LA SEDUCCIÓN DEL ESPOSO
LA SEDUCCIÓN DEL ESPOSO
Por: Claudia Llerena
1. NOS VAMOS A PARÍS

Capítulo uno: Nos vamos a París

Heather bajó deprisa los escalones que daban al bar y entró. Estaba oscuro y lleno de bebedores que aprovechaban la hora del almuerzo para tomar un trago. No veía a Dylan; puesto que no era lo suficientemente alta como para divisarlo entre las cabezas de hombres de negocios trajeados que tenía a su alrededor. Mientras se abría camino entre los cliente, sintió un estremecimiento. La idea de que la vieran allí, de que la reconocieran la aterraba. Por ello fue un alivio distinguir entre la multitud en el extremo opuesto del local la cabellera castaña rojiza de Dylan. Dylan, alto, sofisticado y atractivo, se puso de pie al verla aproximarse a él. Heather se sintió orgullosa.

—Llegas tarde —se quejó él.

—Lo siento, no pude escaparme antes —explicó ella jadeando, al mismo tiempo que se dejaba caer en el asiento y echaba otra ojeada al lugar, temerosa de encontrar alguna cara conocida.

—No sigas. Estás en otra parte de la ciudad.

Heather bajó la cabeza, escondiendo la cara ruborizada detrás de la melena castaña rojiza ceniza.

—¡Ese hombre de allí me está mirando! —señaló nerviosa.

—La mayoría de los hombres miran a las mujeres bonitas... y tú eres exquisitamente bonita, mi amor —murmuró Dylan en voz baja, adoptando un tono íntimo mientras le tomaba la mano—. Me fastidia ver que te miran todos cuando pasas.

—¿De verdad? —preguntó ella asombrada por sus cumplidos.

—¿Por qué no vamos a mi apartamento? —sonrió Dylan dibujando el labio inferior con el dedo.

Heather se puso rígida desde su sitio.

—No puedo. Todavía no. Ya sabes cómo me siento al respecto —musitó. El miedo se había apoderado de ella.

Él cambió su expresión por un gesto frío y duro.

—Dylan, por favor...

—Por lo que se ve, estás jugando conmigo mientras tu esposo está de viaje.

—Te amo —los ojos de ella se llenaron de tristeza y ansiedad.

—¿Entonces cuándo vas a decirle que quieres divorciarte? —le exigió.

—Pronto. Estoy buscando el momento apropiado —Heather se había puesto pálida y en los rasgos bonitos de su cara expresaba cierta tensión.

—Teniendo en cuenta que él solo duerme contigo una noche al mes, puedo esperar sentado aquí hasta el año que viene, según tú. Tal vez lo ames al desgraciado...

—¿Y crees que es posible? Tu sabes bien que nuestro matrimonio no es como otros.

—¿Y no quieren los periódicos aprovecharse de esa situación? —se rió Dylan burlón.

—No me hace ninguna gracia, Dylan.

—Bueno. Lo único que me tranquiliza es saber que si yo no soy tu amante, él tampoco lo es. Un verdadero misterio. Mírate. La esposa virgen después de cinco años. Y sin embargo a él rara vez no se le ve con una jovencita colgada del brazo. Quizás sea un homosexual no declarado.

El estómago de ella se revolvió. Pensó que había sido una locura contarle a Dylan la verdad sobre su matrimonio. No se trataba de que fuese a usarlo en su contra. Le tenía verdadera confianza a Dylan, pero se daba cuenta de que su confesión podía resultar peligrosa, si bien servía para calmar los celos de Dylan hacia Andrew.

—¡No hables así de él! —se quejó Heather.

—¿Acaso no estás cansada de él? No creo que jamás tengas la valentía de decirle que quieres ser libre nuevamente. Me parece que estoy perdiendo el tiempo contigo.

—No, eso nunca —dijo ella aterrada ante la idea de perderlo.

No podía imaginarse volver a los tiempos de su vida sin Dylan. Una vida aburrida, vacía. Días interminables. Sin ninguna vida social. No tenía amigos. La observaban en todos los sitios a los que iba. La puerta de su cárcel se había cerrado el día de su boda y ella había sido tan tonta, tan ingenua de no darse cuenta hasta que había intentado pasar las rejas.

—¿Entonces cuándo? —presionó él.

—Pronto. Muy pronto. Te lo prometo.

—No entiendo por qué no recoges tus cosas y te vas. No se puede decir que no tengas motivos para divorciarte de él. El adulterio no va a pasarse de moda mientras ande por ahí Andrew Stanford .

—Tengo que hacerlo bien, Dylan. ¿No crees que le debo eso al menos?

—No creo que le debas nada. Ni siquiera es tu esposo ante los ojos de la iglesia ni de la ley —Dylan insistió.

—¡Me tengo que ir! —dijo Heather mirando el reloj de pulsera.

Dylan le rodeó los hombros y la besó con demostrada maestría.

—Te llamaré —le prometió—. Te quiero.

Heather salió corriendo. Estaba cerca de la peluquería en la que había reservado hora para una larga sesión de masaje. Era demasiado arriesgado encontrarse con Dylan. Y su cabeza le decía que cuanto más tardase en confesarle la verdad a Andrew y pedirle el divorcio, más se arriesgaba a que fuese descubierta. Sin embargo,, entonces, ¿qué importaría en verdad?

A Andrew no le importaba lo que hacía ella. Lo veía una vez al mes cuando él pasaba por Londres y el año anterior ni siquiera lo había visto con esa frecuencia. A veces Andrew le pedía que organizara una cena de negocios. Sin embargo, no era frecuente. Había ocurrido pocas veces y muy espaciadas. Incluso se solía comunicar con ella a través del personal de su empresa, en caso de necesitarlo.

Durante el tiempo que llevaban casados, Andrew no la había invitado a salir nunca, ni siquiera la había llevado a una fiesta. Solía llevar a otras mujeres en ese caso, pero a su esposa jamás. Andrew dormía en el ala de la casa que había acondicionado para él. E incluso las pocas noches que habían dormido bajo el mismo techo, lo había oído salir tarde y regresar al amanecer. Es decir que ni siquiera se podían contar esas noches como compartidas con él.

Por un momento recordó cuánto había llorado y se había preguntado qué había hecho para que las cosas fuesen así y que podía hacer para atraer su atención. Con rabia, quiso borrar esos recuerdos de su mente. El tiempo se había ocupado de que aquellos tiempos hubiesen quedados sepultados. La joven novia había crecido y era más sabia ahora.

—Lo siento. Me olvidé de la cita —murmuró Heather en la recepción de la peluquería y además insistió en pagarla de todos modos.

El propietario, Will, le ofreció comenzar con ella una sesión de inmediato, pero ella se disculpó diciendo que se le hacía tarde y se sentó a esperar a su peluquero.

—¡Oh! Señora Stanford, su guardaespaldas ha dejado un mensaje para usted —le informó Will bajando la voz y la cabeza.

Heather se puso tensa y pálida.

—Tranquilícese —Will la miró con complicidad—. He dicho que estaba en la sesión de masajes.

—Gracias —ahora Heather se había puesto colorada.

—Será mejor que le dé el mensaje. El señor Stanford le está esperando en casa.

¿Que Andrew qué? Andrew la estaba esperando....¿Andrew, que nunca la había esperado en cinco años? ¿Andrew estaba en casa cuando no lo esperaba hasta la siguiente quincena? Involuntariamente, Heather se estremeció; se le revolvió el estómago. Sintió terror.

Will se sentó a su lado y le dijo:

—Pequeña, tú no eres el tipo de chica para jugar a esto.

—No sé lo que estás...

—Llevas viniendo a este salón desde hace cinco años. Y desde hace dos meses no haces más que ponerte colorada —suspiró —. Y no quisiera pasar a la historia como un estúpido capaz de facilitarle una coartada a la señora Stanford. Me da la impresión de que tu marido es un tipo capaz de romperle los dedos a quien haga una falta así. Me dan temblores de solo pensarlo.

—Lo siento —Heather se sintió avergonzada.

—Y yo siento no poder ayudarte más, porque ha sido bonito verte feliz por un tiempo.

—¿Señora Stanford?

Heather miró a Francis, su guardaespaldas, que proyectaba una sombra grande y oscura sobre ella se puso de pie, Francis le echó una mirada de desconfianza a Will, quien se encontraba demasiado cerca de la esposa de su jefe.

Tan pronto como se acomodó en la limusina se desmoronó. Will sabía que ella estaba viendo a alguien. Se sentía tan humillada. Y también se sentía terriblemente culpable. Se peluquero además tenía miedo de verse envuelto en un escándalo matrimonial. Aunque lo cierto era que nada de eso sería posible ya que Andrew no tenía ni la menor idea de lo que hacía ella. Sin embargo, el dicharachero Will, que tantas veces se había reído de sus depresiones, estaba sinceramente asustado.

Todo el mundo le tenía miedo a Andrew. Y sin embargo ella jamás lo había oído gritar. Durante los primeros tiempos de su matrimonio, Heather había sentido terror hacia Andrew, pero con el tiempo ese terror se había ido difuminando y adquiriendo la forma real de la indiferencia de Andrew hacia ella. Simplemente parecía que Heather no existía en la escala de seres humanos importantes para Andrew. Él se había casado con Heather para obtener las acciones que su padre le había cedido a ella. Su esposa era parte de un acuerdo de negocios, nada más.

Y sin embargo, ella hubiera jurado que había habido momentos, al principio de la relación, en que Andrew la había mirado con odio; un tiempo en que cada palabra de él sonaba como una amenaza hacia ella, cuando la sola presencia de Andrew la hacía sentir en peligro. Entonces había aprendido a evitarlo siempre que podía. Había aceptado casarse con ella por las acciones. Sin embargo, no obstante el divorcio no parecía ser una idea que lo convenciera. Y esto era algo que Heather no alcanzaba a comprender.

Y ahora Andrew, que no había dado la más mínima señal hacia ella en cinco años, había vuelto a casa y la estaba esperando. Era algo que la ponía nerviosa. Subió los escalones de la enorme casa aferrada a su bolso como si buscase protección en algo.

«La esposa infiel», pensó con tristeza.

No obstante, ella no era su esposa en realidad, se recordó, como lo había hecho desde que había conocido a Dylan. Tendría que haberle pedido su libertad mucho tiempo atrás. Sin embargo, su padre se hubiese puesto fuera de sí y se hubiera sentido terriblemente decepcionado.

Heather se había pasado los primeros diecisiete años de su vida complaciendo a su padre, Lincoln. Y hacía cinco años, por consejo suyo, se había casado con Andrew y ese había sido el error más grande de su vida. Andrew le había quitado la libertad y no le había dado nada a cambio. Sin embargo, todo eso era historia pasada, se recordó a sí misma. Hacía apenas dos meses que su padre había muerto, a causa de la enfermedad coronaria que había dañado su salud durante años.

—El señor Stanford la está esperando en la sala —le informó Roger, el mayordomo.

Heather se puso más nerviosa aún. Como norma general, ella no veía a Andrew hasta la hora de cenar, por lo que sospechó que algo no iba bien.

Andrew estaba de pie, cerca de la chimenea recubierta de mármol. Era un hombre alto, que irradiaba una presencia extremadamente masculina. Alguna vez había sentido que su corazón se estremecía al mirarlo, que se le aflojaban las piernas y que le costaba pronunciar cualquier palabra frente a él. Ahora en cambio, Heather lo veía como si entre ellos hubiera una mampara de cristal. Había aprendido a distanciarse de él, como primera medida.

Andrew Stanford, el legendario magnate irlandés, poseedor de un gran poder y una gran fortuna. Tenía una elegancia natural que aumentaba con el exquisito gusto en la elección de la ropa: zapatos de piel acabados a mano, o un fabuloso traje en tela de mohair y seda. Era un hombre por el que cualquier mujer se moriría, había pensado Heather con la ingenuidad y excitación de los diecisiete años.

Y Andrew en efecto, era un atractivo hombre, seductor por donde se lo mirase. Un pelo grueso color ébano, la piel dorada, los ojos aguamarina. Y lo sabía, le gustaba que así fuera y se valía de ello cuando le venía bien. Una vez, aunque ella casi no lo recordaba, ella había sido el blanco de esa energía sexual que irradiaba.

Sin embargo, luego todo había cambiado.

Heather entró en la sala. La tensión flotaba en el ambiente. Los profundos ojos aguamarina de Andrew la miraron detenidamente.

—Tienes corrido el carmín —y los dedos de él volaron hacia su boca. Luego frunció el ceño y le dijo—. No tenemos mucho tiempo, así que voy a ser muy breve y directo. Nos vamos a París y no es una petición.

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