Culpable, su majestad
Culpable, su majestad
Por: Mena
1.

En el reino de Garicia, el rey estaba a gusto sentado en su trono.

Desde allí veía a su legado, sus esfuerzos y su fuerza al construir ese maravilloso reino. Estaba contento; su hijo le daría un heredero, un futuro rey de Garicia.  

— ¿Qué crees que esté pasando allí afuera, esposa mía?

— No puedo asegurar nada, mi rey, pero creo saber la razón de aquel escándalo.

Desde la sala real se escuchaban barullos y gritos como nunca antes había sucedido desde su ascenso a rey.

— ¡Livene! —exclamó el rey.

— Su majestad —de inmediato su mano derecha, un hombre joven, se acercó a la pareja de reyes.

— ¿Qué es ese escándalo?

Livene se puso nervioso.

— Verá, mi rey. Su hijo …

El estado de alerta invadió al rey Gusteau.

— Mi hijo qué, Livene.

— No sabría cómo explicárselo, su majestad, su hijo …

— ¡Padre!

Las puertas grandes de la sala principal del castillo se abrieron dejando ver al príncipe Herald Hyde entrar muy apresurado y agitado. El príncipe estaba muy furioso y dolido, no pensaba sus acciones con claridad, no sentía su corazón latir como antes.

Todos en aquella sala se sorprendieron al ver al príncipe entrar con tal rapidez y furia, nadie sabía lo que pasaba.

— ¡Por los Dioses! —exclamó la reina al ver a su hijo alborotado.

— Padre, necesito que mire esto.

— ¿Esa es la forma de entrar a la sala real? —regañó el rey.

— Padre, por favor, tiene que ver lo que yace dentro de este sobre.

— Joven príncipe, será mejor que- —comenzó Livene al ver el rostro preocupado de su señor.

— Trae hacia mí ese sobre, Livene.

— Su majestad … —Livene sabía todo y presentía muy bien lo ocurriría luego de ver ese sobre.

— ¡Es una orden!

— Sí, su majestad.

Livene se acercó al príncipe con cautela, por desgracia debía obedecer las órdenes del rey. Al acercarse, notó que el príncipe poseía unas discretas heridas sobre sus nudillos. Era evidente que había desatado su furia con su propia fuerza, con sus propias manos.

— Mi príncipe, llamaré inmediatamente a las enfermeras, sus heridas se ven…

— Solo estrégale el maldito sobre, Livene.

La mano derecha del rey intentó ganar un poco de tiempo para evitar el inevitable destino de la princesa de Garicia.

— Aquí tiene, mi rey.

Gusteau Hyde tomó el sobre entre sus manos, tenía pocas expectativas por el contenido, no pensaba que fuese un asunto de importancia hasta que leyó las distintas declaraciones. Nadie podía creer tal barbarie. Su estado de salud no era la mejor del momento, su presión subía y bajaba cada vez que se alteraba.

— ¿Qué es esto?

El rey se negaba a creer la veracidad de aquellas pruebas, se repetía una y otra vez que era mentira, parecía mentira que aquella mujercita tan refinada y educada se hubiera envuelto en el pecado.

— Es … ¿Es esto cierto?

— Eso parece padre —añadió con furia—. Deme su aprobación, mandaré a matar a ese mal nacido.

— No puede ser verdad —susurró la reina— No esa niña.

— Es otra m*****a embustera y adúltera, madre. Tiene mucha suerte de no estar en el reino en estos momentos —soltó el príncipe con ferocidad, conteniéndose las verdaderas palabras que querían salir de su boca.

Livene observaba con cuidado los movimientos de la familia real, temía por la vida de la princesa. De verdad lo hacía.

— Su majestad, será mejor que comprobemos estas fotos, si usted lo permite, yo mismo puedo verificar la autenticidad que las mismas.

Todos esperaban la orden del rey. Herald deseaba vengarse del hombre, poseía unas ganas de derramar su sangre por todo el reino de Garicia. Añoraba tener la sangre caliente entre sus manos, sentir que su honor era vengado y renacido; sin embargo, debía tener la aprobación de su padre para vengarse de su más reciente enemigo.

El pueblo se enteraría de esa traición, lo haría sin lugar a dudas, no permitiría que su honor se viese empapado y destruido por esa mujerzuela.

— Nadie dirá una sola palabra. ¿Me escucharon? Nadie hará ningún solo movimiento sin mi autorización —observó a su hijo—. Mandaremos a verificar esta información y luego serán llevadas a juicio como manda la ley.

Ya era tarde.

Mientras tanto, dentro del palacio era todo un caos. Servidumbre corriendo de un lado a otro, guardias buscando posibles testigos, el príncipe asqueado y furioso desquitándose con todo lo que pasara frente a él, y por supuesto, el llanto de los padres de la princesa implicada.

Para la desgracia de la princesa, los rumores por todo el pueblo de Garicia se habían esparcido como ratas, se sabía de la traición a la corona y una posible sentencia. El pueblo estaba sorprendido y asqueado, la noticia no se hizo de esperar, se había publicado en cada periódico, en cada café del lugar, en cada esquina del reino había información sobre de la princesa cometiendo pecado.

Ninguno hacía defensa por la mujer.

“Princesa Eva Hyde, futura reina de Garicia, se le encontró cometiendo adulterio con príncipe Herald, Jone Pride de Hiltis. Se rumorea de una posible traición por parte de la princesa, algunos secretos reales fueron revelados al enemigo y, además, se afirma que la princesa tendrá que ser condenada como manda la Ley Real. De no ser así, ¿el pueblo aceptará a una adúltera como reina? Ahora solo nos queda esperar la pronunciación de la Familia Real”

Los cuchicheos entre las damas del pueblo no se hicieron esperar. Todos tenían una opinión de la princesa adúltera, unos no creían, otros aborrecían y los demás … No les importaba. Los primeros, al igual que el rey, se negaban a aceptar tales especulaciones, tenían una impresión perfecta de la princesa: una mujer muy educada y bondadosa, irradiaba luz a cada lugar que visitaba; la veían con un buen porte y elegancia, la princesa Eva parecía una muñequita de porcelana. Ella era la imagen perfecta a seguir de las niñas y adolescentes del pueblo, la mayoría la admiraba y adoraba hasta ese día.

— ¿Son reales?

— Lamentablemente sí, su majestad, la imagen a simple vista no parece ser modificada en algún aspecto. Sin embargo, al hacer algunos artificios, se puede colegir que …

— ¡Habla ya! —exigió el príncipe al lado de su padre.

— Es auténtica, mi príncipe, no hay duda en ello.

En la sala principal del palacio, el corazón del rey se oscureció. Del rey desaparecieron todos esos buenos sentimientos hacia la princesa, en su lugar, el odio y la vergüenza se aferraron a él como lacras. Ya no sentía ni la más mínima compasión hacia la adúltera. Por otro lado, el príncipe, al igual que su padre, guardó rencor y odio a la mujer.

Lo había engañado con el enemigo, en su propia recámara y en su propia cama. La odiaba, odiaba amarla con locura, odiaba haber confiado el ella, odiaba haber puesto su corazón en manos que la mujerzuela … La odiaba tanto que ya no le importaba lo que sucediera con ella y el engendro que ella esperaba, estaba seguro que ese bastardo no era suyo, lo estaba al cien por ciento. 

Esa mujer pensaba engañarlo y amarrarlo a ella con un hijo que no era de su sangre, hijo que en definitiva no vería la luz el mundo. 

Los padres de la princesa sollozaban al lado de la Familia Real. Los padres de Eva la habían criado con valores y principios, no habían engendrado a una pecadora, no a una mujerzuela.

— ¡Traigan a esa mujer, ahora! —ordenó el príncipe con odio.

— Mi príncipe —interino Livene.

— ¡El futuro rey ha dado una orden! ¡Traigan a la adúltera en este preciso instante!

Los guardias reales fueron en busca de la princesa, con espada en mano, como si buscasen con desesperación a una criminal.

El palacio y las noticias eran un desastre, alguien dentro del palacio había acabado con la reputación de la princesa compartiendo los nuevos percances de aquella incertidumbre. En menos de media hora, en cada rincón del pueblo de Garicia se habían confirmado los rumores; fuera del palacio se armaron grupos en contra de la princesa, algunos pedían destitución, otros el destierro y los más radicales aclamaban por muerte.

Muerte.

La princesa Eva no se encontraba en el reino, había ido por unos vestidos maternales a un pueblito cercano al reino de Garicia. Se encontraba fuera que aquel armamento en su contra. Visitaba a cada modista una por una en busca de un vestuario adecuado para la noche.

Ella y el príncipe tendrían un viaje en celebración. Faltaba poco para que naciera su bebé.

La princesa Eva estaba más que contenta con su vida, tenía unos padres que adoraba, una hermana berrinchuda que idolatraba y una pareja perfecta que amaba. Nada podría salir mal, se casó para convertirse en la esposa del futuro rey Herald uniendo ambos reinos.

Fue una alianza inigualable frente a sus enemigos, con los dos reinos unidos eran los más fuertes del continente, para eso había sido educada y lo aceptaba con orgullo.

— Uy. Tranquilo bebé, muy pronto volveremos con papá —susurró a su abultada panza.

— Mi señora, ¿decidió cuál vestido llevará? —intervino una de sus damas en la conversación madre e hijo.

— Aún no, Regina. ¿Podría ser este? Estoy casi segura que será de agrado para Herald —habló sosteniendo con tranquilidad un bonito vestido floreado.

— Lo que usted desee, princesa.

— Quisiera probar este atuendo en mí, si no es mucha molestia —se dirigió a la modista.

Aquella anciana tenía el honor de vestir a la princesa, la mujer haría todo lo que la futura reina le pidiese, sin ninguna duda.

— Por supuesto, su alteza. Pase usted por aquí.

Eva entró por el gran salón de vestuario, los espejos en aquel lugar eran enormes y bellos, los delicados y finos detalles de las paredes la hacían sentir como si estuviera en el palacio, rodeada de lujos a los cuales estaba acostumbrada.

— Gracias —le sonrió para luego ver cómo la modista la dejaba sola para que pudiese cambiarse—. Cariño, sí que estás un poco inquieto, mi amor.

El bebé se movía muy fuerte dentro de ella. Le dolía de vez en cuando, pero el dolor no era tan fuerte como para evitar que el hermoso vestido floreado luciera en ella.

— Mi señora —entró Regina nerviosa.

— ¿Qué sucede Regina?

— Mi señora … Vienen a … Usted.

— Respira —le dijo—. ¿Por qué estás-

La princesa si vio asustada por la inesperada llegada de los oficiales del rey. Estaba confundida, se habían adentrado en el vestidor sin importar su intimidad.

Eva no podía pensar con claridad, todo había pasado muy rápido. Su bebé se movía inquieto dentro de ella y los guardias la jalaban de un lado a otro con dureza, no tenían compasión por una mujer en su estado. ¿Qué estaba sucediendo? Se preguntaba. Los oficiales llegaron y se la llevaron a rastras al palacio bajo la atenta mirada de los pobladores, quieres le lanzaban miradas de repulsión. Moría de miedo, creía en la posibilidad de una guerra en Garicia, pero a medida que iban llegando al reino sus preguntas se volvían más desesperadas.  

— ¿Qué está pasando? Hablen ya, se lo ordeno —replicó en el auto con los guardias.

— Tenemos ordenes de llevarte ante el rey —explicó uno de ellos.

— Estás hablando con la futura reina de Garicia, ¿qué falta de respeto es tu manera de dirigirte a tu princesa? —La defendió Regina.

— Ya no lo será más … Adúltera —susurró y los demás guardias rieron.

— ¿Qué?

Eva estaba atónita. ¿Adúltera? ¿De dónde habían sacado esa atrocidad? La princesa le juraba amor y fidelidad eterna a su esposo. ¿Ella? No podía estar más confundida. Se crio bajo valores dignos de la realeza, la habían educado para ser una gran reina a su mayoría de edad. Jamás tendría el pensamiento de cometer aquel pecado, nunca pasó por su cabeza siquiera una imagen con otro hombre, entonces, ¿cómo habría sido capaz de traicionar a su príncipe y a su reino?

Regina, la dama de la princesa, también se sorprendió ante aquel comentario. Estaba segura que su señora era incapaz de fornicar con otro hombre.

Llegaron a la puerta principal del palacio. Miles de personas aventaban frutas y verduras contra el auto donde iba la fornicadora, muchos le gritaban palabras no dignas de una señorita de su edad, Eva solo leía los carteles que alcanzaba a ver y le comenzó a doler el corazón.

“No queremos a una adultera como reina”

“Destierro”

“Muerte a la princesa Eva”

¿Muerte? Se preguntó. Las penas de muerte ya no estaban permitidas, al menos para el pueblo. Y eso le asustó. ¿Qué sería de su hijo? ¿Qué sería de su vida?

— Con cuidado —susurró con dolor al sentir un golpe en su abultado vientre.

— ¡Abran paso!

— ¡Adúltera!

— ¡Mal nacida!

— ¡Lárgate del reino!

Aún dentro del palacio se escuchaba todo el barullo de la gente aclamando por su cabeza. Eva ya no podía hacer más que sollozar del miedo.

Caminaron empujándola por los pasillos del castillo, algunos trabajadores la miraban con compasión y lástima, mientras otros allegados al príncipe la tildaban de adúltera cuando ella lo único que había hecho era ir por un bonito vestido para complacer a su esposo.

— ¡Abran las puertas! —ordenó el jefe de la guardia real.

— Por favor, me lastiman.

Nadie la escuchaba, solo Regina iba corriendo tras ellos proclamando piedad a su señora, jurando su inocencia.

— Es inocente, dios mío. Mi señora es inocente —sollozó siendo detenida por los guardias—. ¡Está embaraza! Piedad por el bebé.

Ninguno de sus pedidos fue cumplido, ningún aliento apoyando a la princesa era bien recibido por el rey y su hijo. Ambos frente a la joven quien era lanzada al piso como un trapo pese a su avanzado embarazo.

Eva cubrió su panza ganándose la mirada con odio de Herald, quien le debía protección.

— Aquí está la acusada, mi rey.

— Cierren las puertas —ordenó.

— Mi rey, le imploro me escu-

— ¡Cállate! —gritó— Tu adulterio ha sido confirmado, no hay nada más que decir.

— Todo es falso, yo jamás …

— Hemos visto evidencia contundente para condenarte —habló su madre.

Su propia madre estaba confabulando en contra de ella.

Eva miró a sus padres pidiendo ayuda, con la esperanza de que al menos su padre comprendiera aquella mentira en su contra. Ellos estaban devastados y avergonzados con el rey, su hija los había decepcionado a más no poder.

— Padre, madre … —ellos voltearon el rostro, evitándola— Herald —susurró con lágrimas en el rostro.

El hombre que juró amarla el día que contrajeron matrimonio la miró sin sentimiento, parecía odiarla por algo que no había ocurrido. El hombre que amaba la estaba destruyendo con su indiferencia, a ella y al bebé.

— Llévensela al calabozo —ordenó el rey.

— Mi rey —intentó interrumpir la reina.

— ¡He dicho al calabozo, ahora!

— ¿Qué? No, por favor, todo es una mentira, no he hech-

Sus palabras quedaron en el aire cuando sintió un ardor en su mejilla izquierda.

Observó a la mujer frente a ella sorprendida.

Su madre, su madre le había propiciado un sonoro golpe con la palma de la mano en su mejilla. Le dolía, pero más le dolía la desconfianza de sus padres, Eva era su hija, quisieran o no, ella llevaba sangre de la realeza.

— Madre…

— A partir de ahora yo no soy tu madre, ya no somos tu familia —le dijo escupiendo las palabras con fuego—. Para nosotros estás muerta.

— N-o —susurró llorando ahogando las palabras.

Su familia no.

— Llévensela.

Los guardias tomaron a la princesa fuertemente del brazo. Eva estaba exhausta por los jalones que recibía, ¿por qué ella? ¿quién la quería fuera de la realeza? La verdad era que ya poco le importaba lo que le ocurriese, solo pensaba en su bebé y en los golpes que había recibido. Sollozaba por su amor, derraba lágrimas en silencio esperando el bienestar de la vida dentro de su cuerpo, rogaba y rogaba a Dios para que todo fuese un mal entendido y que ella y su bebé pudiesen estar bien.

La llevaron al calabozo junto a otras personas, criminales, delincuentes. Por suerte la tenían alejada de los demás, en una propia celda.

— Mires a quién tenemos aquí, muchachos.

— La princesita juguetona, ¿no es así?

— Por favor, basta —pidió ella tapándose los oídos para no escuchar más aquellas maldades que le soltaban.

No dejaba de llorar, temía por la vida de su bebé.

Ayúdenme, por favor. Suplicó a sus ancestros. Nada de esto es verdad, piedad.

(…)

— Voy a matar a ese hijo de puta. Lo voy a hacer.

— Cálmese, príncipe.

— ¿Cómo quieres que me calme? ¡Eh! ¡Cómo!

— Todo se resolverá, ya verá. Tal vez es una equivocación y-

— ¿De qué carajo lado estás? Tu hermana me traicionó, jugó con mi honor y lo arrastró en su camino.

— Por supuesto que estoy de su lado, mi príncipe, sin embargo, ella está embarazada y no veo oportuno qu-

— No es mío, no me importa. No me importa si mueren, no me importa nada, solo quiero que se largue de estas tierras de inmediato.

El príncipe Herald tomó la iniciativa de ir hacia los calabozos, iba a ver a la mujerzuela que amó con locura, aquella que lo engañó y traicionó de manera imperdonable. Aquella mujer que llevaba en su vientre un bastardo de otro hombre, la deshonra de la realeza.

Mientras bajaba por las escaleras empinadas del calabozo, logró divisar a la joven dormida en el suelo, llevaba una mano sosteniendo con fuerza el gran bulto de su vientre, una punzada le entró al pecho, verla allí, tan descuidada y vulnerable lo movió, quería tomarla en sus brazos y olvidar todo; sin embargo, no podía dejar de recordar las fotos que había visto, las imágenes pasaban una y otra vez por su cabeza siendo su verdugo.

— ¡Levántate! —gritó asustándola.

— Herald —se apresuró en levantarse como podía—. Herald, amor mío.

— No me llames así. Ya no eres más mi esposa, no soy nada tuyo, tú ya no eres nada para mí —arremetió confrontándola.

— Herald, nada es verdad, créeme por favor.

— Tus mentiras no me interesan.

— Créeme —se apegó a las rejas que los separaban—. Por nuestro hijo, por favor —Eva logró tomar una de las manos del príncipe para llevarla a su vientre, tenía la esperanza que recapacitara por el bebé.

— ¡Suéltame! —la empujó haciendo que la princesa cayese al suelo rasposo del calabozo— Ese niño no es mío, es una deshonra para la realeza y tú eres el maldito pecado andante, mujerzuela.

— ¡Herald! Nada es cierto, soy inocente —sollozaba.

— ¡Está embarazada, piedad! —reclamó un joven de dieciséis años viendo a la princesa con preocupación.

El príncipe dio caso omiso a la interrupción. Su atención estaba puesta en la mujer que juró amar y ahora odiaba.

Eva quería desvanecer y desaparecer en ese momento, el bebé comenzó a moverse inquieto haciéndole doler. Se quejaba y quejaba sin obtener respuesta del hombre que solo la observaba como si fuera un animal en circo. Le dolía su mirar, le dolía el rechazo de su familia, del hombre quien decía amarla.

Le dolía el alma.

— Tengo hambre, tráiganme algo de comer por favor, por mi hijo —suplicó.

— Ruega, ruega para que te perdone.

— Tengo hambre.

— Ruégale a tu príncipe —espetó con egoísmo.

— Tengo sed, por favor —pidió entre sollozos.

Herald la dejó allí, desconsolada, con hambre y sed dentro del frío calabozo. Se dirigió con seguridad al guardia, estaba muy decidido, esa mujer no sería nadie en su vida ni en la realeza. Se aseguraría de hacerle la vida imposible y miserable.

— No le des comida ni agua hasta mañana antes del juicio —ordenó el príncipe—. Al chico de al lado tampoco, ¿entendiste?

— Sí, su majestad.

— ¡Herald! Herald, por favor.

Rogaba la princesa sin cansancio.

El príncipe la escuchaba mientras se retiraba del calabozo, su voz se iba apagando en cada centímetro que avanzaba. Su corazón le ardía como el infierno, no podía más. Estaba destruido.

Ella lo había destruido.

Pero

Él había matado el alma de la princesa Eva y con ella, al bebé que venía en camino.

El reino de Garicia era un pueblo mediano situado al lado de otros reinos más y menos poderosos que ellos. Garicia no tenía problemas, se basaba en una monarquía tranquila y entregada el pueblo, los reyes habían hecho un trabajo extraordinario: anularon la pena de muerte, convirtieron el pueblo en uno de acorde con los avances del mundo exterior, no estaban avanzados ni tampoco retrasados. Fue gracias al rey de Garicia que el pueblo renació de las cenizas, habían sido momentos de incertidumbre en las guerras, años atrás se veían muerte en cada esquina del pueblo, Garicia no era un lugar seguro hasta que, para fortuna de los pobladores, el reino de Garicia se unió al reino de Mitrios en una boda real, uniendo lazos y sangre de los reyes, formando así el pueblo que era ahora.

Dos reyes que el pueblo amaba.

Un príncipe temido por su dureza y adorado por su fuerza.

Una princesa como modelo a seguir de niños y niñas, de jóvenes y jovencitas. Amada con locura por su bondad y gracia.

Hasta ese día.

— ¿Se encuentra usted bien, princesa?

— Mmm —le sonrió ella para no preocupar al jovencito.

Lo veía tan desnutrido y sucio, su cabello estaba tan largo que creía que podía tocar el suelo. Estaba a su lado, separándolos una gran reja con el espacio suficiente para pasar una mano por ella.

Eva aclamaba por comida. Su hijo necesitaba comer y beber.

No había ingerido el alimento de medio día y estaba por anochecer. Se sentía mareada y necesitada, su hermoso vestido floreado ya no estaba, se había ensuciado por polvo y barro del calabozo; apenas entraba un poco de luz lunar y lograba tocar su vientre intentado calmar los intensos movimientos de su bebé.

— Tranquilo mi hermoso hijo, vamos a salir de aquí.

— Si me permite, mi princesa, no creo que sea posible.

La princesa observó con cautela al joven a su lado, ambos apoyados en la reja.

— Por qué estás aquí —le preguntó para apaciguar su ansiedad.

— Robé un poco de leche para mis hermanos, mi princesa, llevo cinco años encerrado aquí.

— ¡Dioses! —exclamó, ella no soportaría que le arrebatasen a su bebé, no soportaría verlo lejos de ella, en esa situación— Tus padres … ¿Dónde…

— Se los llevaron lejos —el chico sollozó—. No sé a qué reino se los llevaron, solo sé que no podré verlos nunca más.

A la princesa Eva se le aguaron los ojos, sintió las lágrimas correr por sus mejillas. Esa era la verdadera vida fuera del palacio, una llena de sufrimiento y trabajo. Una familia obligada a separarse por hambre, por necesidad.

— ¿Cuál es tu nombre?

— Soy Remy, mi señora. No tenga lástima por mí, hoy es mi último día de mi condena.

— ¿De verdad?

— Así es mi princesa, seré libre —el adolescente derramó algunas lágrimas— y buscaré a mi familia hasta por debajo de las piedras.

Familia.

Para Eva, la palabra familia no significaba importancia, esa familia por quien vivía le había dado la espalda en sus peores momentos, no habían creído en ella, la juzgaron sin escuchar su versión de la historia. Eva amaba tanto a las personas a quienes llamaba familia que esperaba por lo menos una visita por más mínima que fuese. Tenía la esperanza de ver a su hermana visitarla y darle su apoyo, esa hermana mayor que adoraba con locura, esa quien era su modelo a seguir y cuando más la necesitaba no evidenció el mismo aprecio hacia ella.

Le pesaba hasta el alma del terror a lo se venía.

La princesa quería volver a su pieza, deseaba que todo volviese a la normalidad, aunque de ser así, todo iba a cambiar.

— ¡Llegó la comida!

Tres guardias de adentraron al calabozo con bandejas repletas de una pasta amarillenta sobre los recientes sucios que parecían estar oxidados y con hongos por el pasar del tiempo.

Pasaron frente a la princesa con normalidad, pararon frente a ella para causarle más dolor, para lastimarla, así como lo había ordenado el príncipe. Los guardias repartieron la asquerosa comida a todos los prisioneros, excepto a dos.

— Faltamos nosotros —exclamó Remy sacando su sucia mano por el espacio entre las rejas.

— No hay para ustedes —dijo uno de ellos.

— ¿Por qué? No, la princesa está embarazada, el bebé puede debilitarse.

— Ordenes del rey. ¡Atrás! —el guardia sacó una especie de vara con la que se desquitó del muchacho.

Le dio un fuerte golpe en la mano que hizo que el joven de dieciséis años gritara de dolor.

— ¡No, por favor, no le hagan daño! —pedía con llanto la princesa— Se lo suplico.

Eva sollozaba por el niño. Solo era un jovencito.

— Eso debieron pensar antes de pecar —escupió a ambas celdas—. ¡Retírense!

Fue así como los guardias dejaron el calabozo para custodiar la entrada desde fuera. Eva veía a los demás comer con desesperación, como si no los hubieran alimentado en días.

El bebé dejó de moverse.

— No, no por favor, dime que sigues allí mi pequeño —Eva se llevó un susto de muerte, su bebé no daba señales de movimiento, su hijo iba a morir—. Por favor no —lloró desconsoladamente agarrando su vientre con fuerza, pedía y pedía a sus ancestros que ayudaran, al menos, a que su bebé nazca con vida.

— ¿Está bien?

— Ay, Remy, ¿qué es lo he hecho para ganarme este dolor?

— Yo le creo princesa, yo le creo —Remy tomó la mano de la princesa con miedo a que reaccionara de mala manera, sin embargo, fue todo lo contrario.

Eva sostuvo su mano sucia por el tiempo con fuerza y apoyo, al fin sentía el apoyo de alguien ese día.

— Princesa —alguien la llamó.

El anciano de la celda de al lado llamaba a la princesa en susurros. Eva volteó disimuladamente el rostro hacia el anciano, parecía llevar mucho más tiempo allí que Remy, los cabellos canosos del anciano sobrepasaban el piso, un largo y descuidado cabello.

— Tenga, coma mi señora.

El anciano le tendió su plato intacto de alimento, con la mano temblorosa por su vejez.

— Por favor, tómelo. Usted lo necesita más que yo.

¿Qué podía hacer? El hambre le ganaba, pero sentía que le quitaba la vida a otra persona.

— Gracias, señor.

La princesa se arrastró por la celda sin ánimos de levantarse, tomó el tazón de comida entre sus manos. No era para nada a lo que acostumbraba, no eran esos ricos panes que los cocineros preparaban para ella, no era esa rica comida que preparaban en el palacio, se veía asqueroso y sin sabor, parecía ser papa desechada y prensada, sin condimentos ni sal, la textura era … rara.

Por su bebé, debía de alimentarse por su bebé.

Comenzó a comer, tratando de no centrar su atención en lo asqueroso que se sentía esa comida. Remy la miraba atento, con su mirada fija en el platillo; su boca se le caía, su boca se le aguaba por sentir el sabor de la comida en su estómago.

— ¿Deseas un poco? —invitó la princesa.

— No, mi señora, coma usted.

— Nos alimentan cada dos días, princesa —añadió el anciano—. Ya estamos acostumbrados.

Eva se sintió la peor persona de la tierra. Comía frente a un chiquillo que no se alimentaba hacía días, no lo podía creer, ¿cómo es que nunca se había dado cuenta del uso del calabozo? Ella creía que se habían dejado de usar años atrás, habían construido celdas sobre la tierra, en mejores condiciones que esas.

— Comí lo suficiente Remy, puedes terminar el plato —le invitó la princesa.

Por supuesto no se había alimentado lo suficiente, su estómago aún rugía sin acto de presencia de su bebé. Estaba tan tranquilo que le asustaba y temía.

Remy devoró lo que quedaba del platillo mientras la princesa cerraba los ojos para descansar. ¿Por qué a ella? Era una persona inocente, no había hecho nada de lo que culpaban. Nada.

— ¿Hicieron lo que les ordené?

— Sí, príncipe.

— Bien, retírense.

La habitación del príncipe se sentía vacía, había mandado a sacar todas las pertenencias de su mujer. Ropa, joyas, calzado, todo. Lo habían regalado al pueblo, sin embargo, aquel montón de tela no fue usado por nadie, nadie quería usar las prendas de una adúltera.

— ¿Cómo se siente, mi príncipe?

— ¿Cómo crees, Catherine? Devastado.

— No te preocupes, cuñado. Todo se resolverá mañana temprano.

— Ya no seré tu cuñado, Catherine. No quiero que lo menciones nunca más, ¿oíste?

— Lo que ordene, su alteza. ¿Desea que mande a acomodar su alcoba?

— Sí. Hazlo.

Herald se vio acorralado por sus sentimientos. ¿Habría hecho bien en dejarla sin alimento? No lo sabía, se dejó llevar por la furia y el odio del momento, sin embargo, todos tenían razón. Su esposa no se merecía ser llamada mujer, no se merecía ser llamada princesa. No se merecía su perdón.

— Rey mío, ¿está seguro?

— Así es, esa es la decisión.

— ¿No cree que es muy radical? Es una princesa —añadió la reina.

— No lo será más, no será nombrada a partir de ahora y las futuras generaciones no conocerán la deshonra de la realeza. Su nombre quedará prohibido de pronunciar.

— Gusteau …

— Está decidido, esposa. Esa mujer será juzgada por el pueblo mañana en la mañana, no hay nada que hacer.

La reina no quería ese final para la princesa, le tenía una estima inigualable, la quería como una hija y aun se negaba a aceptar aquellas afirmaciones. No podía ser la princesa en esas fotos, la conocía desde pequeña, ella no era así.

No lo era.

Así pasaron las horas, todos dormían. La princesa cayó rendida al frio suelo de la celda, se tapada con sus mismos brazos, se daba calor con su mismo cuerpo insuficiente.

Todo había pasado tan rápido, la juzgaron a una velocidad increíble.

¿Dónde estaba el pueblo que decía amarla? ¿Dónde estaban aquellas personas a las que ella había ayudado? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Dónde estaba su amor?

Nadie se preocupaba por ella, ni siquiera sus propios padres, solo aquellas dos personas que había conocido en el calabozo, solo esos dos desconocidos la habían ayudado sin conocerla, sin ella conocerlos.

El anciano no tenía nada que perder, no tenía familia, no tenía esposa ni hijos por quienes regresar. El viejillo quería partir, sentía que la muerte lo esperaba en la puerta entreabierta, había sido un criminal en toda palabra. Su juventud no fue buena, robó y asesinó a sangre fría, fue condenado a cincuenta años encerrado en el calabozo; para su mala fortuna la pena de muerte había sido erradicada. Aun así quería redimirse, ver a aquella joven vulnerable y desgraciada lo hizo pensar, ¿qué más daba si no comía? Se iba a morir en cualquier momento, pero aquella joven aun tenía mucho por vivir.

— ¡Levántense todos!

Un ruido estruendoso hizo que Eva se levantase de su sueño, era de día. Había pasado tres noche en el calabozo, sin comer en una noche fría y dolorosa.

— ¿Remy? —Eva buscó al chico, no lo encontraba, su celda estaba vacía, no había nadie dentro— ¿Remy?

— Se lo llevaron —habló el anciano—. Es libre.

Eva soltó un suspiro aliviado.

— Gracias a los Dioses.

— Yo no lo consideraría felicidad, princesa.

— ¡Levántate! —le ordenaron.

Eva obedeció, no podía refutar, le habían dejado muy en claro que no tenía autoridad.

— Camina —la empujaron.

Estaba muy débil, sentía sus piernas frágiles y débiles, se balanceaba de un lado a otro con su cabeza a punto de estallar por el llanto de la noche anterior. Caminaron hacia en palacio, volvía a sentir las miradas amenazantes de los trabajadores y algunas personas pertenecientes a la nobleza. Muchos le gritaban: “Adúltera, adúltera”, se sentía como si fuese a ser apedreada por su familia hasta la muerte.

Iba caminando con las manos en la espalda, agarrada fuertemente por uno de los guardias con ayuda de una soguilla que la lastimaba. Muy a lo lejos divisó a su dama, Regina, quien más que su dama era su amiga, la vio llorar y aclamar por ella, lloraba al lado de su madre, Martha, quien la sostenía para evitar que se aventase contra los guardias.

— ¡Piedad por mi señora! —gritó— ¡Es inocente!

— Regina… —susurró Eva.

— Avanza —empujaron a la princesa al detenerse por su dama—. ¡Avanza dije!

— ¡Está embarazada, por todos los dioses! —gritó Martha viendo a la princesa sucia y con la mirada vacía.

La llevaron a rastras hacia el salón principal del palacio, a los pies del rey. Allí, los representantes del pueblo la miraban asqueados; quién lo diría, una bella princesa convirtiéndose en una asquerosa mujerzuela a los pies del rey. El rey Gusteau y su hijo estaban frente a ella, decididos a condenarla, sin ningún tipo de remordimiento por la escena.

Eva sostenía su vientre frente a todas las miradas molestas, estaba protegiendo a su bebé pese a su estado, su vestido floreado dejaba ver muy bien su panza y le remarcaba la figura redonda haciendo elevar mucho más la furia del príncipe.

— ¡Silencio! —ordenó el rey ante los ataques hacia la mujer de rodillas.

— Mi señor —añadió Livene—. Estamos listos para comenzar.

El rey dio una última mirada a la muchacha y a sus padres. Le habían dado todo el derecho a él de decidir el futuro de su hija, ellos ya no querían a la princesa con ellos.

— Damos inicio al juicio —dijo el juez con firmeza.

Reino de Garicia

Nombre: Eva de Mitrios

Edad: 25

Rango: Princesa.

Acusada de: Adulterio.

El pueblo aclama: Muerte.

La realeza aclama: Muerte.

— Frente a nosotros tenemos a la que una vez fue princesa, futura reina de Garicia, Eva de Mitrios, condenada por adulterio junto al príncipe Jone Pride. Acusada de traicionar a la realeza al confabular con el príncipe, no solo por adulterio, sino también a favor de un posible atentado contra el rey. 

— Eso es mentira, yo no hice nada por-

— ¡Silenció! —ordenó el rey haciéndola callar.

— Según la ley —el juez leyó—, todo aquel que traicione al rey y al reino de Garicia será sentenciado a muerte al instante de proclamar la condena, sin embargo, frente a las modificaciones hechas años atrás por los reyes, quien traicione al rey será sentenciado a voluntad del pueblo y de la realeza, siendo así llevado por dos posibles caminos: El calabozo permanente o el destierro.

— Piedad —susurró la princesa de rodillas.

— No hay compasión por una adultera traicionera —soltó el príncipe al lado de su padre.

El bebé al fin se movía, por lo menos un rayito de esperanza se sembró en el corazón de Eva.

— Es así, como la primera sentencia deberá llevarse a cabo por los representantes del pueblo. Mi rey, si así lo ordena, le pido permiso para proceder con la condena.

El rey observó por última vez a la joven frente a él. Era una lástima que una chica como ella fuese una pecadora. Gusteau se dirigió a los padres de la anteriormente princesa, ellos le dieron el permiso necesario para continuar con un movimiento de cabeza, se veían decididos y avergonzados por su hija.

— Permiso concedido.

El juez dio inicio al juicio por el primer delito: Traición.

Los representantes del pueblo comenzaban a cuchichear entre ellos, mujeres y hombres iban a juzgarla, aquellos a los que alguna vez ella había ayudado.

— Declaro la destitución de Eva de Mitrios como princesa y futura reina de Garicia. Todos sus derechos y privilegios han sido revocados a favor del juicio. De ser así, abogado, le cedo la palabra.

El abogado de la realeza tomó algunos pergaminos y se dirigió hacia la enorme mesa donde estaban los pobladores expectantes a sus palabras.

— Su alteza real, su majestad, juez presente y todos. Hoy estamos aquí denunciando traición al rey y al reino. Esta mujer de aquí llamada Eva de Mitrios —la señaló— es causante de las notables revelaciones reales para con nuestros enemigos, se revelaron estrategias y posibles alianzas que son una daga oxidada para el reino de Garicia. Dichas revelaciones traerán, con seguridad, caos al pueblo; sus hijos no tendrán comida —se dirigió a las madres—. Volveremos a la época de muerte y sangre por los pasillos de sus casas, seremos esclavos de reinos extranjeros a causa de una mujer, de esta mujer. No cabe duda que es peligrosa para la estabilidad del reino de Garicia y para el futuro rey, es una amenaza para los niños y jovencitas que, por mucho tiempo, la han visto como modelo a seguir, siendo este el caso más deplorable que el pueblo quiere para sus hijos, me atrevo a afirmar.

— Eso no es cierto —susurró sollozando.

— Esta joven resulta un peligro para el pueblo, para el reino. No habrá comida, los hombres serán mandados al ejército del reino obligatoriamente dejando a sus esposas e hijas en casa, lanzadas a la incertidumbre. Y todo será gracias a esta mujer. ¿Será ese el destino de Garicia?

— No, claro que no —susurraban.

— ¿Dejarán a sus hijos sin hogar? ¿Dejarán morir a sus esposos e hijos por culpa de Eva de Mitrios? —habló llamando la atención de las mujeres quienes veían a Eva como una asquerosidad.

— Nunca.

A Eva nadie la defendía, le negaron cualquier defensa, era ella enfrentándose a un crimen que no había cometido, era ella sola contra su familia.

— Queremos pruebas —dijo un hombre sabio.

— Eso tendrán —respondió el abogado bajo la atenta mirada del rey quien asintió con la cabeza.

Las pruebas eran simples y concisas, había testigos que afirmaban hacer escuchado a Eva de Mitrios confabular con sus enemigos. La habían visto en sus aposentos con otro hombre, no con cualquiera, sino que con el futuro rey del reino enemigo.

— Requiero al primer testigo.

El primer, segundo, tercer testigo afirmaron la acusación. Todos trabajadores del palacio. Uno por uno daba su versión de los hechos.

Habían visto a la princesa junto al enemigo de Garicia a las afueras del castillo, iban por las cosechas de arroz cuando vieron por el rabillo de una madera a la princesa conversar amenamente con uno de los guardias del reino enemigo, los identificaron por el atuendo y la singular bandera pequeña que colgaba cada uno en su pecho. Dijeron que la escucharon hablar de los secretos del rey y sus puntos débiles, hablaban fuerte y claro sin miedo a que los escuchasen, según ellos. Sin embargo, ella los vio y los hizo callar amenazando a cada uno con sus familias.

Por su parte, Eva no daba crédito a lo escuchaba, le habían puesto una especie de soguilla en la boca para que no hablase. ¿Ella confabulando con el enemigo? Era sumamente absurdo. Eva amaba a su reino, amaba a su esposo; no se creía capaz de aquella atrocidad a la que se le culpaba.

Todos contaban la misma historia con el más lujo de detalles ganándose la confianza de los representantes del pueblo quienes la creían culpable. Poco a poco iban cultivando la idea de la culpabilidad de la princesa; sus errores y pecados debían pagarse sin duda alguna.

— Dada la participación de los testigos, procedemos con la segunda sentencia. El delito cometido por la Eva de Mitrios, según la ley se decreta la potestad del demandante a decidir por la vida del bebé y de la madre, quien cometió el pecado de adulterio contra el príncipe de Garicia. Procedemos con la respuesta del reino.

— Señores —continuó el abogado—. El príncipe Herald Hyde de Garicia, aclama por la muerte del bebé y el destierro de la joven.

Las señoras, madres, del pueblo se sorprendieron por la decisión del príncipe, jamás habían escuchado tal sentencia hacia una princesa. La muerte del bebé era insólita, en cambio los hombres pensaban en el futuro de Garicia y en la desgracia y deshonra que el bebé significaba.

No, no, no por favor. Pedía Eva bajo la soguilla, llorando y deseando desatarse. Era solo un bebé inocente, era su bebé.

Con mi bebé no. Lloró desesperada.

— Las pruebas son contundentes, en cada carpeta frente a ustedes tienen las evidencias del engaño, la fecha y el lugar, en ellas se ve claramente a Eva de Mitrios, en una posición bastante comprometedora con el príncipe Jone Pride —se oyeron algunos quejidos de sorpresa—. Hemos hecho las verificaciones concretas de la veracidad de las imágenes. Allí también podrán ver los resultados —habló el abogado caminando alrededor de Eva poniéndola muy nerviosa.

Los susurros y exclamaciones no se hicieron esperar. Los jadeos de Eva aclamando compasión por su bebé no se dejaron de escuchar en todo el salón real; se sentía derrotada, destruida por quienes amaba, se sentía miserable y desprotegida, sin embargo, se sintió a morir al ver a su hermana colocarse al lado del abogado.

— La testigo de la familia real, la princesa Catherine de Mitrios, hermana de Eva de Mitrios.

— Princesa, jura decir toda la verdad y nada más que la verdad frente a Dios y al rey de Garicia —dijo el juez.

— Lo juro —respondió sin mirar a su hermana.

No, tú no. Pensó la princesa en sentencia.

— ¿Por qué está declarando en contra de su hermana? —preguntó del juez.

— Me veo en la necesidad de hacerlo, señor juez, por mi familia. Su adulterio ha dejado en el ojo de la tormenta a mis padres y eso no lo puedo permitir.

— Cuéntenos, princesa. ¿Dónde estaba usted la noche de los hechos?

Catherine suspiró.

— Iba a ver a mi hermana, tenía algunas ideas que comentarle para el día de su boda. Estaba feliz por ella, iba a tener un bebé y un esposo que la amaba; es entonces cuando pasaba por su habitación y encontré sorpresivamente la puerta entre abierta —pausó—. Mientras más me acercaba, las voces dentro me alertaron, pensé que alguien le estaba haciendo daño, es allí cuando tomé el atrevimiento de entrar a la habitación de Eva y el príncipe Herald.

— ¿Qué vio exactamente?

— Vi a Eva, encima de un hombre —miró a los representantes del pueblo y dijo lentamente—. Sobre la cama.

Se escuchó murmurar a todos.

— Orden, orden —sentenció el juez real—. ¿Está usted segura de lo que vio, su excelencia?

— Sí, completamente segura. Distinguí al hombre por el color de cabello, era rojizo, no castaño como el del príncipe Herald.

— Esas fotos, ¿las tomó usted?

Se exaltó.

— Me atrevo a negarlo, señor juez. Me retiré de esa habitación de inmediato. Según lo que sé, esas fotos fueron tomadas un tiempo después del día en que vi a mi hermana con el príncipe Jone.

— ¿Quiere decir que no fue la primera vez que Eva de Mitrios fornica con el príncipe Jone Pride?

Catherine observó a su hermana con cautela. La vio llorar y suplicar. Eva no podía creer que su propia hermana, su sangre, la persona que era su modelo a seguir la estaba apuñalando por la espalda. No daba crédito a lo que escuchaba. La estaban quemando, su propia familia estaba condenándola.

— Así es.

El barulló comenzó, las mujeres la tildaban de mala madre, de mujerzuela, de adúltera.

Herald tenía la mirada perdida y el odio se apoderó de él. Quería que la mujer pagase por su traición, por su engaño. Había sido un tonto todo ese tiempo, no se había dado cuenta del tipo de mujer que dormía con él todas las noches, la odiaba y aborrecía, a ella y al hijo que esperaba.

— El niño —habló por primera vez en el juicio el príncipe Herald—. Es un peligro para el reino —pausó—.  Aclamo su muerte.

¡No! Gritó Eva debajo de la soguilla. ¡No! Por favor. Lloraba. Mi bebé no.

Eva sentía su alma romperse, no quería perder a su bebé. Le dolía que el propio padre de su hijo pidiera su muerte, le partía el corazón ver como las personas que amaba la juzgaban sin detenerse, sin compasión por una mujer embarazada, sin piedad hacia un bebé que aún no nacía. Eva se sintió desfallecer.

— Me disculpo su alteza, mi rey, mi reina. El avanzado embarazo de prin- … Eva de Mitrios impide aplicarle un aborto —espetó el doctor del pueblo.

— ¿Estás completamente seguro? —preguntó el rey desde su trono.

— Sí, su majestad. No es posible acabar con la vida de un bebé en ese estado.

El doctor trataba en todo lo posible de evitar la muerte del bebé. Estaba del lado de la princesa bajo las sombras, algunas personas lo estaban, como Livene; quien lo había llamado por ayuda hacia la princesa. Era lo único que podía hacer por la princesa Eva, Livene no podía hacer nada más.

— ¡Destierro! ¡Destierro! —Aclamaron los representantes del pueblo.

— Orden —apresuró el juez tomando en sus manos la decisión final—. Su majestad, mi rey, le pido me conceda el permiso de proclamar la condena hacia Eva de Mitrios.

— Por favor, Dios mío, ayuda a mi princesa —susurró Regina desde una esquina del salón. No la dejaban acercarse a su señora.

— Adelante —concedió el rey.

— Por el poder que se me ha otorgado. Hoy, se sentencia a Eva de Mitrios, destituida de su cargo de princesa, condenada por traición y adulterio en contra de la realeza y reino de Garicia. El pueblo ha decidido, se condena a Eva de Mitrios y a su hijo a muerte inmediata. —sentenció antes de que los jadeos de Regina y algunas personas que apreciaban a Eva se escucharan—. El rey pide: muerte inmediata.

Los gemidos de dolor de Eva no se hicieron esperar. Lloraba intentado zafarse de las soguillas que le impedían exclamar por justicia, lloraba por su hijo quien no vería crecer, quien no vería su carita pequeña, a quien no criaría con amor y bondad. No lloraba por ella, ya poco le importaba su vida, pero su bebé era lo más preciado que poseía en ese momento.

— ¡Piedad, por favor! —pedía bajo la soguilla.

 ¡Mujerzuela! ¡Adúltera! ¡Destierro! ¡Destierro! Muerte a la princesa.

— Sin embargo —continuó el juez—. La pena de muerte ha sido erradicada de este reino, por lo que es mi deber sentenciar a Eva de Mitos al destierro absoluto de las tierras de Garicia por tiempo indefinido. Deberá dejar estas tierras al anochecer, de lo contrario será llevada al calabozo y, con una acepción debido a la extremidad del asunto, condenada a muerte alimentaria.

El corazón de Eva volvió a su lugar.

Lloró, lloró por la esperanza que su bebé le irradiaba.

Sería desterrada, pero tendría a su bebé al lado.

— He dicho.

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