Por Amor al Arte
Por Amor al Arte
Por: Serazor
Por Amor al Arte

Por favor, antes de contarles mi historia o, mejor dicho, la historia de una chica cuya mera existencia es una prueba de la existencia de un poder superior, permítanme desvariar un poco sobre la magnánima fuerza que irradian las féminas.

Porque sí, esto es un relato, pero necesita contexto como las leyendas necesitan mitologías.

Que abundante es la belleza femenina para aquellos que sabemos apreciarla, ¿no? Quienes se maravillan con siluetas en cada acera, viendo diosas danzar entre ellas cual pasarelas. Comprendiendo así la importancia de un ser superior al cual adjudicarle la creación de tan perfectos seres. Pues la naturaleza, ni en sus sueños más ambiciosos, podría ser la responsable de la majestuosidad latente en cada mujer. Esa majestuosidad que arranca suspiros y pasiones; sueños y fantasías. Se deslizan por la vida con ese brillo que irradian al sonreír, sin importar su forma, tamaño o color.

 Ay, las mujeres.

Sinónimos de pasión, de belleza, de hermosura natural. Destinadas a ser la inspiración de quienes la ven como el símbolo de perfección que son. Rosas y espinas por igual, sin que nada les quite su esencia.

Son entendibles las locuras que nacen de la mujer y se trasmiten a un hombre enamorado, llevándolo a donde su razón no se lo permitiría. Morir por una mujer es sacrificarse ante el bien común, ante el arte, ante la naturaleza. Ante Dios mismo. Si Dios fuese mujer, no existirían ateos, pues nadie dudaría jamás de lo celestial de una fémina, conquistadora de mundos y corazones.

Las mujeres son el arte que todo apasionado quiere retratar.

Numerosos escritores, pintores, dramaturgos y demás lo han intentado, usualmente fallando en el intento. ¿Cómo se puede reflejar la pureza misma de la mirada de aquella que, tan cálidamente, te sonríe con cariño? Y el sentimiento que te inunda, olvidando que el mundo gira y tú lo haces con él. Incluso el tiempo se rinde y se arrodilla a sus pies, vacilando en importancia. Poca importancia poseen las horas si transcurren a su lado.

Ellas te ven y pueden crear guerras, o detenerlas, volviéndose así artífices de amor y de odio. No olvidemos como inició la caída de Troya.

Pero hay algo curioso.

Cualquier rosa puede destacar en un pantano, rodeándose de mugre y maleza, muerte y putrefacción; establecida y reinando en su territorio, siendo la última esperanza de vida para una tierra sin alma. Una rosa rodeada de muerte es solo una rosa más, disfrutando de las circunstancias. Pero una rosa en un prado, rodeada de semejantes, que aun así se muestre como superiora, vencedora en su fragancia, es el ser más difícil de encontrar. Alguien tan especial que brilla con poder propio, sin necesidad de aferrarse a la oscuridad. La luz más brillante de todas en un mar de focos. La estrella más resplandeciente en un universo maravilloso.

Nuestro sol es especial no por ser único, porque como él hay miles. Es especial por ser el que eligió arroparnos.

Así son las mujeres. Bellas por naturaleza, creadoras del todo, magnificas en su presencia. Pero todo esto pierde sentido cuando es una, y solo una, quien, con su efecto magnético, nos atrapa entre sus brazos; acobijados por la paz.

Fresia, de quien les hablaré hoy, es la más clara prueba de lo anterior mencionado. La perfección posee varios escalones, posándose ella en el más alto.

Les juro que jamás me rendiría ante los pies de quien no lo mereciese, por eso, confesar que los hice ante los suyos, me hace ver como un músico que admite no saber música. Una contradicción en su propia lógica. Pero lo amerita, ella lo amerita. Amerita mi exclamación y mi grito, con su estatua de oro en el jardín florado de mis ideas. La fuente de todo lo que alguna vez fue bueno. Podría alabarla durante toda una vida y le tendría que pedir a mis sucesores que siguieran con mi cometido, cumpliéndose así mi labor.

¿Cómo describirla?, ¿cómo se habla del todo, de la belleza, del arte y de los ángeles? Tal vez deba buscar en mi diccionario la definición de cada uno de estos conceptos, para unirlos y así poder crear en palabras, vanas y paganas, una imagen cercana de ella.

Dicen que la belleza es subjetiva… tonterías. Existen los estándares básicos que todos conocemos. Y si bien el amor está en los ojos de quien observa, eso es puro sentimiento y se aleja de lo que Fresia, a simple vista, podría regalar.

Que los dioses del Olimpo abran sus puertas ante una nueva diosa y le permitan pasar. Arrodíllense plebeyos. No son dignos de admirar tan hermosa piel fina y blanca como la nieve, más pura si se le permite. Lisa como el cristal. Con ojos claros y profundos, homenajeados en su forma, penetrantes con su color castaño. Ojos coronados por pestañas magnificas que el maquillaje no podría igualar. Y sus labios, esos que hipnotizan, esos que todo hombre desearía besar, se muestran finos y sensuales en un nivel apenas explicable. Curveados y lineados. Con la suma de sus rasgos; cubiertos por un cabello azabache, largo y abundante. Melena de leona fusionada con la noche, flotando alegremente sobre su espalda y parte de sus mejillas. Cayendo con elegancia sobre sus hombros. De su cuerpo no quisiera hablar, considero que la belleza de la mujer se posa sobre su mentón, pero la sinceridad me obliga a hablarles de sus curvas, tan sugerentes, tan provocativas, tan naturales como las olas del mar. Con su pecho voluminoso sin parecer excesivo; dos puntos redondeados ocultos bajo su vestido. Y sus largas piernas que cargan el oro hecho persona.

Seamos honestos en recordar lo que muchos no se molestan en aprender: de nada sirve la preciosidad exterior sin un espíritu, un don, que la acompañe.

Y Fresia lo tenía. Dios bien sabe que lo tenía.

Tal vez parezco idolatrarla en demasía, pero lo cierto es que me limito a dibujarla tal cual mis ojos, y los ojos ajenos, la veían; pues mi mirada no era la única encantada ante ella.

Ni tampoco eran los ojos los únicos en prestarles atención.

Enamorar un sentido es tarea complicada. Enamorar dos, es un privilegio.

Lo único equiparable a la majestuosidad de Fresia, era su voz.

Nunca he estado muerto, no sé cómo cantan los ángeles, pero incluso ellos deben de envidiarla y verla con malos ojos al escucharla entonar una nota musical. Al verla cerrar los ojos y entregarse en cuerpo y alma a una melodía que se desliza por su garganta hasta nuestros oídos. Imposible que cuerdas vocales fueran las responsables de aquella entonación. No, había algo más. Era su alma quien escapaba por sus labios y se convertía en arte, en poesía, en versos sublimes que conquistaban el oído más crítico. Haciendo que perderse en mares, tormentas y desiertos enteros fuera un mero paseo donde el deseo de sobrevivir para escuchar de nuevo esa voz, podía mantenerte con vida por semanas sin bebida ni alimentos. Pero como el destino es cruel, pocos la escuchaban. La amaban, la admiraban, besaban el suelo que pisaba; pero eran pocos.

En aquel bar tan lejano y oscuro donde la conocí. En aquel antro tan indigno de ella.

Mentirles sería decir que nuestro encuentro fue obra de la casualidad, o del “destino” como dicen quienes creen en eso; pero lo cierto es que nada más entrar, mi objetivo era conocerla, hablarle, escucharla pronunciar mi nombre. Determinación por pasión, podríamos decir. ¿Enamoramiento? Quién sabe, siendo la definición de amor tan variable, es difícil reconocerlo. Tal vez fue un ingrediente en toda la mezcla de acontecimientos, pero yo estaba ahí por otras razones.

Entré en el bar entrecerrando los ojos, como hacía siempre. El techo era alto e intentaba disimular la simpleza del recinto, con sus paredes color caoba y sus sofás de cuero en una esquina; con una barra recorriendo un lado de la pared y sus respectivos mesoneros yendo y viniendo. Parecía más una cafetería que otra cosa. El dueño debía ser hombre inteligente, pues todas las mesas, sofás, y luces, se acomodaban alrededor del escenario donde Fresia se presentaba, siendo el principal atractivo del local. Siendo la salvación de sus jefes.

Usualmente me sentaba en una de las sillas más cercanas para escuchar con claridad, cerrando los ojos y dejándome llevar, pero hoy, siguiendo lo planeado, me dirigí a la barra a sentarme en el tercer puesto a la derecha; esperando en silencio el inicio del recital.

Con banquitos tan anticuados como su sofá, no era de sorprender que al lugar llegaran en su mayoría hombres maduros en busca de algún rato tranquilo y apacible. Un lugar donde respirar y beber tranquilo, olvidando las esposas en casa y las labores en la oficina. Aun así, pocos disimulados se mostraban al sentarse uno por uno lo más cerca posible del escenario, pues siendo clientes habituales, sabían que ni todo el alcohol del mundo les daría mayor gozo que la divinidad hecha mujer. En el sofá se sentaban grupos de amigos, usualmente a charlar sin preocupación, en espera también de Fresia.

Fresia, vaya atención atraías.

Al llegar, el bar estaba solitario, pero a medida que se acercaba la hora de su espectáculo, docenas de hombres desfilaron por la puerta hacia sus asientos preferidos. Las luces se atenuaron, el silencio se hizo presente, los corazones se aceleraron, los suspiros iniciaron, y una vez más, todos miramos al escenario. Fresia había llegado.

Una sombra al comienzo; una luz al final. Los reflectores se sirvieron de sus encantos y se unieron con nuestras miradas en su dirección. Aquella piel, aquella silueta, aquella mirada. La emoción se sentía en el aire, pues su sola presencia podía crear un grito silencioso de admiración. De deseo.

Sus ojos cerrados en espera de la melodía que no tardó en surgir. Lenta y sensual, como su cantautora, quien alzó los brazos y nos regaló parte de su grandeza.

            Cantó con pasión, al igual que cada noche. Una llama en su interior jamás moría y parecía arder cada vez con más veracidad como si no existiese en ella limitación alguna. Nadie aplaudía, todos escuchaban con atención, como alelados, enamorados tal vez. Maravillados sin saber por qué. Aunque yo sí que lo sabía.

La banda tocaba las canciones que Fresia les pedía con un simple gesto, tan adecuadas para ella, para su don, para su talento, que parecían fundirse con la música y volar entre su surrealista mundo de sonidos, siendo ella la simple conductora de un poder superior.

Canta, canta conmigo.

Si tienes temores, que sean olvido

Canta, canta conmigo

Ignora las voces con sus crucifijos

Así decía su coro, o al menos uno de ellos, entonaba cada nota como si de ello dependiera su vida. Y tal vez así era.

Me hallo pérdida entre esas alas oscuras

El raciocinio de mi lógica depende de la locura

Muriendo entre versos como cadenas

cálido cobijo el de tus brazos tras la pena.

Olvida lo que sabes y yo contigo lo haré.

Mañana todo estará mal, pero hoy todo está bien.

Cumple con tu cometido si eso deseas;

recuerda mi mirada la última vez que la veas.

Cantó a nadie en particular, y a la vez para todos nosotros. No podría decir cuantos segundos, minutos u horas duró la presentación. No existe reloj en el local, y el mío parecía fallecer ante su presencia. A la mitad del show mis ojos ya estaban cerrados, pues mis oídos suplicaban agudizarse para escuchar con su mayor gloria a la mujer que les hacía sonreír de satisfacción. Mis ojos protestaron por no disfrutar de su hermosura, pero los convencí de calmarse. Ya después podrían apreciarla mejor.

De pequeño mi madre jamás me relató fabulas de horribles monstruos que vendrían por mí a castigarme por un incorrecto comportamiento. Ella me cantaba. Me cantaba si me portaba bien, y dejaba de hacerlo al equivocarme. Era un refuerzo peculiar, pero funcional, pues nada me maravillaba más que ser su principal oyente. Cuando murió, creí que no volvería a sentir tanto aprecio por el canto de una mujer, hasta que apareció Fresia, superando incluso a quien me dio la vida. Y que me disculpe ella por decirlo mientras descansa en paz.

Por desgracia el concierto finalizó. El mundo volvió a la normalidad perdiendo parte de su brillo y recuperando su gris color. Los aplausos no se hicieron esperar, junto con silbidos, gritos y la admiración bulliciosa. Fresia sonreía encantada, y yo sonreía con ella. Lamentándome que fuéramos tan pocos los que aplaudíamos en un lugar tan pequeño.

Fresia se retiró por detrás del escenario y me giré hacia la barra. Pedí dos copas de vino y esperé con paciencia.

Los humanos somos seres de inconscientes costumbres. Es cuestión de observarnos con detenimiento para notarlo. Mismas palabras, mismas frases, mismas acciones. Establecemos nuestro patrón de conducta que nos rige por el resto de nuestra vida, con muy pocas variables. Es la regla de la sociedad, y Fresia no era la excepción.

Como había observado yo en anteriores visitas, Fresia esperaba detrás del escenario, seguramente en algún camerino, después de terminar su presentación. Luego salía de entre la oscuridad, de una puerta protegida y atravesaba el bar entre piropos y besos nauseabundos de desconocidos, para después sentarse a beber en el segundo puesto a la derecha en la barra, justamente, casualmente, el que se encontraba a mi lado.

Era más hermosa de cerca, si es que esto era posible. Aumentaban los detalles de su divinidad con aquellos rasgos delicados, como trazados por el más sagaz de los pintores. Una escultura sinónimo de arte.

Se sentó a mi lado y cerré los ojos un segundo, aspirando su aroma, ruborizando mis emociones, nervioso por primera vez en mucho tiempo.

Nervioso pero atrevido.

‒No hace falta que ordenes –le dije adelantándome a sus palabras y acercándole una copa de vino. Ella mi miró, pero no de arriba abajo como hubiese hecho cualquier mujer ante un posible pretendiente, sino directo hacia los ojos. Viendo más allá de los colores y las formas, escudriñando mi alma; desvelando todos mis secretos sin tan siquiera media palabra. Con una mirada, mi existencia se abrió ante ella, tan pura y llana como un bebé recién nacido.

—No acepto bebidas, lo siento –dijo tras el breve silencio.

—No es una bebida, es un regalo.

—No acepto regalos.

— ¿Por algún orgullo femenino que te hace pensar que, aceptando un gesto de caballerosidad, te disminuyes como mujer?

—No, porque no eres ni el primero ni el último que me invita un trago en este bar queriendo flirtear.

— “Flirtear” como dices, implica un coqueteo de mi parte. Coqueteo que no creo haber iniciado aún. Motivos para invitarte a beber puede haber mucho, tal como señalas, y los míos me los reservaré por si la noche avanza, pero esta copa que te presento, preferiría que la vieras como un agradecimiento.

— ¿Agradecimiento?

—Agradecimiento por ese concierto que nos has dado. Cualquiera puede subir a un escenario. Cualquiera puede cantar. Pero no cualquiera puede crear su propia realidad con cada canción; despertando sueños en hombres que creíamos haber caído en un agujero gris sin salida. Un túnel subterráneo donde es tu voz quien nos guía hacia la luz. Por eso quiero agradecerte. Brindar a tu salud. Si me rechazas la copa no perderás nada; y yo regresaré decaído a mi hogar sabiendo que perdí la oportunidad y el honor de conocerte. Pero si aceptas, ganarás una copa; yo recibiré un honor, y tal vez ambos disfrutemos de una conversación. No te hago una propuesta, sino un presente.

Ella me observó y mi corazón se aceleró al poder notar una ligera sonrisa. Sus músculos también se relajaron y aquella expresión  defensiva desapareció. Acerqué la copa a sus dedos y ella la cubrió con los suyos, sin dejar de mirarme, sin dejar de sonreír, sin dejar de brillar.

—Un discurso original, si me permites decirlo —dijo Fresia

—Es solo el parloteo de un hombre que trata de parecer interesante en vano.

—No en vano del todo. Pero no bebo con quien no conozco su nombre.

—Fabrizzio Bolívar —ella me estrechó su mano, la cual besé con dulzura.

—Fresia Silva, es un placer.

Un amistoso saludo, señal de confianza, reconocimiento como iguales.

—Creo que este es el momento en el que trato de jugar con nuestra confianza, Fresia; y de preguntarte por qué, entre tantos estadios que podrías colapsar, cantas en este bar, tan indigno de ti.

—No subestimes el local, Fabrizzio. El arte puede nacer en el rincón más pequeño, donde existe alguien apasionado que le de fuerza y lo aprecie.

—Pero tú…

—Sé a qué te refieres… Verás, de nada sirven talentos y ganas si no son acompañadas de dinero y apoyo. Y el hecho es que a mí me faltan ambos.

—No debes ganar lo suficiente aquí.

—Lo suficiente para mí, pero no para mi música.

— ¿Y las disqueras?

—No se arriesgan. En estos tiempos el dinero ya no es un placer sino una necesidad.  Asesinamos, morimos y vivimos por él. La música ya no es pasión sino negocio, y como cualquier negocio, tiene sus bases implementadas. Ciertos factores que garantizan el éxito de un producto. Pues al final de cuenta, esos somos nosotros, los músicos: un producto. Por ello jamás pertenecerá a una disquera quien no cumpla con esos factores; quien no quiera cambiar su estilo por algo más fácilmente disfrutable, más abierto, más común. Alguien como yo, al parecer. Hubo un par de disqueras interesadas en mí, pero algunos cantantes de adentro hablaron mal sobre mi trabajo, y me cerraron las puertas en la cara.

—Eso es…

—Normal. ¿Cuántos artistas callejeros andan por ahí tocando por monedas y limosnas? Talentos que merecen dejar su huella en la historia, su música en los corazones de millones, pero mueren por una empresa que los supera. No solo músicos, también escritores, actores, pintores, y toda clase de artistas que llevan algo más que sangre en las venas, pero con voces mudas que desaparecerán con el tiempo, cuando esa llama se apague.

La tristeza nadaba en esa voz que tanto llegué a adorar, con su semblante oscureciéndose, con el brillo desapareciendo. Su mirada se alejó y se apoyó en la copa que hasta ese momento no había sido tocada. Ninguna lágrima surcó por su mejilla, pero incluso su cabello pareció inmóvil y debilitado.

—Hay algo que me llamó la atención en lo que dijiste. Eso de “Dejar su huella en la historia”. Te puedo asegurar que los artistas no son los únicos con ese sueño.

—Es el sueño humano.

—Exacto. Una razón del porque estar aquí, un sentido. Morir sabiendo que atrás no dejaremos solo huellas que el viento se llevará.

—Como fantasmas pasajeros.

—Sí…

Alcé mi copa y examiné su contenido color vino tinto, templado como la mujer a mi lado, pero con una fuerza oculta en aquella calma.

—Pienso en todos esos artistas que para bien o para mal hicieron historia. Kurt Cobain, John Lennon, Tupac, Michael Jackson, Freddy Mercury, Bob Marley. Leyendas en sus zonas, con legiones de fieles seguidores. Pero si te fijas bien, no son leyendas solo por su música, también influyen sus ideales. Hombres que soñaban por un mundo mejor, por un futuro diferente aunque este fuera distante. Valerosos guerreros que fueron callados por sus demonios.

—La música va acorde con sus corazones, por ello, con tan grandes corazones, así de grandes fueron sus obras. Son el reflejo de la diferencia. El deseo de la lucha que parece haberse perdido. Pero las cosas han cambiado. ¿Cuántas personas se preocupan por el dolor ajeno? Ayudar al prójimo se ha convertido en una frase publicitaria; una acción casual que hacemos de vez en cuando creyendo que así garantizaremos nuestra llegada el Edén, como si nos cobrara una moneda de buenos deseos.

—Yo he visto hombres interesados en ayudar. Vi a Luther King, vi a Gandhi, vi a Mandela. Vi  a Sam Cook. Las cosas no han cambiado, Fresia. No han cambiado para nada. Por eso es que ellos lucharon y así murieron, porque querían un cambio. Querían hacer la diferencia. Tal como sé que quieres hacerla tú. Veo algo en ti, Fresia, un brillo, una celestial deidad que también puedo ver en las mejillas de Diana Krall. Pero no dejes que esa fuerza muera. Para eso estamos todos, ¿no? Para marcar la diferencia. Y tú debes inspirar a todos esos desafortunados artistas que no hallaron lugar en el negocio del dinero.

¿Fue un rubor lo que vi en su piel? Me hubiese gustado preguntárselo. Me conformo con la sonrisa que me regaló, tan ancha y bella, que cambió mi perspectiva del lugar

Nuestras miradas volvieron a abrazarse y unirse en un mismo baile, con dos sonrisas que le hacían coro, y dos manos que ansiaban sujetarse. La banda había comenzado a tocar y la pista de baile no tardó en llenarse. Pensé en todas aquellas parejas, felices, riendo al ritmo de la melodía, y supe lo hermoso que podía ser la música cuando no solo es transmitida por instrumentos o versos.

— ¿Qué es la música para ti? –le pregunté a mi acompañante.

— ¿Qué es la música?

—Sí. Para mí es liberación, es expresión. Es el todo. Tan llena de felicidad como de tristeza, de alegría y de ira, de reflexión y locura. Es tan variable y sumisa, que puede dirigir tu vida sin que te des cuenta. Gobierna tus estados de ánimo si le das la oportunidad. Se adentra en tus pensamientos y cambia tus ideas. Altera la realidad haciéndote olvidar, aunque sea por minutos, cualquier penuria que pueda acarrearte. Es todo, no hay mejor forma de definirlo. Siempre he envidiado su poder. Puede dirigir masas y hacer gritar a millones de personas, todas tan diferentes unas de otras, en un mismo ritmo. Tan solo fíjate en un concierto, como se reúnen millones de todas las edades, gustos, personalidades y demás, unidos por un mismo amor, por un mismo clamor, por algo más allá que nadie ha podido entender. No sé de la historia de la música. No sé si fue inventada o descubierta, y no quiero saber. No hay nada técnico en lo que es místico. No puede haber reglas en lo que nadie ha creado. La música es todo.

Fresia cerró los ojos, escuchando mis palabras. Tarareaba. Tarareaba la canción de la banda y se mecía a su ritmo, con una expresión de absoluta tranquilidad. Sin perturbarse ni mirar a nada, dijo:

—Para mí, somos nosotros mismos. Los humanos somos arte. La música es el medio para demostrarlo, para expresarlo. Cada verso, cada nota musical, es un nacimiento de nuestro ser, una muestra de nuestra grandeza. La música es la naturaleza humana, por eso es tan variable, porque  lo somos nosotros. Por eso nos controla, pues incluso el hombre más racional tiene sentimientos que no puede controlar, y esos sentimientos se convierten en poesía. Es como escribir. Escribir es convertir tus pensamientos en arte. El arte de las palabras. La música es lo mismo; es convertir tus sentimientos en arte. El arte del sonido. Como una tormenta de huracanes, golpeando unos con otros, en diferentes direcciones pero con un mismo fin: Explotar. Explotar y dejar escapar todo aquellos que les hizo ser lo que son. Todos somos arte.

Y así, abriendo los ojos y recuperando su valía, alzó la copa que resplandeció con el foco sobre nosotros, sin tan siquiera tambalear su contenido. Y sin mirar a nadie, brindamos chocando nuestras bebidas. Bebimos por el arte, por las personas y…

—Por la música, que es…

—El idioma de los dioses.

El líquido desapareció y se deslizó por nuestro interior, adormeciendo nuestros sentidos. Fresia me sonrió y sujetó mi mano. Su tacto lizo me hizo temblar, aunque ella no lo vio. O al menos espero que no lo haya visto. Sostuve su muñeca acariciándole con la punta de mis dedos. Sus labios me llamaban, pero debía esperar. Ella valía la espera.

—Tienes una curiosa manera de coquetear —me dice con picardía.

— ¿Aún crees que te coqueteo?

—Al menos eso intentas.

Reí sin disimulo mientras pedía otra ronda. El cantinero nos sirvió con celo, sin dejar de vernos y preguntarse, seguramente, como había conseguido entablar conversación con ella.

—No creo estar siguiendo los parámetros del coqueteo. Si así fuera, creo que me  he saltado varias reglas.

— ¿Y cuáles son esas reglas?

Bebí un poco antes de contestar.

—Ya que hablamos de arte, podríamos considerar el coqueteo como uno de ellos. El arte de la seducción.

Fresia se enderezó, prestándome toda su atención, como quien se prepara para recibir información.

—No me considero un conocedor de este arte. De hecho, muy pocos lo consideran como tal, pero la habilidad de atraer, enamorar y atrapar a una persona usando meros encantos, debe ser considerado así: Un arte en su más pura expresión. Difícil de dominar, como cualquier otro; pocos privilegiados lo consiguen, y de ellos aprenden quienes sueñan con conseguir el mismo éxito.

—Y esas reglas que mencionas…

—“Reglas”… no sé si esa sea la palabra adecuada. Es un estándar, un modelo a seguir. Es el efecto de conocer, con la mirada, a quien llama tu atención por motivos que desconoces. Sabes que hay algo en esa persona que te llama, te grita, te suplica acercarte; sabiendo que no te conformaras con solo saber su nombre. Ahí inicia el juego. Empiezan las miradas en silencio, picaras y llamativas a lo lejos, desando que esa persona te dirija el mismo interés. Te acercas lentamente, con seguridad, con paso decidido, pero sin parecer arrogante. Un andar de grandeza difícil de conseguir. Te presentas e inicia esas cadenas de eventos que, llevados correctamente, terminan en un intercambio de números, o de algo más.

—Sexo, querrás decir.

—No precisamente. El simple logro de conseguir que esa persona quiera saber más de ti, es de por sí, digno de admiración. ¿Pero cómo conseguirlo? Ahí es cuando se usa la habilidad. Un análisis rápido de esa persona en las primeras palabras debe determinar los pasos a seguir. No existe una sola forma de enamorar, de conquistar; pero para cada persona existe un método. Si la mujer es culta, buscará a un semejante que le haga par y muestre inteligencia. Si es seria, ridiculizara a alguien venga con bromas y chistes. Caso contrario si el mismo hombre se acerca a una mujer que gusta de reír. Hay tantas personas como caminos, y todo comienza con una pizca de determinación que debe poseer aquel que desea algo más que un saludo con la mano. Es muy difícil destacar. Muchos ignorantes se dejan llevar por el físico, pero físicos espectaculares existen por doquier, por eso, debes tener algo más.

—Pareces todo un maestro.

—Para nada, un maestro te diría otras cosas.

— ¿Cómo qué?

—Como la importancia de destacar sin aparentar. Dar la imagen de que puedes ofrecer más de lo que tienes conlleva a la desilusión. Un maestro te diría como acercarte a la mujer con serenidad, hablar sobre ella, conocer su ser interior. Sus secretos son su bien más preciado y si logras apoderarte de alguno, ya serás digno de mención en una conversación con sus amigas. Un maestro te diría también que no debes apresurarte, las relaciones se construyen ladrillo por ladrillo y siempre a diferentes ritmos, con carreras que aceleran y desaceleran. Demuestra interés sin parecer obsesivo. Debes convertirte en parte de su vida. Eso te diría un maestro.

—Y una vez ganado tu puesto…

—Una vez ganado tu puesto en su día a día, comienza el reto. Pues la dificultad no recae en llamar la atención, sino en mantenerla. A diferencia de los que muchos piensan, el amor no es incondicional. Requiere esfuerzo y trabajo. Sacrificio por ambas partes. Es una estructura debilitada que solo un nexo muy poderoso podría sostener. Muchos se rinden, y dejan caer esas torres que en su día tanto apreciaron. No buscan en sí mismos la fuerza para luchar por esa persona y, yéndose por el camino más fácil, renuncian a ella; esperando poder reemplazarla en un futuro. Pero nadie es reemplazable. Ninguna persona es igual a otra. Y tarde o temprano, la ausencia del ser querido merma nuestro espíritu. Por ello hay tantos que dejan de creer en el amor. Han dejado caer demasiadas torres.

—Comenzaste hablando de la seducción y terminaste con el amor.

—Son dos temas muy ligados. El primero puede llevar al segundo. Pero te confieso algo, Fresia, incluso los maestros se convierten en alumnos, pues al final, no existen reglas en ese arte. Cuando dos seres se quieren, se atraen, se llaman, es porque hay algo inexplicable actuando entre ellos, una fuerza que los une. No existen el cómo ni el por qué, simplemente están ahí, y vive esa mutua necesidad de estar cerca. Saben del dolor de la separación y hacen lo que sea por evitarla; aunque eso signifique vendarse los ojos y caminar juntos sobre cristales rotos. Llorando con una sonrisa, pues el dolor en sus pies no se compara los latidos acelerados, al unísono, y el tacto de sus manos convertidas en un solo ser.

Siguió un silencio en el cual evité mirarla, aunque sabía que ella me observaba, en silencio, sacando conclusiones.

—Vaya vaya, Frabizzio. Experto en música, experto en amor. Un artista completo.

—No me considero un artista, aunque hay quienes lo hacen. Con un instrumento musical muy peculiar.

— ¿Cuál?

—Lo conocerás más tarde —dije en un susurro.

Fresia no se molestó en ocultar sus curiosos y agrandados ojos cuya mirada me hacía querer confesarlo todo. Pero no podía hacerlo. No aún.

La noche no quería morir y ambos lo sabíamos.

—Así, maestro, señor y artista, al parecer conocer bien el arte en teoría, ¿pero qué tal en la práctica?

—Depende de cuál sea.

—El baile, por ejemplo.

—Creo que me puedo defender.

Me puse de pie con un gesto caballeroso y la tomé de sus manos, guiándola con suavidad hacia la pista de baile.

Las luces estaban bajas, tenues, suaves en compañía del ambiente. Aunque no éramos el centro de la pista, así no sentíamos; el centro de nuestra propia dimensión donde la música se volvió nuestro amo y señor. La banda magistral se desarrollaba con suaves ritmos acordes a su público. Un Vals inundó el local y las parejas no dudaron en juntarse, dejándose llevar por la melodía que el mismísimo aire nos gritaba.

Fresia y yo no fuimos la excepción.

Estábamos tan cerca, que de lejos, pudimos haber sido confundidos por una misma persona: Una sombra deslizándose por el suelo, con maravillosa parsimonia, siendo agentes de paz y tranquilidad. Nuestras miradas jamás rompieron conexión, y hablaban entre ellas, mudas, contando historias y derrochando sentimientos sin proferir palabras. Al bailar, no hacen falta palabras. Una pareja, al bailar, se convierte en dos seres alejados de cualquier monotonía. Sus bocas callan y es el cuerpo quien conversa, quien respira, quien deja expresar todo aquello en los que las palabras fallas. En diferentes ritmos y compases. El cuerpo se eleva o se encierra en su propia realidad, en su propia patria, gobernando neuronas y sentidos; siendo líder del alma por un instante. Los pies se mueven, las manos se sujetan, los cuerpos se rozan y una sonrisa brilla entre siluetas y siluetas danzantes. Cada pareja se olvida de todo lo que no existe tras ese círculo que sus movimientos crean, girando como la vida hace: A veces rápida, a veces lenta. Ni el cansancio hace acto de presencia pues el cuerpo es una herramienta de la música, cuando la melodía reemplaza a la razón, cuando el mundo se convierte en dos, cuando la población se reduce entre tú, y esa persona que te guía o se dejar guiar, o te acompaña en cada pequeña respiración física de tu ser. Esto fue el baile. El arte del cuerpo. Y Fresia y yo lo disfrutamos cada instante

Cada canción parecía unirnos más rompiendo las barreras que nuestra conversación no atravesó. El juego del coqueto había iniciado con caricias intangibles más allá de nosotros, siendo la música Cupido y nosotros sus víctimas. Sus labios se acercaron con un seductor vaivén, lentamente, con una sonrisa plasmada e irrompible. Yo me acerqué a ella con el mismo débil movimiento. Débil pero seguro; con una ligera muestra de atrevimiento. Un pequeño beso, único, pasajero y de un segundo, con el parpadeo de nuestros corazones. Un momento de respiración tras la separación y luego iniciamos de nuevo. Otro beso. Esta vez más largo, esta vez más profundo, tomándonos el tiempo para saborearnos. La música seguía sonando y nosotros siguiéndola. Mi mano se posó en su mejilla, con mis dedos deseando fundirse en su piel. Un tercer beso. Esta vez largo y con los ojos cerrados, con nuestros labios fluyendo junto la filosofía de la banda. Ese furor interno que comenzaba a arder ante cada insinuación de nuestra lengua. Mis manos en su espalda acariciando su cabello y nuestros cuerpos creando una sola sombra. Un tercer beso, sí; que parecía el primero de muchos.

Y la canción terminó.

Tan pronto finalizó nos separamos, sin decir palabra, sin hacer gestos. Fresia se acercó a mi oído y me susurró algo que a duras penas pude entender, pero sabía el trasfondo que llevaba.

Fresia vivía en el edificio frente al bar; lugar a donde nos dirigimos.

Salimos del bar uno al lado del otro. Antes de ir con ella, le pedí unos segundos para ir a mi auto, estacionado a pocos metros, de donde saqué mi portafolio y dejé las llaves conectadas. Tal como estaba planeado.

Regresé y entramos al edificio. ¿Hace falta describir con detalle lo sucedido aquí? Decir cómo, en el silencio del elevador, dos corazones se aceleraban esperando la continuación de la noche. Explicar cómo en al pasillo se sentía tal calor que podría encender una vela ya quemada, un fosforo muerto resucitado, que opacaba cualquier foco de luz haciéndolo innecesario. Ni una sola palabra se dijo en esos momentos. Eran redundantes. Eran nuestros cuerpos quienes deseaban hablar en su propio idioma.

No hace falta decirles como entramos en su habitación y dejé el portafolio en la mesa, sin atreverme a mostrar su contenido.

No deberías relatarles cómo, al girar, pude contemplar la desnudez de quien, en su momento, debió de haber sido un ángel enviado a purificarnos. Enviado a salvarnos. A mostrarnos que aún existe la perfección sobre la tierra y que la naturaleza jamás se dejará vencer por vulgares operaciones o creaciones plásticas del hombre.

Por favor, les suplico no juzgar a la mujer que, usando su pasión como recurso, se entregó sin pudor a una noche donde las estrellas se ocultaron celosas al verse superadas por un resplandor mayor. No usemos la palabra “coito” que vulgariza ese acto de amor y sentimiento que es la unión entre dos seres. Una muestra de confianza y entrega mutua que los más ignorantes ven como simple placer. Olvidando que es probablemente la sensación más placentera que un hombre puede atravesar cuando se entrega en cuerpo y alma. Cuando deja que su cuerpo sea quien deje hablar a su ser, su espíritu, su invisible presencia.

No es hacer el amor simplemente, pues incluso este término es indigno; es entregarse a un fin mayor, aunque sea visto como pecado en algunos círculos. ¿Cómo podría ser pecado nuestro acto? Si Dios es amor; nosotros somos sus más fieles seguidores, arrodillándonos ante sus designios.

Los besos, las caricias, el toque de su piel con la mía, el jugueteo de sus caderas usando nuestro propio ritmo, nuestra propia creación. Olvidando por momentos lo que sucede alrededor de la cama. Todo trabajo y oficio se vuelve recuerdo. No existe nada más que dos humanos haciendo su acto más simple y a la vez más profundo. Juntando sus manos, bailando al unísono al ritmo de una canción inaudible, una serenata jamás escrita, un verso jamás poetizado. Dos simples mortales convirtiéndose en Dioses de su propio mundo.

Pero incluso las fantasías tienen final y así, tal vez en segundos, minutos, horas o días, todo terminó.

Abrazados, acurrucados, acobijados uno con el otro; en silencio y paz, disfrutando de nuestras presencias.

La noche creía haber muerto y el tiempo ya no tenía sentido. Los relojes pudieron haberse detenido en ese momento.

Ese momento en el que abrazas a quien segundos antes te dio parte de su vida. Está ahí, en tus brazos, reconfortándote con un cariño mudo, sobrante de expresiones.

No podría decir a ciencia cierta si Fresia dormía o reposaba.

Me quedé contemplando el techo en la eternidad, memorando aquellos momentos en que estuvo sobre mí, con su humanidad en la más completa extensión.

Fotos de ese momento se plasmaron en mi memoria para siempre.

Pero debía terminar.

No quería separarme, pero debía hacerlo. No quería alejarme, pero no tenía otra opción. Hubiese preferido dejarme llevar por su respiración y permanecer unificados en la cama, pasar atardeceres en esa misma posición sin esperar nada más de la vida. Sin desear nada más de la vida. Pero no podía. Y mientras Fresia reposaba, el deber llamaba golpeando con dureza las puertas de mi voluntad, quebrantando cualquier deseo de no volver a posar mis pies sobre el suelo. Obligándome a recordar un designio mayor y la razón del todo de aquella noche. El porqué de esta historia.

Con lentitud alcé sus brazos y me separé de ellos, disfrutando de cada segundo en el que los sostenía. Los acomodé sobre la cama, con cuidado, levantándome, abriendo los ojos por primera vez en aquella noche. El punzante grito que emanaba de mi portafolio parecía querer resquebrar la oscuridad palpable a mi alrededor, actuando como luciérnaga entre la oscuridad: Brillante, pero en movimiento. Deseando querer verla lejos.

Me encaminé de nuevo a la sala, abrí el portafolio y saqué mi instrumento musical.

A pesar del silencio tan absoluto, sabía que a la noche solo le quedaban un par de horas antes de ser erradicada por el día. Pero era tiempo más que suficiente.

Regresé a la habitación, y con la misma pasividad me acosté al lado de Fresia, rodeándola con mis brazos y mi instrumento en mano.

La besé con ternura, sin apresurarme. Un beso lento pero pasional. Ella no abrió los ojos, yo no quería que lo hiciera.

—Canta conmigo —Le susurré. Y así lo hizo —Canta.

En esta noche las amapolas vociferan

Gritan espantadas con sus voces lastimeras

Desean poder en el tiempo regresar

Para escapar del ángel de la maldad.

Cierra tus ojos y siente al amanecer

Recuerdo fugaz del pasado atardecer

Cierra tus ojos y siente el peso del ayer

Recuerda todo lo que no volverás a ver

Entre susurros, Fresia me acompañó en aquella canción, maravillándome con su voz.

Rosé sus mejillas con mis labios mientras agarraba con fuerza mi instrumento musical: Una navaja corta y precisa.

El arma atravesó su espalda y perforó limpiamente sus pulmones. La sangre no tardó en surgir y en teñir con su aromatizante olor el filo de mi instrumento. Fresia abrió los ojos, en señal de sorpresa y dolor; pero antes de que gritara, cubrí sus labios con los míos. No quiera escucharla gritar. No quería escuchar como aquella voz, tan amada, se quebraba bajo la agonía de la muerte. La besé, con la esperanza de no romper su imagen de pureza.

—No grites, no luches, no te resistas —le dije al oído—. Tú y yo sabemos que es inútil. Cierra los ojos y déjate llevar; te estoy devolviendo al mundo en que perteneces. El paraíso de dónde has salido. Tan solo déjate llevar y piérdete en la inconciencia. Vete en paz.

Su mirada aterrada se fue apagando cada vez más, con la lenta caída de sus parpados. Sus músculos se habían tensado, pero ahora parecían relajarse para caer en el permanente letargo que les profeticé. Probablemente, afuera, algún ave habrá emprendido el vuelo, pero adentro, un alma se desvanecía mientras la otra permanecía en la posición donde le dio final.

La sangre brotaba con tristeza de ella, como si no quisiese abandonar su hogar.

La vida abandonó el cuerpo de esa mujer que me regalo su última noche sin saberlo, colocando el cuello sobre la guillotina.

No quería estar a solas con su cadáver, a pesar de haber sido yo el responsable, así que me levanté y me fui a la sala de estar, guardando a mi compañera de nuevo en el portafolio.

Es curioso lo acertada que estaba Fresia sobre el miedo que le tenían algunos artistas de las compañías disqueras donde ella trataba de entrar. Es muy curioso que ni ella misma entendiera ese pavor que generaba en los hombres y mujeres de menos talento. Quienes, aterrados bajo aquella amenaza potencial, decidieron recurrir a un hombre que los liberase de una posible derrota.

Usé mi teléfono celular e hice una llamada.

—Ya está hecho —fue todo lo que dije.

Pobre Fresia, atrapada en su pasión. Fue su talento la que le hizo merecedora de enemigos que ni ella misma sabía que poseía. Enemigos poderosos, jefes de disqueras, artistas de clase mundial; todos esos que hubieran quedado en el olvido de haber surgido de entre todos ellos, esa mujer que los opacaba en cada nota musical.

Como bien dijo Fresia, todos se preocupan solo por lo suyo. No existe el bien común, ni el deseo de ayudar al prójimo en un mundo donde todos tenemos demasiados problemas como para preocuparnos por asuntos ajenos. Un mundo donde todos buscamos ganarnos nuestro lugar.

Yo fui, como siempre, el mensajero de la muerte y poco más. Un hombre contratado para hacer lo que mejor sabe hacer.

Fue muy sencillo averiguar dónde cantaba Fresia. Ir varias semanas para aprender sus costumbres y volverme una cara usual entre tantos clientes. Hablar con ella asegurándome de que no estábamos siendo vigilados ni escuchados. Invitarle una copa, como hubiese hecho cualquier hombre. Bailar con ella, como hubiese hecho cualquier hombre. Ir a mi auto al salir para dejar las llaves en su interior, de esa forma, un trabajador enviado por la disquera vendría a recogerlo, y cualquier hombre del bar podría testificar como vio mi auto marcharse lejos del edificio. Pasillos vacíos a altas horas de la noche, como estaba previsto. Ahora solo queda una pequeña avería accidental en su cocina, que crearía a un incendio, que a su vez calcinará una Fresia dormida tras una larga noche de trabajo. O así lo verán los medios. Será conocida como una mujer talentosa que murió de forma trágica. Una promesa que no llego a más. Yo iré un par de semanas al bar para no atraer sospechas, antes de desaparecer. El bar de seguro cerrara después de esto.

El arte ha muerto, nunca mejor dicho. Y su cuerpo reposa sobre una cama ensangrentada.

Algunos vecinos tal vez mueran, pero son daño colateral.

Mi labor está terminada y ya no queda mucho por hacer. Descansa en paz Fresia, y que Yahvé te de la gloria que nosotros jamás pudimos.

A veces odio mi oficio.

Pero este es mi arte y hago todo por él.

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