos clamando justicia.

— Llegas tarde — el forense lo observaba de reojo —. El perito judicial y el juez ordenaron el levantamiento del cadáver.

— Entonces, llegó a tiempo — agarró el informe —. Ropa hecha girones con restos de ramas secas y algas. Le falta el calzado — leía con atención —, marcas en las muñecas, brazos y cuello. Atada y estrangulada — los párrafos que menos le interesaban los leía por lo bajo —. La muerte se produjo entre las ocho y las diez de la noche. La arrojaron al río y la corriente debió traerla hasta aquí. — Se acarició la barba mientras el puzzle empezaba a mostrar las primeras piezas.

— Este siempre fue un lugar tranquilo — introducía las pruebas dentro de un maletín —. Están asustados. El último crimen en este lugar fue hace años, aún tenía el cabello castaño. Muchos de estos agentes no han visto un cadáver en su vida.

— Que un grupo peine el río corriente arriba — su viejo amigo movía la cabeza —. Quiero su calzado y su móvil — ordenó.

Observó cómo levantaban el cadáver del agua, había unos peces negros que mordisqueaban los dedos de los pies, se asustaron y se mimetizaban con el fondo. Introdujeron el cuerpo dentro de una bolsa negra. Ese era el final de su historia, ahora le tocaba descubrir cuál era.

Su móvil vibró. Al otro lado una voz desconocida, le informaba de que, a un kilómetro carretera arriba, había una playa fluvial donde habían encontrado unas botas y una cuerda a los pies de un árbol.

Subió al coche, hoy tenía suerte, arrancaba a la primera. A kilómetro y medio, había un sendero empinado lleno de grava y hojas secas; al final estaba la playa, apartada de ojos curiosos o incluso de testigos. Freire hizo unas fotos con el móvil y un vídeo del acceso a la zona. Unos agentes lo esperaban a la izquierda, en una zona donde el monte luchaba para recuperar su hogar. Al lado de un árbol que tenía la corteza llena de marcas, había un trozo de cuerda cortada; y en el suelo, a pocos metros, unas botas marrones servían de casa a un caracol.

Era el lugar del crimen. Un grupo especializado entró con mucho cuidado, intentando no tocar nada para no alterar ni la más pequeña piedra. Lo miraron todo, lo señalaban, lo catalogaban, fotografiaban y lo recogían. Un minucioso trabajo que duró horas.

Se sentó en su coche, reclinó el asiento y empezó a llamar. A los tres minutos le informaron de una denuncia por desaparición de una joven, los agentes aún no habían salido a buscarla porqué creían que sería una jugarreta adolescente, al fin y al cabo, en Bardgo nunca ocurría nada. Le enviaron una foto de la desaparecida, era una chica con mirada triste, tímida, no parecía que quisiera ser fotografiada. Si había alguna duda, ese lunar sobre la ceja izquierda la despejaba.

El coche arrancó a la segunda. Se dirigió al domicilio que le habían enviado por mensaje. Esta era la peor parte, se le hace un nudo en el estómago y tiene que decirle a su corazón que deje de palpitar. No importa las veces que lo haga, siempre se le hiela la sangre cuando está frente a la puerta cerrada esperando a que una persona la abra, sabe que a partir de ese momento le cambiará la vida.

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