4. La biblioteca

M*****a sea. Los improperios prohibidos para una dama se le escaparon de los labios a Eugenia cuando inclinó su tintero de viaje y lo sacudió sobre su caja de escritura de caoba. Estaba completamente vacío.

 Al menos no había nadie que la escuchara jurar a esta hora tardía; el reloj dorado de la repisa de mármol blanco de su dormitorio anunciaba que era pasada la medianoche. Y Cecily, probablemente estaría profundamente dormida en su habitación en el ala familiar de la casa.

 A diferencia de ella misma. Suspiró profundamente, debía escribir esa carta, ya había pasado una semana sin enviar noticias a su hermano, y sabía que éste era capaz de enviar a alguien, o peor aún, venir él mismo a vigilarla si ella no le informaba uno a uno sus pasos. Como no estaba acostumbrada a su nuevo entorno, y su mente bullía con todo tipo de pensamientos sobre lo que le deparaba la temporada, por fin había dejado de dar vueltas y vueltas a favor de poner la pluma sobre el papel.

 Lord Wellingham tenía en parte la culpa de su inestable estado. Durante la cena, el marqués, demostró ser tan encantador como había estado imaginando durante todo el día. ¿Estaría durmiendo ya? Ella quedó tan impresionada al escuchar que era su nuevo vecino en Melrose, esto era algo bueno; podría visitarlo en uno de sus viajes a Greelane y salir a cabalgar por los prados verdes, o sentarse a compartir en una tarde lluviosa una taza de té. 

«Deja de imaginar escenarios románticos junto al marqués, no sabes si realmente le gustas». 

Sacudió la cabeza de un lado a otro negando y apartó rápidamente los pensamientos del marqués, y se enfocó en el problema inicial: no tenía tinta.

El secretario personal de Cecily estaría a disposición de ella el día de mañana. Pero ella debía enviar esas cartas al correo a primera hora de la mañana, así que decidida a calmar su mente hiperactiva y poder dormir decidió utilizar un lápiz y ponerse a escribir. 

 Desafortunadamente, su único lápiz estaba roto y había dejado su cortaplumas en Simpson Castle, por lo que no podía afilarlo. Por supuesto, Cecily podría tener un poco de tinta o un lápiz en la sala de estar adyacente a su dormitorio, pero Eugenia no quería molestarla arrastrándose y hurgando.

 Simplemente no había forma de evitarlo; iba a tener que ir a buscar algo con qué escribir a la biblioteca. Sin duda, a su amiga no le importaría que tomara prestada un poquito de tinta. Y después de todo, ella iría al pueblo por la mañana, obtendría más y devolvería lo que tomó. 

 Tenía apoyado su estuche de escribir con cuidado sobre una almohada en su regazo mientras estaba sentada en la cama, Eugenia lo colocó a un lado y salió de debajo de las sábanas, se puso las pantuflas y un chal de lana sencillo. Supuso que podría haberse puesto un vestido, pero eso parecía demasiado molesto. Todos los invitados ya se habían retirado por la noche y, además, estaría de vuelta en su habitación en un santiamén. 

Andrew se encontraba sentado en la penumbra de la biblioteca de su némesis, sentado en un sillón orejero en la esquina más alejada de la biblioteca. Si tan solo no tuviera que asistir a ningún maldito baile o velada. Dios, la idea de lo que tenía que hacer para cobrar su venganza era suficiente para revolverle el estómago.  

Se levantó dispuesto a irse a dormir un rato a su habitación, pero la puerta de la biblioteca se abrió muy despacio, como si la persona que entraba tuviera miedo de encontrar a alguien allí, no había velas encendidas y el fuego de la chimenea estaba casi extinto, volvió a sentarse y esperó al nuevo invitado escondido en las sombras. 

Lentamente vio ingresar a una hermosa joven que vestía nada más que un chal azul pálido sobre una fina bata de noche blanca, y una expresión de precaución. Era ni más ni menos que lady Eugenia, la dueña de sus sueños en los últimos días, ¿qué vendría a buscar?, se mantendría oculto observándola por unos minutos y luego se presentaría ante ella. 

Observó divertido como ella se mordía el labio mientras terminaba de escribir lo que parecía ser una carta, y algunas anotaciones en un cuaderno. 

Se levantó muy despacio y caminando muy lentamente se acercó aprovechando que la pelirroja estuviera concentrada en su escrito. 

—Buena noche, lady Eugenia

 Un jadeo decididamente femenino y un ruido sordo lo detuvieron en su avance. 

 —¿Qué diablos? 

 Detrás del escritorio de lord Aberdeen el ángel de cabello rojizo le vio con una cara de puro terror. Nunca se hubiera imaginado que lady Eugenia fuera capaz de maldecir. 

 —Lord Wellingham. Oh, cielos. Oh Dios mío. —La mirada sorprendida del ángel pelirrojo se posó en el escritorio, y luego, para su diversión, estaba seguro de que ella volvió a murmurar algo no tan angelical como una maldición en voz baja. 

La mirada de Andrew siguió la de ella. Realmente era una m****a. El tintero de cristal tallado de los anfitriones estaba de lado, y un charco de tinta negra se extendía rápidamente por el secante rojo oscuro, dirigiéndose inexorablemente hacia el inmaculado camisón de la joven. En el siguiente instante, mientras él caminaba hacia el escritorio para ofrecer ayuda, ella se quitó el chal y lo presionó contra el charco de tinta.

 —¡Demonios! ¿Qué pensará ahora usted de mí? Solo quise pedir prestada un poco de tinta. No pensé que alguien estuviera aquí. —Sus palabras salieron sin aliento mientras comenzaba a frotar furiosamente el secante—. Y ahora he arruinado algunos de sus papeles. Oh, Señor, Cecily va a matarme, espero que no sean demasiado importantes—. Ella asintió con la cabeza ante una salpicadura oscura que estropeaba la parte superior de un documento que se parecía mucho a un proyecto de ley parlamentaria. Qué desastre, lord Aberdeen la iba a matar. 

 Su larga trenza rojiza había caído hacia adelante sobre su esbelto hombro y se balanceaba con sus movimientos, acariciando la hinchazón de uno de los pechos atrevidos. Un pecho cubierto por nada más que algodón. Hacía frío en la habitación y su pezón se presionaba descaradamente contra la tela. 

 Santo infierno. Andrew tragó mientras su cuerpo se tensaba de anhelo. La vista era tan molesta que tuvo que obligarse a levantar los ojos de nuevo a los de lady Eugenia. 

 —Estoy seguro de que no es tan malo como parece —mintió. El conde estaría lívido, pero eso a él no le importaba en lo más mínimo, siguiendo un impulso, puso una mano sobre los delgados dedos manchados de tinta de la muchacha para detener sus frenéticos intentos de contener el desastre. Ella se quedó inmóvil al instante, con la respiración entrecortada. Y cuando ella lo miró, Andrew se quedó sin aliento. 

 En estos espacios reducidos, la luz de la vela en el candelero iluminaba el hermoso rostro de la chica. Sus ojos, tan verdes como un bosque en plena primavera, estaban rodeados por unas pestañas castañas rojizas largas y curvadas. Cuando bajó la mirada a la mano de él que yacía encima de las suyas, recorrió sus mejillas en abanico, donde un rubor rojo brillante comenzaba a extenderse casi tan rápido como la tinta. Dios, ella era inocente y él se estaba comportando como un canalla, pero estaba completamente encantado y parecía que no podía evitarlo. 

 Su voz, cuando surgió, era vergonzosamente inestable. —Parece que ambos padecemos de mal sueño, lady Eugenia. 

 —Eso parece, milord —afirmó con una voz que también era extrañamente ronca. Claramente sintió el chisporroteo de atracción entre ellos también. 

 —Lady Eugenia —volvió a decir, saboreando la sensación de su nombre en sus labios—. ¿Qué hace aquí tan tarde? No pensara que me voy a creer su excusa. 

 —Sí, eso… bueno. Verá, me quedé sin tinta y con el ajetreo del viaje y la fiesta olvidé que debía comprar más —respondió ella nerviosa, deslizando la mano quitándola debajo de la de él, apartando un mechón de cabello suelto de su mejilla sonrojada—. Sé que esto se ve terrible, estar merodeando por la biblioteca en la oscuridad de la noche, pero no pude dormir. Sabe cómo es en una cama extraña. Honestamente, solo quería pedir prestada un poco de tinta. 

 —Sí, ya dijo eso antes. Pero luego irrumpí y le asusté, sin duda. Así que este derrame accidental —no pudo resistirse a apretarle la mano ligeramente— es totalmente culpa mía. Creo que es mi deber disculparme con los anfitriones y asumir la culpa.

 —No. —Eugenia negó con la cabeza—. No, no puedo dejar que haga eso, Lord Wellingham. Cecily es muy amiga mía y comprenderá mi falta. 

 —Yo insisto —continuó Andrew quitando su mano de la de ella, sacó un pañuelo de seda del bolsillo de su abrigo, luego, reviso la mancha en la misma, y se inclinó más cerca. El aroma de cálida mujer, mezclado con algo delicado y floral quizás era el jabón que ella usaba lo molestaba, incitándolo a hacer algo impensable, como enterrar su rostro en su dulce cuello. Para inhalar profundamente y recorrer sus labios a lo largo de su clavícula. Para saborear la carne sedosa donde su pulso palpitaba en la base de su garganta. . . 

 Jesucristo y todos sus santos, ¿qué estaba pensando? Debía enamorarla y luego continuar con sus planes. No podía tomarla como a una amante experimentada. 

 No podía seducirla aquí en la biblioteca de su amiga, sin importar el deseo que palpitaba por sus venas. Y aunque la situación de por sí era muy comprometedora por decir lo menos. Era peligroso. Él tenía trazado un plan y lo seguiría al pie de la letra. 

 Andrew se aclaró la garganta y dijo lo que pretendía antes de ser golpeado por la loca y completamente inapropiada urgencia de besar a esta hermosa chica. —También debo insistir en que me permita ayudarle a limpiar. 

 Lady Eugenia lo miró con sospecha, como debería. Respiró hondo y separó sus labios carnosos y dulces como para hablar, tal vez para declarar que podía arreglárselas bastante bien por sí misma, pero en cambio, todo lo que emergió fue un jadeo tentador cuando él capturó su barbilla con dedos suaves. Girando su rostro ligeramente hacia la luz de la vela, luego limpió con cuidado una mancha negra de su mejilla tersa como el alabastro antes de soltarla. —Si no lo limpiamos ahora señorita Simpson, quedará una marca difícil de limpiar y no puede ir con una mancha de tinta en su cara bonita. 

 Ella tragó y otro rubor furioso inundó sus mejillas. —Gracias, milord, se lo agradezco —balbuceó y dio un paso atrás. Levantó su chal arruinado e hizo una mueca. —Al menos el secante estará bien. No puedo decir lo mismo de los papeles de lord Aberdeen. 

 Andrew enderezó el tintero, y con su pañuelo, limpió la tinta del pequeño tintero de peltre de lady Simpson. —Si no le importa que le pregunte, ¿por qué estaba aquí abajo buscando tinta a una hora tan tardía? —curioseó, levantando graciosamente las cejas— No estará escribiendo una carta de amor ilícita, ¿verdad? 

 Eugenia se mordió el labio inferior como si estuviera debatiendo si debería compartir una confianza con él o no. Cogió un trozo de pergamino horriblemente manchado que estaba a un lado de la secante y lo metió debajo del chal. —No nada de eso. 

 Andrew arqueó una ceja. —Entonces, ¿por qué no me lo muestra? 

—Primero, porque no somos tan cercanos, y aunque no es una carta a ningún novio furtivo. Si es de aspecto personal.

  

 ¿Sería para su hermano? Estaría contándole sobre sus aventuras durante la temporada, le hablaría de las nuevas personas que había conocido, le estaría hablando que lo conoció precisamente a él. Apoyó la cadera en el borde del escritorio mientras fruncía el ceño ante las palabras de ella. Tomó el cuaderno pulcramente escrito en la parte superior de la página y no le gustaron algunas de las palabras que alcanzó a leer.

— ¿Este es un diario de algún tipo? —inquirió, mirándola a los ojos—. ¿Su diario? ¿No sería eso una lectura interesante? 

Pero Eugenia negó con la cabeza. —No. —Levantó la barbilla y cruzó los brazos sobre el pecho en una postura defensiva—. Pero si así lo fuera usted no tiene ningún derecho a tan siquiera tocarlo, ya que serían mis pensamientos más íntimos —afirmó quitándole el cuaderno de las manos. 

 —Tiene razón y le pido perdón por mi indiscreción. Me parece una idea tremendamente inteligente de todas maneras que desconfíe de mí.  

 —¿Sí? 

Ella no le creía aparentemente, aunque se sonrojó, quizás en respuesta a su argumento descarado.

—En realidad, estoy escribiendo cartas a mi hermano. Él es el mejor hermano que yo pudiera pedir, pero es tan controlador que a veces creo que no se da cuenta que ya tengo veinticinco años, incluso podría haberme casado ya, pero nadie le parece perfecto. Todo el mundo es totalmente inadecuado y quiero independizarme de su casa desde hace mucho, pero cuando lo intento algo sucede, luego él se casó y pensé que al fin se concentraría en alguien más y no iba a protegerme tanto, pero nuevamente no fue así y aunque sé que lo hace porque me ama a veces puede llegar a ser demasiado y si no le escribo seguido él… Ay no. Estoy divagando y estoy segura de que debo estar aburriéndole. 

—No, claro que no. Creo que lo que está haciendo es maravilloso, señorita Simpson. De hecho, eso responde mi inquietud de porque no se encuentra casada aún. Es una mujer muy hermosa y dulce. 

 —Es muy amable por su parte decirlo. —Cogió su papel y lo dobló por la mitad—. Solo puedo esperar que esta temporada traiga buenas nuevas a mi causa. 

 Había algo en la expresión abatida de lady Eugenia que hizo que Andrew pensara que no estaba acostumbrada a recibir cumplidos. Claramente dudaba de su sincero elogio y, por alguna razón que él realmente no deseaba examinar, la idea lo entristeció. Aunque ese definitivamente fuera un punto a su favor. 

  Eugenia recogió el chal, el tintero y la pluma y los apretó junto con la página sucia de su carta contra el pecho. —En cualquier caso, probablemente debería retirarme. Buenas noches, Lord Wellingham. Gracias por todo—. Ella se interrumpió, sonrojándose de nuevo, y Andrew tuvo la clara impresión de que ella estaba recordando el momento en que él sostuvo su rostro en su mano y limpió la tinta.

 —Gracias por su asistencia.

—No ha sido nada. 

 Cuando estaba casi en la puerta, ella se volvió y susurró: —Puedo confiar en su discreción, ¿verdad? No quiero amanecer con la reputación por los suelos. 

 —¿Está segura? ¿No le parece correcto casarse con un marqués? 

—Claro que sí, pero quiero que ese marqués primero me enamore. 

 De alguna manera, Andrew reprimió las ganas de reír. Buen Dios, la chica sabía muy bien como dar un golpe. —Créame, nadie se enterará de su corta aventura. Lo convertiremos en nuestro pequeño secreto. Siempre y cuando no olvide el vals que me prometió en la cena. 

 Ella inclinó la cabeza. —Muy bien. Nuestro pequeño secreto será. Gracias de nuevo. Y buenas noches. 

 Cuando la puerta se cerró, Andrew dejó escapar un suspiro. Infierno sangriento. Qué inconveniente que la señorita Simpson fuera un ángel malditamente divino. Había estado planeando una buena noche de sueño, pero ahora pensaba que podría estar plagado de sueños inapropiados que involucraban seducir a un ángel de cabello rojo y ojos verdes. 

 Cogió la jarra de brandy del aparador de lady McDonald. Sería mejor que tomara un trago doble. Entonces, con suerte, no soñaría en absoluto. 

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