No nos dejes caer en la tentación

«No me tientes, que, si nos tentamos, no nos podremos olvidar».

Mario Benedetti

A mitad de la noche desperté, escuchaba un ruido perturbador. Me di la vuelta y observé que Christian estaba boca arriba y balbuceaba unas palabras. Hablaba en un idioma que no conocía y repitió varias veces una palabra «Zawadi». Tenía los puños apretados y la frente empapada de sudor. Al parecer estaba teniendo una pesadilla. Dada la experiencia que tuve al tocarlo para despertarlo, me limité a llamarlo por su nombre. Tuve casi que gritar para que recuperara la consciencia. Él despertó violentamente llevando sus manos al pecho y se palpaba atemorizado mientras hiperventilaba con desesperación.

—¿Estás bien? Parece que tenías una pesadilla.

Él me miró y pareció darse cuenta de dónde y con quién estaba. Asintió con la cabeza y me dio la espalda. Quise preguntarle qué había soñado, pero entendí que no quería hablar de eso.

***

La resplandeciente luz del nuevo día se colaba a través de las cortinas azules. Mi noche había sido muy reparadora, sobre todo por la compañía que tenía en la cama. Cumplí mi palabra de que no le pasaría nada si dormíamos juntos. Salvo esa pesadilla que tuvo, todo estuvo maravilloso. Intuí que me había mentido con respecto a que se movía mucho durmiendo. Estaba en la misma posición en la que lo dejé después de su pesadilla, sólo que ahora no me daba la espalda. Se veía tan adorable, con sus labios entreabiertos y el pelo despeinado. Verlo dormido tan plácidamente me enternecía y no pude evitar sonrojarme, cuando me descubrió contemplándolo como una tonta.

—Buenos días —me dijo sonriendo.

—Buenos días. ¿Has descansado?

—Sí —contestó poniéndose boca arriba y estirando los brazos—. Aunque podría dormir todo el día.

—Podríamos hacerlo, pero nos perderíamos de mucho. Así que póngase de pie padrecito, ya habrá tiempo para descansar.

—Tú mandas, Eli —dijo mirándome y haciéndome un guiño. Yo sonreí y me dio gusto que su reacción malhumorada se haya ido.

Me levanté de la cama, saqué lo que necesitaba de mi mochila y entré al baño. En una hora nos bañamos, desayunamos y a las 9:00 a.m. estábamos listos para salir a conocer la Acrópolis.

Al llegar había tanta gente que parecía un océano humano, pero el movimiento estuvo fluido. Subimos el monte observando las grandes y antiguas construcciones llenas de miles de años de historia, el templo de Atenea, el Partenón y todos los monumentos que representaban la popular mitología griega.

Yo estaba fascinada. Por mucho tiempo conocí estos lugares por medio de los libros y se los describí a mis alumnos lo mejor que pude, pero verlos y tocarlos con mis propias manos me llenaba de un indescriptible gozo. Christian también estaba muy emocionado. Él y yo compartíamos muchos gustos y la historia y mitología griega era uno de ellos. Durante todo el recorrido tuvimos largas conversaciones sobre ello y apostamos sobre quién conocía más sobre mitología. Obviamente le gané. Era muy competitiva cuando se trataba de juegos y me gustaba ganar.

Al terminar nuestro recorrido por aquellas invaluables ruinas, caminamos hasta la Plaza Sintagma y almorzamos unos deliciosos platos típicos. Nos reímos y disfrutamos la presencia el uno del otro. Nos llevábamos muy bien y era muy fácil conversar con él de cualquier tema.

De regreso cambiamos la ruta y decidimos atravesar la calle principal del barrio de Plaka, uno de los lugares más pintorescos de Atenas. La calle era peatonal y a ambos lados había comercios de objetos típicos, restaurantes y uno que otro artista callejero tocando una especie de guitarra que ellos llamaban buzuki. En cada esquina se podía escuchar sonar la música tradicional y la algarabía de la gente era muy contagiosa. Me dieron deseos de bailar y decidí que en este viaje haría las cosas que no me atrevería en mi entorno. Así que le extendí mi mano a Christian y lo invité a bailar al ritmo griego. Él aceptó mi invitación y parecíamos dos locos, bailando torpemente una canción que no teníamos ni idea de cómo se bailaba.

De pronto, di una mala pisada y estuve a punto de caer al suelo, pero Christian me sostuvo. Nuestros rostros estaban tan cerca que podía besarlo sin ningún problema. Todo a nuestro alrededor se detuvo y pareció que un imán nos atraía. Quería besarlo y sentí que él deseaba que lo hiciera. Sin embargo, nuestro vergonzoso acto divirtió tanto a un noble anciano, que se acercó a nosotros e interrumpió nuestro mágico momento y me obsequió un talismán con forma de ojo azul que tomó de su vitrina.

—¡Gracias! —exclamé.

—Es el ojo griego, los protegerá de las energías negativas que atenten contra su amor.

Ambos nos miramos, pero no sacamos al señor de su error. Le dimos las gracias, nos despedimos y continuamos caminando por la concurrida calle adoquinada en silencio. La expresión de aquel hombre había calado en lo profundo de ambos.

Íbamos entretenidos en nuestros pensamientos cuando nos topamos con dos hombres no mayores de cuarenta años. Vestían bastante casual, pero a leguas se les notaba el peso de la Iglesia encima de sus hombros. Aquellos hombres saludaron efusivamente a Christian en cuanto lo vieron. Parecían muy sorprendidos de encontrarlo.

Amico come stai? —dijo uno de ellos.

Sto bene —contestó él.

Aunque no podía entender todo lo que decían, algunas palabras se me hacían familiares de tanto escuchar a Camila parlotear y podía intuir de qué trataba la conversación.

—Escuchamos lo que te ocurrió en África. Fue muy lamentable, todos estábamos preocupados por ti y te mantuvimos en nuestras oraciones —dijo el otro.

—Gracias por tenerme presente. —Hizo una pausa y continuó hablando en inglés—: Ella es Elizabeth, una amiga de Camila. —Sentí una punzada en el pecho, pensé que él y yo ya éramos amigos y que podía presentarme como tal. Pero me cayó un balde de agua fría al pensar que ni siquiera era su amiga.

—Un placer, señorita. Yo soy el padre Alonzo y él es el padre Agustín. —Y cada uno me saludó con un beso en cada mejilla.

—El placer es mío —contesté fría tratando de ser educada. Aún se repetía en mi mente «amiga de Camila».

—Y ¿dónde dejaste a Camila? —preguntó el otro con cierta curiosidad malintencionada.

—Se quedó descansando —mintió descaradamente y me pregunté por qué razones lo había hecho—. Fuimos a la Acrópolis y quedó exhausta. Ya saben cómo es ella y las largas caminatas.

—Cierto, la chica de la moda. Le das nuestros saludos —pidió el padre Agustín.

—Y ¿qué los trae por aquí? —preguntó él.

—Estamos de vacaciones. Esta noche nos vamos a Santorini para que el sol y la playa nos renueven el espíritu. Los padres Fabrizio y Dante también nos acompañan. Se han quedado en el hotel —dijo el padre Alonzo muy emocionado.

—Y tú, ¿piensas regresar a Kenia? —preguntó Agustín con mucha seriedad, como si algo terrible le esperara a Christian si lo hacía—. En Italia hay muchas misiones en las que puedes ayudar. Nadie puede obligarte a quedarte en ese lugar.

—Me temo que es en Kenia donde más me necesitan ahora, así que volveré allá —contestó con mucha franqueza y con cierta indiferencia a la alarmante mirada de sus amigos.

—Te admiro, amigo. —El padre Agustín le dio una palmada en el hombro.

—Bueno, ha sido muy grato encontrarlos aquí —comenzó a decir Christian—, pero nosotros seguiremos nuestro camino. Disfruten mucho su estancia. Tal vez nos vemos más adelante en Italia. Mis saludos a Fabrizio y Dante.

—Se los daré. En verdad espero que nos veamos en Italia —contestó el padre Alonzo dándole un gran abrazo.

—Me da mucho gusto verte otra vez —siguió el otro.

—Yo también —finalizó Christian.

—Señorita Elizabeth, ha sido un placer. —El padre Alonzo me tendió la mano, mientras que el otro inclinó un poco su cabeza con una leve sonrisa y una mirada penetrante, como si quisiera escuchar mis pensamientos y luego le dio la misma mirada a Christian.

Reanudamos la caminata en silencio y cuando estábamos lo suficientemente lejos de sus amigos lo confronté.

—Le mentiste a esos padres.

—Sí, lo hice —reconoció—. Ellos son mis compañeros y me conocen desde que entré al seminario. ¿Qué crees que pensarían si les digo que estoy aquí solo contigo? De por sí ya es una situación extraña y complicada que podría malinterpretarse. El padre Agustín es el hombre de la sospecha perpetua.

—¡Entre nosotros no hay nada! —repliqué enojada porque, aunque mis pensamientos lujuriosos inundaran mi mente, mi moral y seriedad me dictaban que no debía intentar nada con el padre.

—Pero ellos no se detendrán a pensar en eso. Ya tengo suficientes problemas como para cargar con un chisme de faldas. —Su tono ya no era tan dulce como siempre.

—¿Ni siquiera puedes presentarme como tu amiga? —lo interpelé deteniéndome y viéndolo a los ojos. Yo representaba un «chisme de faldas».

Él no contestó, solo se limitó a respirar profundamente. Me enojé aún más y comencé a caminar dejándolo atrás. Él caminó detrás de mí, pero no intentó alcanzarme y eso me producía aún más rabia. En pocos minutos llegué al apartamento y con los brazos cruzados lo esperé en la entrada, pues él era quien tenía la llave. Entramos y él cerró la puerta tras de sí.

—Elizabeth, no quise herirte —se disculpó mientras se acercaba a mí—. Pero entiende mi posición.

—¿Qué debo entender? —dije al fin. Él suspiró

—Tú eres mi amiga. En el poco tiempo que llevo de conocerte he aprendido a considerarte como tal. En varias ocasiones te he dicho lo maravillosa que eres y así lo creo. Si no te presenté como mi amiga fue porque si se enteraban que Camila no estaba con nosotros, pondría su imaginación a volar y un escándalo no le conviene a la Iglesia.

—Tú y tu Iglesia. —Estaba frente a frente a él con los brazos en jarras—. Aun no comprendo por qué los obligan a sacrificarse de esa manera. ¿Qué delito hay en tener una esposa y procrear?

—Nadie me ha obligado, fue mi libre opción no casarme. —Noté cierto enojo en su voz. La tensión en la habitación era muy fuerte.

—Me lo dice el hombre que nunca ha tenido sexo —repliqué y al instante me sentí avergonzada por sobrepasar mis límites y utilizar sus palabras para ofenderlo.

Me di la vuelta con el fin de poner fin a esta tonta discusión, pues no tenía sentido discutir con un hombre que apenas conocía y que al final del verano dejaría de ver. Pero Christian impidió que me alejara tomándome de un brazo y obligándome a dar la vuelta y apoyarme sobre su pecho, mientras sus manos rodearon mi cintura.

Cuando me di cuenta sus labios estaban sobre los míos. Me besaba con una enorme pasión, como si llevara un fuego consumiéndolo por dentro que ya no pudo contener. Yo correspondí al ardor de sus labios con la misma intensidad y puse mis manos sobre sus mejillas con la intención de que no se me escapara. El néctar de sus labios era tan dulce como lo había imaginado y no quería probar otra cosa que no fuera el ardiente cuerpo de este dios griego.

Sus manos comenzaron a bajar de mi cintura a mis nalgas y las apretó con fuerza contra sí, haciéndome sentir la dureza que iba creciendo en su entrepierna. Estábamos tan unidos que parecíamos una sola persona y nuestros corazones iban al mismo ritmo acelerado, como un concierto de tambores.

De repente, Christian soltó mi trasero y separó bruscamente sus labios de los míos. Me miró por un momento a los ojos y vi en la profundidad de estos la contrariedad, la lucha que estaba experimentando en su interior. Había caído en la tentación de besarme y parecía devastado. Aún tenía su rostro entre mis manos, cuando Christian dio media vuelta y, sin decir nada, salió del apartamento.

No sabía qué pensar ni qué hacer. ¿Debía salir detrás de él o dejarlo solo? Me senté sobre la cama y acaricié mis labios con mis dedos tratando de conservar el sabor de su boca y guardar para siempre en mi memoria aquel momento glorioso en el que me elevó al Monte Olimpo.

Un pensamiento se repetía en mi mente: Yo no le era indiferente. Un regocijo, extraño e intenso, llenaba mi alma y mi corazón saltaba de emoción. ¿Acaso era esta la sensación de probar los labios que estaban vedados para todas las mujeres? ¿Era yo una nueva Eva que comía del fruto prohibido? ¿Sería condenada por Dios por meterme con uno de sus hijos preciados? ¿Volvería a repetirse otra vez? No lo sé. La única certeza que tenía era que estaba dispuesta a seguir comiendo de la fruta prohibida, si él así lo deseaba.

***

28 de junio del 2018

Atenas, Grecia

Elizabeth y yo discutimos. La tensión entre ambos es demasiado intensa. Apenas hemos compartido unos días y se siente como si la conociera de toda la vida. Creo que ella también me trata de la misma manera. Mientras discutíamos quise gritarle que no puedo ni siquiera presentarla como amiga. Ella no es mi amiga. Es una mujer que deseo, un pecado que atenta contra mi fidelidad. Pero fui débil. Lo que no pude decirle con la boca se lo expresó mi cuerpo y mi instinto. La besé. Deseé tanto desnudarla, sentir su piel contra la mía y experimental por primera vez estar dentro de una mujer.

Al besarla confirmé que ella también se siente atraída por mí. Sería tan sencillo que dejáramos que el deseo nos dominara y complacer la carne que apetece placer. Nos gustamos, estamos solos y nadie se daría cuenta. Creo que ella es lo suficientemente reservada para no divulgar nuestra aventura.

¡No! ¿En qué estoy pensando? Estoy dejando que la tentación me susurre al oído. No puedo ni pensar en semejante acto. Tal vez nadie se entere, pero no podría vivir conmigo mismo si llegara a ocurrir algo entre los dos. Dios, no me dejes caer en la tentación.

***

He permanecido por horas sentado en un banco en la Plaza Sintagma. Tengo miedo de regresar al apartamento y enfrentar sus preguntas. No podré ocultarle mi atracción por ella. Me siento vulnerable. Es contradictorio, pero, aunque sea un pecado, me hace sentir paz estar a su lado y hacía mucho que no había dicha en mi corazón. Pensé que estaba muerto por dentro, pero ella me ha recordado que sigo vivo. Sin embargo, ya lo he escrito, no puedo jugar con sus sentimientos por satisfacer mis deseos. Yo no soy así y ella no lo merece. Debo marcharme lo antes posible para no lastimarnos.

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