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Pero desconfiar se volvió su hábito cuando una chica le dio un beso aun delante de ella, y cuando le pidió que se explicara, él se había enfadado diciéndole que no tenía control sobre lo que hacían los demás.

—Te estás volviendo celosa —le decía él—. Y no me gustan las mujeres celosas.

—Pero es que te desapareces, y no me dices dónde estás.

—Si tanto quieres tenerme a tu lado, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo?

—¡Tengo que terminar la carrera! —le decía—. Mis padres son los que me la están pagando. Si les digo que me casé contigo, dejarán de darme su apoyo y tú… ahora mismo vives de tus padres, ¿vas a mantenerme? ¿Puedes hacerlo?

—Yo podría, si sólo viera un poco de interés en ti.

—¡Pongo todo mi interés! Acordamos que terminaríamos la carrera y luego sí… haríamos una ceremonia delante de todos y nos iríamos a vivir juntos.

—Entonces, no puedes criticarme si salgo con mis amigos. No me siento casado y es por tu culpa, así que te aguantas.

Las discusiones se volvieron peores. Cuando descubrió por primera vez una de sus infidelidades, lloró, lloró tanto. Pero cuando él, llorando también, le pidió perdón y le juró que no lo volvería a hacer, le creyó, y le perdonó. Damien nunca lloraba, y si lo hacía era porque le dolía en verdad el corazón.

Desde entonces, salió más con él. A donde él quería, iba.

—¿Por qué no te vistes diferente? —le decía—. Tus vestidos son tan… cubiertos.

Y ella empezó a usar escotes, mini faldas, a maquillarse. A escondidas de sus padres, claro.

—¿Por qué no bebes? Las mujeres normales beben. Bebe conmigo.

Y ella bebía, claro. Porque él se lo pedía.

—Eso es lo que no me gusta de ti. No te gusta salir a bailar, no te gusta tomar, no te gusta nada de lo que me gusta a mí. Prefieres pasar el domingo en tu casa que divirtiéndote, prefieres un libro a una disco; luego no te quejes porque me busqué a otra para divertirme.

Ahora lo recordaba y no podía más que enfadarse. Un hombre de verdad habría valorado que ella fuera más bien hogareña, que disfrutara más de la lectura que de los bailes y el licor. Habría encontrado en ese tipo de niña que fue un tesoro, alguien a quien valorar, algo muy escaso entre las jóvenes de su edad.

—Quiero hacerlo esta noche —le dijo una vez, borracho, y ella lo dejó entrar a su habitación sólo para que no hiciera un escándalo en el pasillo.

—Estás ebrio, Damien. ¿Dónde estabas?

—Te amo, Amelia —le dijo buscando su boca para besarla—. Eres la mujer de mi vida. Eres todo para mí.

—¿Has venido… sólo a tener sexo?

—Y a decirte lo mucho que te amo. Te necesito —la abrazó, y el vaho de licor que salía de su boca le hizo rechazarlo.

—No puedes venir aquí y simplemente pretender que me suba la falda por ti.

—Ah, ¿tienes falda? Mi cristianita —se burló—. ¿Todavía vas a la iglesia con tus padres los fines de semana? ¿Le estás dando tu juventud a Jesús?

—Damien, sabes que no me gusta que te burles de…

—Tú no eres ninguna hija de Dios —le espetó—. Eres mentirosa, engañas a tus padres.

—Lo hago por ti.

—¿Y eso te justifica? Qué hipócrita eres. La mujer más hipócrita sobre la tierra eres tú —Amelia lo miró sorprendida, muy sorprendida de él y de sí misma. Él tenía tanta razón. Era una hipócrita.

Los ojos se le habían humedecido, y esa noche lo echó de su habitación.

—Si me voy con otra, no me vas a poder reprochar después —le advirtió Damien—. Tú misma me estás negando lo que por derecho me pertenece. Eres MI esposa, así que tu coño es mío.

—Lárgate, Damien. No quiero verte.

—¡Tu coño es mío! —gritó él.

Efectivamente, luego descubrió que estaba saliendo con otra. Cuando se lo reprochó, y discutieron, y ella lloró, él le dio una salida: divorciarse, o contarle al mundo que estaban casados.

—¡No puedo contarle a mis padres! —exclamó ella. Ya casi se iba a graduar, ¡ya le faltaba tan poco! —Un año más. Sólo un año más.

—¡Entonces no te quejes! ¡Soy un hombre! ¡Tengo necesidades!

—Pero, ¿quién es el que te gobierna? ¡Tu mente o tu polla!

—¡La polla me gobierna y qué! —gritó él.

—No me hagas esto, Damien. Me haces daño. Se supone que nos casamos para ser felices, pero me haces daño. Me lastimas con tus palabras, con tu infidelidad.

—Cuando vivamos juntos, todo va a cambiar.

—Pero ya tú has cambiado. Ya… ni siquiera me dices las cosas bonitas que solías decirme antes. ¿Ya no me amas, Damien?

—Sí te amo —contestó él de inmediato—. Dios, sí, te amo. Me muero sin ti, Amelia. Soy tan miserable sin ti.

—Entonces, espera. Por favor… espera…

Y tan sólo unas semanas después de eso, ocurrió lo peor.

Alguien, un anónimo, le había enviado una fotografía de Damien besando a otra mujer, así que en cuanto pudo fue a buscarlo. Él vivía en un edificio de apartamentos cerca de la facultad, y aun en medio de la lluvia, Amelia cruzó las calles para enfrentarlo. Discutieron horriblemente, se dijeron cosas que ya ni siquiera recordaba, pero que lastimaban. Damien se sabía tantas palabras para denigrar a una mujer, que, de alguna manera, siempre conseguía hacerla sentir tan inferior, tan culpable de todo.

—No me busques más —lloró ella—. Nunca me vuelvas a llamar. ¡Te odio! —le gritó, y sin añadir nada más, salió del edificio. Cuando estuvo afuera, no tuvo ánimo para abrir de nuevo su paraguas y simplemente lloró empapándose en sus lágrimas y la fuerte lluvia. Alguien la tomó del brazo y ella se giró. Era Damien.

—No puedes odiarme. Por más que lo intentes, no puedes odiarme. Eres mía.

—No, Damien. No te pertenezco —ella forcejeó para liberarse de su mano, pero él era muy fuerte—. ¡Suéltame, me haces daño!

—¡Te aguantas! —gritó él—. Soy tu marido, ¡te aguantas!

—¡Me voy a divorciar!

—¡Tú no vas a hacer nada! —exclamó él a voz en cuello, y la soltó tan bruscamente que Amelia resbaló y cayó al suelo. Se había dado fuertemente en el trasero, y miró arriba a través de las gotas de lluvia notando que, si bien él estaba un poco sorprendido por su caída, no la estaba ayudando a ponerse en pie. Y Amelia tardó unos minutos en recuperarse, se movió hasta ponerse en cuatro y al fin se levantó. Lo único que vio de Damien fue su espalda internándose de nuevo en el edificio, y ella allí, de rodillas en el andén, bajo la lluvia, sola y adolorida.

Al llegar a casa notó una pequeña mancha en su ropa interior, pero no le prestó atención.

En los días siguientes tuvo fiebre, y se lo achacó a la lluvia; se había resfriado, tal vez.

Pero a las semanas, las cosas empeoraron. Manchaba, tenía fiebre, se sentía débil… De repente, en clase, había empezado a sangrar, y se desmayó. Sus compañeros la llevaron a la enfermería, pero los cuidados allí no fueron suficientes, de modo que la trasladaron en una ambulancia a un hospital, y allí, sola, había recibido la noticia de que había estado embarazada, y que había perdido el bebé hacía varios días. Si se hubiese dado cuenta al momento, habrían podido ayudarla, pero desarrolló una severa infección que le podía estar costando hasta la vida.

 Le aconsejaron que llamara a un familiar, pero ella no se atrevió. Solo imaginarse la cara de sus padres, su reacción, le hizo rechazar la sugerencia.

Llamó a Damien, una y mil veces, pero él nunca contestó. Llamó entonces a Catherine, explicándole la situación. Confiaba en ella, no le contaría a nadie. Pero ella tampoco había podido localizar a Damien, según lo que le había dicho luego, y cuando su hermano mayor, Zachary, le preguntó qué estaba ocurriendo, le había tenido que contar.

Fue Zack quien estuvo con ella en el hospital, quien la acompañó cuando recibió la noticia de que su situación era crítica, que intentarían salvarle el útero, pero que no le podían dar esperanzas.

Y habrían sido vanas, porque entonces Amelia había perdido toda capacidad de tener hijos. Y lloró, lloró, lloró…

Fueron días horribles. Zack la acompañaba todo el tiempo que podía, pero él también tenía clases, tenía una vida, así que la mayor parte del tiempo estaba sola, con sondas, tubos, agujas, etc. Aún ahora recordaba aquellos días y su piel se erizaba. El olor de los hospitales le recordaba aquella terrible época, y siempre que entraba a uno resultaba llorando como una niña llena de miedo y terror.

A pesar de la amabilidad de todo el personal, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Zack, de Catherine… esa había sido la peor época de su vida, donde la noche no había podido estar más negra, el fondo mismo de su pozo de desesperación.

Cuando Damien se enteró, también lloró. Lloraba su bebé, lloraba por ella. Cuando al fin fue a verla, se culpó, pidió perdón, la abrazó con ternura y secó sus lágrimas.

Pero tan sólo unos meses después, le pidió el divorcio.

Luego supo que él había embarazado a otra mujer.

Tuvo su primer hijo, y parecía hallar placer en mostrarlo, en restregárselo a ella ante las narices.

A sus padres, ella le dijo que había sido una infección cualquiera y que ya estaba bien. Los controles que había tenido que hacerse durante años los camuflaba con otro tipo de cosas. Al terminar la universidad, Amelia no sólo se convirtió en una mujer estéril, sino divorciada, y un tanto amargada.

Un tanto no. Muy amargada.

Damien había abandonado a la madre de su hijo y le pidió volver con ella, pero Amelia estaba tan resentida, tan dolida con él, que nunca le contestó, y él fue a verla a donde estaba, tratando de conquistarla de nuevo, siendo lindo otra vez.

—Ya tengo un hijo —le dijo—. No me importa si tú no me puedes dar otro. Ya no dependes de tus padres, podemos casarnos otra vez, podemos llevar una relación normal. Eso fue lo que nos hizo daño, Amelia, el haber tenido que esconder todo. Eso fue lo malo.

—No —le contestó ella—. Lo malo fuiste tú, tus mentiras, tu infidelidad.

—¿Eso quiere decir que no volverás conmigo?

—Ni muerta.

—Entonces, muérete. No eres más que una estúpida miedosa, incapaz de tener a un hombre interesado. No eres nada, no eres nadie, ni siquiera eres tan bonita…

—Perdóname, lo dije en el calor del momento, lo dije porque soy estúpido, perdóname —le decía siempre después—. Ven, mira, te doy lo que quieras, estoy ganando bien, vuelve conmigo. No sé vivir sin ti, Amelia. Ven a verme, por favor…

—Ni que el sexo contigo fuera tan genial —decía entonces cuando ella lo rechazaba y le recordaba el infierno que habían vivido—. Hay muchas otras mujeres que lo hacen mucho mejor que tú, ¿sabes? Soy un hombre, gano dinero, puedo tener a la mujer que se me dé mi puta gana. ¿Por qué me iba a conformar con una como tú? Nunca llenaste mis expectativas…

—No, Dios, no… Olvida eso. Estaba ebrio. No sé ni lo que digo. No sé por qué siempre digo lo que menos pienso. Me duele verte llorar, me duele saber que sufres. Amelia, vuelve conmigo. No me dejes así. Dios, esto duele tanto…

¿Relaciones tóxicas?, se reía ahora Amelia. La frase se había vuelto bastante famosa últimamente, los jóvenes de hoy en día la usaban para todo… y la gran mayoría no sabía lo que en verdad era.

Ella había estado en una. Le perdonó su infidelidad más veces de las que quería admitir. Se rebajó tantas veces pidiéndole su lealtad, su amor en exclusiva. Le creyó todas las malditas veces que dijo que iba a cambiar. Aceptó siempre la culpa, aceptó su insuficiencia, aceptó sus fallas en espera de que él aceptara las suyas y se equilibrara al fin la balanza.

Pero eso nunca pasó, y Damien se fue volviendo cada vez más y más extraño para ella, hasta terminar convirtiéndose en un total monstruo, desconocido en todos los aspectos.

Había tenido dos hijos más, con otras dos mujeres diferentes. Había iniciado negocios que nunca dieron fruto. Era ahora una carga para sus padres, ebrio, problemático.

—Es tu culpa —le decía siempre que tenía oportunidad—. Tú me hiciste así. Tú acabaste conmigo. Mataste a nuestro bebé, y me mataste a mí.

Nadie nunca podría describir con precisión lo que Amelia sentía cada vez que lo veía, cada vez que lo escuchaba. Su solo nombre dolía, Sacramento y su universidad llegaron a convertirse en lugares que no soportaba ni ver, porque por mucho tiempo fue débil, y a pesar de las mentiras y los engaños Amelia anhelaba tanto el amor que volvía a caer en la trampa. De modo que al fin tuvo que huir, y en cuanto se graduó, se disculpó con sus padres y se fue a vivir a San Francisco.

Él insistía en llamarla, estuviera ebrio o sobrio, para decirle lo mucho que la amaba, o la odiaba, de modo que lo bloqueó de todas sus redes, de su teléfono, de su vida. Bloqueó también a Catherine, porque inevitablemente a través de ella se enteraba de qué hacía o en qué andaba él. Eludía las llamadas de Howard y Denise, sus ex suegros, que no supieron hasta dónde había llegado su relación, pero que intuían que había sido importante. Habrían sido los suegros perfectos, y Catherine la cuñada perfecta, porque la querían y eso se les notaba, pero Damien era tan, tan inapropiado, tan lejos de lo que cualquier mujer merecía y quería.

Se preguntaba si esas acusaciones de que ella había arruinado su vida eran verdad. ¿Qué habría sido de él si no hubiesen cometido la locura de casarse? Tal vez él la quiso en un momento, en un pequeño momento, pero no había podido asumir la relación tal y como ésta había venido. Los dos habían sido demasiado jóvenes y no habían sabido afrontar las dificultades, y él no había podido seguir adelante.

Ella tampoco, la verdad.

Oh, en lo profesional, había tocado la cima del éxito. Viajaba por el mundo, tenía dinero, un auto, un apartamento, toda la ropa que quisiera, todo lo que cualquier mujer ambiciosa pudiera soñar… Pero estaba rota, destruida, acabada en todo lo que con los sentimientos y las relaciones tuviera que ver.

Todas las relaciones que intentó tener luego acabaron mal, porque ella era celosa. ¿Y cómo le iba a creer a los hombres, si aun cuando lloraban jurando que te amaban, se acostaban con otras? Los vigilaba, sí, revisaba sus teléfonos y sus conversaciones. Armaba siempre una red de espionaje con otras amigas para hallarle las faltas, y siempre, siempre, las tenían. Todos los hombres fallaban, todos eran infieles, todos eran unos malditos.

¡Y pensar así le dolía tanto!, porque sabía que era mentira, que sí había hombres fieles, tal como su propio padre, que no se había vuelto a casar a pesar de que había enviudado hacía mucho; tal como el mismo Howard con su querida Denise, tal como Richard, el esposo de su hermana Penny y padre de Andrew, su sobrino de dieciocho años.

Los hombres sí se enamoraban y eran capaces de ser fieles, pero no a ella, no con ella.

Ella carecía de ese algo que esas afortunadas mujeres tenían, y a ella no le eran fieles, con ella no se quedaban los buenos. A ella llegaban los advenedizos, los que también estaban echados a perder, así que, con el tiempo, los había aceptado para lo que querían, para pasar el rato. Y cuando alguno confesaba estarse enamorando, ella sólo se reía y terminaba la relación al instante.

No, nunca pasaría otra vez por algo similar. Nunca otra vez bajaría sus defensas, y todo había empezado en una estúpida clase de gimnasia a sus dieciséis, cuando Damien Galecki puso sus ojos en ella, cuando ella le dijo que sí, y lo besó.

Un instante puede costarte todo tu futuro, una palabra puede echar a perder toda tu vida, un segundo puede ser la diferencia entre el cielo y el infierno.

Oh, cuánto, cuánto se arrepentía.

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