Capítulo 0002

Amelie sentía que le dolían hasta las pestañas por el impacto de aquella camioneta. Rezaba para no haberse roto ninguna costilla, pero estaba segura de que muy pronto tendría un cardenal en todo el costado derecho. Sin embargo, si esperaba descansar un poco después de semejante día, estaba muy equivocada, porque los gritos de su prima Stephanie la ensordecieron apenas entró.

—¡Amelie! ¿¡Por qué diablos te demoraste tanto!? —la increpó bajando las escaleras de la mansión Wilde—. ¡Ve y hazme un café decente, que la estúpida de la cocinera nueva ni eso sabe hacer! ¡Y luego me traes la ropa que fuiste a buscar a la tintorería, que tengo que comenzar el video En Vivo en una hora!

Amelie abrió los ojos con espanto y Stephanie se detuvo delante de ella.

—¿¡Dónde está mi ropa, Amelie!? —le gritó en la cara.

—Olvidé ir a buscarla —respondió Amelie intentando respirar profundamente.

En un segundo Stephanie estaba roja de la ira y hacía un escándalo a todo pulmón.

—¿¡Cómo olvidaste de una cosa tan importante!? ¡Te pago para que hagas estas cosas, y ni siquiera las haces bien!

—¡No, la verdad es que si me pagaras, quizás no se me olvidarían, Stephanie! —respondió Amelie levantando la voz—. ¡Pero como solo soy tu criada gratis, al menos deberías agradecerme que te ayude!

—¡Mamáaaaaaaaa!

Amelie puso los ojos en blanco.

—Yo mejor me voy a hacer el café, en lo que me acusas con tu madre como si tuvieras cinco años —gruñó mientras cojeaba hacia la cocina.

Desde allí oyó a su prima quejarse con su tía Heather de cómo Amelie quería arruinarle la vida.

"¡Uy, si ella supiera lo poco que me interesa", pensó Amelie mientras se inclinaba sobre la taza de café capuchino y un hilo de baba se escurría desde sus labios. "Listo, hasta con el ingrediente secreto le va el put0 café".

Lo puso sobre la barra y Stephanie lo agarró cuando entró con su madre despotricando también.

—¿¡Cómo olvidas una cosa así!? —chilló Heather, agitando sus brazos en el aire—. ¿Quieres arruinar la carrera de tu prima como influencer? ¿Por qué tienes que ser tan envidiosa?

La puerta se abrió de golpe y el tío de Amelie, Aquiles Wilde, entró también en la cocina.

—¿Qué sucede? —preguntó frunciendo el ceño.

—¡Esa estúpida de Amelie me arruinó el día! —respondió Stephanie con tono histérico—. ¡No se acordó de ir por mi ropa a la tintorería, así que tendré que ponerme un vestido viejo para el video En Vivo, y ahora todos van a hablar mal de mí!

—¿Vestido viejo? ¡Por dios tienes decenas de vestidos nuevos en tu closet! —le espetó Amelie—. ¡Solo eres una caprichosa! ¿Siquiera sabes por qué olvidé buscar tu ropa o por qué estoy toda sucia y lastimada?

Todos la miraron de arriba abajo, era verdad que se veía terrible.

—Pues con lo torpe que eres eso ya no me extraña —siseó su tía.

—¡Pues fíjate que torpe y todo, me metí en el camino de una camioneta para salvarle la vida a una niña! ¡Una camioneta que me dio una buena revolcada y no en el mejor sentido! —replicó Amelie con fuerza—. Así que si Stephanie estaba tan apurada por su ropa ¿por qué no la fue a buscar ella? Yo estuve todo el día buscando trabajo y ella estaba aquí sin hacer nada.

—¡Me estaba preparando para mi video! ¡Tenía que mentalizarme, soy una influencer de renombre!

—¡Ay por favor! ¡No te ganas un dólar con eso! Te ven cuatro gatos y es para reírse de las estupideces que dices —gruñó Amelie, frustrada, mientras pasaba junto a ella—. Ponte uno de tus muchos vestidos nuevos y al menos por hoy déjame en paz, porque yo sí conseguí un trabajo de verdad y necesito preparar mis cosas para empezar mañana.

Pasó entre su tía y su prima, y Stephanie estaba a punto de hacer un escándalo mayor cuando una mirada torcida de su padre la hizo largarse de allí de inmediato.

—¡No entiendo por qué no acabas de echarla de la casa! —ladró Heather molesta, dirigiéndose a su marido—. ¡Es una insolente, no mantiene la boca cerrada ni siquiera porque la tratamos como a una criada! ¡La maldit@ no se acaba de meter en el papel!

Aquiles Wilde negó con los dientes apretados.

—Ya sabes por qué no podemos echarla, Heather, si a esa niña se le ocurre contratar un abogado nos deja en la calle. ¿O ya olvidaste de qué vivimos? —replicó el hombre con incomodidad—. Por mucho que nos moleste, es mejor tenerla vigilada.

Así que mientras su tía y su prima se retorcían el hígado, Amelie se iba a su cuartito feo en el área de empleados domésticos y se echaba sobre la cama. Jamás había tenido una de las habitaciones principales, desde que su madre había muerto y sus tíos la habían recogido, siempre la habían tratado como a una sirvienta más de la casa, pero Amelie se consolaba pensando que era mejor que estar en un orfanato.

La noche llegó y ni siquiera tenía ánimo para comer, pero Camilla, otra de las chicas del servicio que era muy amable con ella, le llevó un sándwich y una lata de soda. Amelie se levantó como pudo obviando el dolor, y preparó sus cosas para el día siguiente. Sacó la hoja que le había dado la señora de recursos humanos y repasó la lista:

* Camisa blanca. (Tenía)

* Falda ejecutiva a la rodilla. (Usada y una talla menos, pero tenía)

* Zapatos cerrados de tacón medio a alto.

Miró en su escasa zapatera, solo tenía unos que Stephanie había tirado porque estaban fuera de temporada, y Amelie los había recogido porque estaban prácticamente nuevos y ella no tenía ese tipo de calzado. Solo había un problema: eran rojos.

—Bueno aquí no dice de qué color tienen que ser —dijo con un suspiro antes de arreglar todo para el día siguiente.

Esa noche Amelie durmió mal por los golpes, pero se levantó temprano y se arregló bien. Tomó el autobús hasta el edificio del grupo KHC y llegó antes que la mayoría del personal. Se ocupó de repartir rápidamente toda la documentación ligera que había en su carrito de correo, luego todos los paquetes pequeños, luego todos los medianos... y luego se dio cuenta de que hacer aquello en tacones de once centímetros era una tortura.

El edificio de Kings Holding Corporation tenía quince pisos de mil metros cuadrados cada uno, y eso era demasiado para recorrerlo en zapatos altos. Para las nueve de la mañana ya no sentía las piernas, todo le dolía y estaba de un humor de perros, y encima tuvo que correr con media carga de paquetes pesados hacia el ascensor.

—¡Detenga la puerta, detenga la puerta, detenga la puerta! —gritó de carrerilla mientras entraba y estaba a punto de pegarse contra el otro lado, pero alguien la frenó justo a tiempo.

La frenó con su cuerpo y todos los paquetes se le cayeron sobre aquel hombre.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! —exclamó Amelie mientras le quitaba los paquetes y le sacudía el traje con vehemencia, antes de alzar la mirada hacia el hombre que tenía enfrente.

Llevaba puesta una camisa de seda blanca de cuello alto, traje sastre de diseñador y zapatos negros de piel. Pero todo eso fue en lo que menos se fijó Amelie, porque aquel hombre era tan apuesto que tuvo que pasar saliva sonoramente y casi se le salió un suspiro.

—¡Ya, ya! Estoy bien... —dijo él mirándola fijamente y tomando una de sus manos para apartarla, pero en cuanto la rozó, sintió como si una extraña corriente eléctrica lo recorriera y no llegó a soltarla. Sus ojos eran fríos e insistentes y durante un largo segundo Amelie se preguntó y él se sentiría exactamente como ella, petrificada por fuera y con el corazón desbocado. La muchacha estaba a punto de empezar a temblar sin saber por qué, cuando él finalmente la soltó, carraspeando—. Estoy bien. ¿Tú?

Amelie se desperezó enseguida y empezó a apilar los paquetes en el suelo del ascensor.

—Yo sí… estoy bien...

—Eres nueva, ¿verdad? —preguntó él.

—Sí, la nueva chica del correo, Amel...

—¿Chica del correo? —la interrumpió él—. ¡Eso obviamente está mal, el correo debe repartirlo un hombre!

—Pues no hay necesidad de que se ponga sexista —replicó Amelie con las manos en las caderas—. Yo puedo hacerlo muy bien.

El hombre frente a ella abrió mucho los ojos, sorprendido. ¡Nadie en su vida le había dicho sexista, y no lo decía por eso, sino porque de verdad no le habría gustado que ella se lastimara!

—¡No seas malagradecida! ¡No lo decía por sexismo! Además solo me das la razón, casi te matas entrando al ascensor cargando todos esos paquetes —la regañó con fuerza.

—¡Pues fíjese que la culpa no es de los paquetes, es del señor CEO de esta empresa que tiene unos códigos de vestir muy estúpidos! —rezongó Amelie y el hombre frente a ella pasó por todos los colores del arcoíris, antes de darle la espalda y golpear el botón del último piso.

—¿Disculpa? —siseó—. ¿¡Me quieres explicar eso!?

—¡Claro que sí! Yo puedo hacer este trabajo tan bien como un hombre, ¿pero por qué diablos tengo que hacerlo en tacones? —exclamó ella—. ¡Es una regla estúpida! ¡Al señor CEO le falta mucha empatía!

El hombre sonrió con sarcasmo.

—¿Empatía, verdad? Tienes razón —dijo mordiéndose el labio inferior con un gesto que hizo a Amelie estremecerse—. Estoy seguro de que el CEO de esta empresa se muere por ponerse en tus zapatos.

La muchacha apretó los dientes y resopló con impotencia.

—¿Se cree que esto es un juego? ¡Espere que le enseño!

—¡Oye...! ¿¡Qué haces...!? —En un segundo estaba de pie y al otro aquella loca lo estaba empujando contra la pared y le quitaba los zapatos. Ni siquiera se pudo mover cuando la sintió quitarle el maletín ejecutivo y las medias, ponerle los tacones y llenarle las manos con todas aquellas cajas pesadas que le llegaban hasta los ojos—. ¡¡¡Y ahora trate de caminar así!!! ¡A ver! ¡Camine!

La campana del ascensor sonó solo una vez antes de que las puertas del aparato se abrieran en el piso quince frente a una fila enorme de empleados que estaban esperando por su jefe.

—¿Presidente King...? —balbuceó la empleada que estaba más cerca y Amelie ahogó un grito, cubriéndose la boca con las manos.

¡Nathan King! ¡El CEO! ¡El Presidente de King Holding Corporation! ¡Ese dios que estaba con ella en el ascensor ERA NATHAN KING!

La mirada del hombre estaba llena de rabia y respiraba aceleradamente, como si estuviera a punto de atacarla, cuando se giró hacia ella.

—¡Estás... DESPEDIDA! —exclamó el CEO mientras abría las manos y todos los paquetes caían al suelo ruidosamente.

A la muchacha le temblaron los labios pero aun así replicó:

—¿Y por qué, a ver? ¿No me dijo que quería ponerse en mis zapatos?

—¡NO ERA LITERAL! —rugió Nathan mirándose aquellos tacones rojos que llevaba en los pies, mientras cada uno de sus muchos empleados lo veía llegar.
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