CAPÍTULO 1 - Casi como una cenicienta…

Las oficinas de la legendaria constructora Ward Walls se encontraban en el centro de San Francisco. Más específicamente en el Distrito Financiero, en una torre cercana al Embarcadero, donde poseían un galpón en el que guardaban toda su maquinaria de construcción. La empresa familiar era una autoridad en la ciudad, placas conmemorativas se encontraban por todo San Francisco ―incluso el resto de California― donde se establecía que algún edificio icónico de los últimos cincuenta años fue construido por la sólida compañía.

El Clan Ward, como era conocido el grupo familiar ―término acuñado por la prensa californiana y que ellos se apropiaron con gusto―, no tenía en su generación actual ni una sola mujer, exceptuando tal vez las esposas de los gemelos Ward, hombres ya mayores que iban más allá del medio siglo. Aunque como empresa consolidada solo tenían cincuenta años, era bien conocido que antes de llamarse Ward Walls, la compañía tuvo otros nombres, lo que significaba que el prestigio y la trayectoria rondaba casi el siglo; pero fue el padre de los gemelos, William y Wallace, quien consolidó e institucionalizó el nombre, poco después de que nacieran sus dos hijos.

Cada uno de ellos tenía su linaje, William había sido el más prolijo a la hora de procrear, contando con tres hijos más uno adoptivo, hijo de su esposa Holly durante una época en la que estuvieron separados.

Sí, el romance dentro de la familia era complicado, los hombres Ward amaban con locura pero no tenían el mejor carácter. No obstante, lo importante era que el apellido tenía cuatro líneas más para perdurar a futuro y continuar con el legado.

Ese sábado de abril, en plena primavera, el día se presentaba fresco y debido a la supuesta visita del nuevo socio, un tal J.M, habían trabajado durante las horas de la mañana. Frederick no quiso decir nada ante las maldiciones que soltaba su padre, Wallace, que se quejaba de estar allí un día que bien pudo disfrutar con Emily, su esposa. Lo cierto era que todo lo de la visita solo fue un rumor, en ningún momento recibieron confirmación de la misma y debido a los nervios por conocer a la persona que les había salvado el pellejo, todos parecían estar sufriendo distintos niveles ansiedad.

Por suerte, su primo Greg no estaba allí, porque con su acostumbrado humor oscuro hubiese cabreado más a su padre. Incluso agradeció que los gemelos llegaran de Ontario en la tarde, porque estos habrían suplido de buena gana la ausencia del Vikingo, imitando a su hermano mayor con los malos chistes, azuzando al tío Wall, solo para reírse a costillas de sus malas pulgas.

Fred no se engañaba, su padre era un viejo mal humorado, que solo sonreía cuando su madre estaba cerca.

Después de despachar a casi todo el personal que había ido a trabajar esa mañana, se entretuvo en su oficina, repasando las cotizaciones de materiales para la siguiente construcción; el nuevo centro comercial que pensaban construir era literalmente un monstruo en cuanto a ingeniería, arquitectura y envergadura se refería. Incluso, empezaba a ser conocido en California como la Pequeña Ciudad, porque este proyecto pretendía crear un enorme mall que albergaría en su interior, hoteles, empresas, teatros, entretenimiento, parques, cines e incluso, un par de piscinas techadas y climatizadas para semejar una linda estancia en el Caribe.

Tal y como decía el Vikingo en broma, era tan gigante su proyecto, que tendría su propio código postal y su área de discado telefónico.

Un mensaje sonó en su móvil, su madre lo invitaba a unirse al almuerzo con ellos en uno de los restaurantes favoritos de los dos; sabiendo el mal humor que cargaba su padre, declinó alegando que tenía mucho trabajo, así que iba a aprovechar la tarde para adelantar lo más posible, en especial ahora, que esperaban la llegada del tal J.M.

Cerca de las tres de la tarde decidió bajar a buscar algo de comer; su asistente, Antonio, se había ido a almorzar una hora antes, con la promesa de volver para continuar con lo que estaban haciendo. Por supuesto que estaba agradecido con su presencia, en especial porque a dos manos podrían terminar de revisar esos informes y seleccionar los mejores proveedores de todo el país para los materiales. Con algo de suerte, incluso existía la posibilidad de concluir todo antes de que el nuevo socio apareciera en algún momento de la semana siguiente.

No se alejó demasiado del rascacielos, al fin que tampoco buscaba nada sustancioso o elegante; terminó en el restaurante habitual, donde comía con sus cuatro primos casi a diario, y el cocinero le proveyó lo tradicional ―su sándwich de pollo teriyaki con queso mozzarella― con bastante premura. Cuarenta minutos después volvía a pie, con mejor ánimo solo porque tenía el estómago lleno.

Frederick Ward era, ante todo, una persona gentil. Con su cabello oscuro y ojos grises, el aspecto cuidado de un joven empresario en sus treintas, de cuerpo atlético más no musculoso, era atractivo; también era blanco de los cortejos continuos de mujeres que no sabían que se encontraba enfrascado en una relación intermitente con una de las chicas más hermosas y conocidas de San Francisco.

Lo suyo fue algo así como amor a primera vista, solo que ambos eran demasiado jóvenes al momento de conocerse; él apenas culminaba su maestría en la universidad y ella estaba dejando atrás el certamen de belleza Miss U.S.A y aspiraba a convertirse en una notable ―pero sobretodo respetable― presentadora de televisión.

Y aunque desde que se conocieron habían pasado casi ocho años, Frederick consideraba que Geraldine Baker era la mujer de su vida, con la que eventualmente se iba a casar y a tener hijos; era una persona digna, inteligente, comprometida y dedicada. Cuando consiguiera sus metas él le propondría matrimonio sin dudarlo; mientras tanto, él mismo se dedicaba a su trabajo y al legado familiar.

Justo cuando estaba por ingresar al edificio donde se encontraba Ward Walls, una joven mujer de ascendencia latina, ataviada como una ejecutiva, sufría un accidente. Su instinto de caballerosidad reaccionó con la misma celeridad que su cuerpo, y justo antes de que ella se diera de bruces contra el suelo, la sostuvo con firmeza por la cintura.

―Oh, gracias ―asintió ella con efusividad sosteniéndose de él. Tenía un tono de voz agradable, se sentía como una caricia de terciopelo que, aunado al aroma de su perfume, dejaba una más que notoria primera impresión. Llevaba el cabello oscuro recogido en una cola de caballo, con un perfecto e impecable alisado.

―No tienes por qué ―respondió él, soportando su anatomía un poco más de la cuenta, disfrutando del cálido contacto de su cuerpo curvilíneo―. Debes tener cuidado.

―¡Demonios! Se rompió mi tacón ―exclamó ella con evidente fastidio. Frederick miró hacia sus pies, y en efecto, la delicada zapatilla había quedado sin tacón, este se enganchó con una grieta en el pavimento, lo que ocasionó que la joven perdiera el equilibrio―. Genial, ahora voy a ir como una tonta por ahí… pediré un taxi para irme a mi hotel ―rezongó con resignación, no obstante, al momento de afincar el pie, dejó escapar un quejido de dolor.

―Te has lastimado ―señaló él, poniéndose de rodillas para examinar mejor el tobillo, comenzaba a notarse una leve inflamación―. Creo que antes de caminar así, deberías esperar, para que no te hagas más daño.

―Gracias, no es necesario ―dijo la mujer, restándole importancia. Frederick levantó la cabeza para encontrarse con ella y fue entonces cuando se miraron a los ojos.

Ambos se observaron con sorpresa, no es que el color gris en los ojos fuese un tono muy común pero ya antes se había encontrado con personas que tenían el mismo color de iris que él, sin embargo, lo usual era que tuvieran tintes verdosos o azulados, como los de ella. Aunque para él, lo más sorprendente fue la dama en sí, con su piel tostada de un lindo color bronce que le recordaba el sabor de los cocos y el olor del mar; los rasgos finos, coronados con unas tupidas pestañas y carnosos labios, sumado a ese aire exótico que la envolvía, reforzado por el aroma de su perfume. Llevaba un lindo tono de labial, era de color rosa pálido, y lo mejor de todo tal vez era la escasez de maquillaje que le daba un aire muy natural.

Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, cuando en un audaz movimiento, presionó levemente el tobillo de ella, con la yema de sus dedos; lo que le permitió comprobar que su piel era muy suave.

―¡Aaayy! ―chilló ella con un gesto infantil y apoyó su mano sobre el hombro de él.

―¿Ves? ―le increpó con una sonrisa triunfal―. No está tan hinchado, no creo que esté luxado ni nada similar, tal vez si te sientas un rato puedas afincarlo y no pase a mayores ―explicó con aire entendido, irguiéndose―. ¿A qué piso ibas? Tal vez puedas descansar allí.

―Yo no… ―empezó la mujer y luego se detuvo, mirando hacia los elevadores con una frustración muy obvia―. No lo sé, tenía una cita y la verdad es que la perdí porque mi vuelo se retrasó y apenas tuve tiempo de ir al hotel a dejar mis maletas. Aparte me he quedado sin batería, así que pensaba preguntar en recepción a ver si me orientaban. Pensé que, si tengo algo de suerte, aún seguirían aquí.

―Bueno, eso está un poco difícil, pues es sábado en la tarde y solo estamos trabajando los trabajólicos[1] ―se mofó él―. ¿Qué tal si vienes a mi piso? Arriba tenemos un botiquín de primeros auxilios, puede que haya alguna bolsa de hielo o compresa fría que te ayude con ese golpe.

La mujer lo miró de hito en hito, sosteniendo su cartera con fuerza y mirando el tacón en la mano de él.

―Creo que no tengo más alternativas ―cedió con media sonrisa―, porque no veo ni un solo asiento en este vestíbulo vacío.

Frederick le sonrió ampliamente, demasiado entusiasmado por la expectativa de que esa guapa desconocida pasara más tiempo con él.

Aunque Geraldine y él rompían y volvían de forma constante, lo usual era que durante ese tiempo cada uno viviera ciertos deslices y aventuras; nada importante, ninguna mujer que representara ni un solo riesgo emocional. Ya era usual que los Ward se consiguieran féminas fuertes y decididas, el mejor ejemplo de ello era la relación de sus padres o la de sus tíos. Sin embargo, aquella mujer con el mismo color de sus ojos, se le antojaba irresistible. En especial por el toque verdoso de sus iris.

Ella dio dos pasos y se quejó, deteniéndose en medio del vestíbulo para descansar el pie sin apoyarlo. Hizo una mueca de dolor, mirándolo con aprensión.

―Creo que no podré subir ―advirtió con un hilo de voz―. Me duele mucho.

Frederick la miró con preocupación, el tobillo no se veía hinchado ni enrojecido, pero era posible que el golpe estuviese tan reciente que era muy pronto para moverse.

―Te pido disculpas ―dijo él tomando una decisión súbita y atrevida.

―¿Por qué? ―preguntó ella frunciendo el ceño.

―Por esto ―aludió Fred, acercándose a ella y alzándola en vilo.

Los ojos de la mujer se abrieron con asombro, él había deslizado sus manos por debajo de las rodillas, justo al borde de la falda de tubo de color negro, sosteniendo su peso por la parte baja de su espalda.

Anduvo a paso rápido hasta el elevador, sin darle tiempo a que ella rechistara o se quejara por su osadía. Con el codo accionó el botón del aparato y las puertas se abrieron de inmediato. Entró a la cabina y con una risita divertida le pidió que presionara el botón con el número treinta y ocho.

Ella lo hizo, y luego, con toda confianza, pasó su brazo alrededor de su cuello para sostenerse mejor pegando el pecho femenino contra el torso de Fred.

Él pudo contener el escalofrío, solo una persona había despertado sensaciones similares en su cuerpo al estar tan cerca, solo que no habían sido tan intensas como las que experimentaba en ese momento con cada respiración que le llevaba el aroma de su perfume.

Frederick Ward, siempre tan comedido y recatado, se encontraba visiblemente encendido al contacto de esa desconocida.

No es que tuviera segundas intenciones, lo cierto era que deseaba ayudar a una dama en apuros porque él era así, fue la educación que su madre le inculcó. Pero eso no impedía que su mente discurriera a través de fantasías un tanto picantes como la fragancia de aquel cuerpo tibio.

Las puertas se abrieron a la planta de su empresa, y pasó derecho a su oficina.

―¿Rick? ―llamó Antonio. De todos en la oficina o su grupo de amigos era el único que lo conocía con ese diminutivo―. ¿Está todo bien? ―preguntó con curiosidad al verlo portar a aquella mujer del modo en que lo hacía.

―La señorita tuvo un accidente entrando al edificio, se ha lastimado un tobillo y por circunstancias atenuantes, no puede comunicarse con las personas con quienes debía reunirse ―puntualizó de forma expedita, mientras se inclinaba sobre el sofá, depositándola con delicadeza―. ¿Podrías revisar si en el botiquín tenemos compresas frías o una bolsa para poner hielo?

―Claro, vuelvo enseguida ―dijo el hombre, dando media vuelta.

―Gracias ―se adelantó ella, a la par que se acomodaba mejor.

―No hay de qué ―aseguró él―, pero deberías levantar el pie ―recomendó sentándose en el otro extremo del sofá. Se inclinó para tomar el tobillo, y retiró el zapato con cuidado ante el siseo de dolor de la mujer―. Sigue sin estar tan hinchado o con la piel caliente ―comentó, fijándose en la delicada pedicura que llevaba, tenía un pie muy bonito, delgado y cuidado, con las uñas pintadas de un rosa suave y el borde francés en color blanco puro―. Señal de que no está fracturado.

―Sí, por lo menos no está roto, como mi zapato ―se burló ella con pesar, tomando la zapatilla sin tacón y mirándola con tristeza―. Son mis favoritos, los perfectos zapatos negros que combinan con todo ―suspiró. Frederick sonrió divertido ante su mohín adorable, manteniendo el pie sobre su rodilla.

―Aquí tiene, jefe ―anunció Antonio al entrar, tendiéndole una bolsa de hielo con estampado de ovejitas―. La rellené ya, con hielo de la cocina.

―Gracias, Antonio ―dijo recibiéndola. Procuró colocarla con mucho cuidado sobre la zona, ella reaccionó de manera instintiva y quiso retirar el pie, pero él continuaba sosteniéndola por el talón―. No lo muevas, te lastimarás más… ¿Te gustaría tomar algo… ―se detuvo, le sonrió más pronunciadamente―. No sé tu nombre…

―Jessica ―respondió ella con una expresión de alivio.

―Bueno, Jessica ―notificó Frederick―, por lo menos los próximos treinta minutos eres mi invitada, así que te puedo ofrecer algo de tomar. Tenemos una variada selección de agua, café ―enumeró―, más agua y más café, y no se me olvide mencionar, más agua y más café. Así qué… ¿Qué puedo ofrecerte?

La mujer soltó una corta carcajada divertida, a él le pareció el sonido más encantador que hubiese escuchado jamás.

―Agua está bien ―dijo al detenerse―, tal vez después pueda tomar un café, o más agua… todo es posible.

Sonrió ante la reacción a su chiste.

―Antonio, puedes traerle a Jessica un vaso con agua, por favor ―pidió con amabilidad.

Al asistente le tomó solo unos minutos cumplir con la solicitud, luego recogió las carpetas que estaba cotejando, junto con su laptop y se despidió de ellos, anunciando que iba a su escritorio.

―¿Siempre traes desconocidas a tu oficina? ―preguntó ella cuando se hubo marchado. Frederick no se había movido de su sitio, sostenía la bolsa contra el tobillo, evitando que esta se deslizara, luchando contra el deseo de deslizar sus dedos alrededor de la zona y acariciar su piel.

―No, no siempre ―respondió con una risita―. A veces traigo cachorros o gatitos abandonados ―contestó fingiendo seriedad.

―Entonces tienes ínfulas de héroe ―repuso Jessica con algo de malicia. Él le sostuvo la mirada, no podía evitarlo, como tampoco lograba borrar la sonrisa boba de sus labios.

―No diría eso, solo me gusta a ayudar a damiselas en apuros y doncellas en peligro ―replicó con galantería.

―Me imagino el surtido de damiselas en apuros ―soltó la latina con un deje divertido―. ¿Cuántas con el tacón de su zapatilla roto?

―Eres la primera ―respondió él―. Lamento lo de tu zapato, pero conozco un buen lugar donde pueden repararlo, sería una lástima perder los perfectos zapatos negros que combinan con todo ―la citó, mirándola de forma suspicaz.

Jessica soltó una carcajada cantarina.

―Me voy a ver ridícula cuando salga de aquí ―dijo tras un rato―. Andando con un zapato sí y otro no ―se rio―. Una entrada triunfal a San Francisco.

―Creo que eso podemos solventarlo ―la consoló él―. Antonio ―llamó en voz alta―. Ven un momento, por favor.

―Sí, Rick ¿qué necesitas? ―preguntó el asistente, asomándose a la puerta.

―¿Podrías conseguir unas zapatillas para la señorita? ―preguntó. Ella intentó detenerlo, alegando que no era necesario, pero él la ignoró con toda la intención―. Creo que a un par de cuadras hay una zapatería, puedes buscar allí, algo que no tenga tacón para que pueda caminar sin lastimarse.

―¡Claro, no hay problema! ―respondió el hombre―. ¿De qué talla?

―Del nueve ―indicó la latina.

―Bien, en media hora estoy de vuelta.

Se quedaron solos de nuevo, Jessica miraba con insistencia a Frederick pero este no se daba por aludido. Era obvio que ella quería preguntarle la razón de tantas molestias por una desconocida, sin embargo, ni él estaba seguro de esa respuesta, lo único que sentía era que quería ayudarla, demostrarle que era un caballero y tal vez, invitarla a cenar.

―Señor Rick ―llamó ella por fin, él se giró a mirarla, Jessica le sonrió con amplitud y un gesto de agrado―. Gracias por ayudarme y lamento todas las molestias.

Una calidez inusual lo invadió, devolvió la sonrisa con entusiasmo. No podía negarse que encontraba a esa mujer bastante atractiva, con ese aire de seguridad y rasgos exóticos, sentía una atracción un poco incontrolable. Había tenido semejante osadía ―cosa que hacía por primera vez en su vida―, solo para poder pasar un rato más con ella y conseguir el valor para pedirle su número telefónico. Fue una decisión inconsciente, tomada solo por la posibilidad de no volver a verla, a pesar de saber que podrían encontrarse allí mismo en el edificio en cualquier momento.

―¿Te gustaría un café? ―preguntó solo para romper el silencio. Ella asintió.

Se levantó con cuidado, se percató de que la mujer no reaccionó con dolor a la manipulación del pie, lo que le causó alivió y algo de decepción al mismo tiempo. Se alejó a la zona de la cafetería, donde sirvió dos tazas de café, que depositó en una bandeja junto a un platito con galletitas. Cuando estaba regresando con la infusión, Antonio entraba a la oficina, cargando una bolsa con una caja de zapatos.

―Gracias, Antonio ―agradeció a sus espaldas, antes de que el asistente pudiera decir algo.

―No hay problema, Rick ―aseguró con una sonrisa cómplice―, vuelvo a las cotizaciones.

―Sí, está bien ―asintió con la cabeza, viéndolo marcharse―. Aquí tienes tu café.

―Gracias ―respondió Jessica, tomando la taza. Sorbió un poco y sonrió―. No está mal.

―Por supuesto que no, lo hice yo ―replicó él con orgullo―. Modestia aparte sé hacer un buen café. También cocino, no muy bien ―se burló―, pero me defiendo, hago un excelente sándwich de jamón.

Ella volvió a soltar una carcajada ante su comentario.

―Todo un partido ―se burló la latina.

―Tú lo dijiste ―le correspondió la risa.

Después de tomarse el café, Frederick se arrodilló a sus pies, Jessica había apoyado ambos en el suelo de madera, comprobando que podía afincar el tobillo sin problema.

―Tenías razón ―concedió ella mirando el suelo―, solo debía esperar a que pasara el golpe, no duele tanto.

―Es bueno saberlo ―asintió él, sosteniendo la caja de zapatos―. ¿Me permites? ―preguntó con un leve tono de galantería, señalándola con la intención de que le dejara colocarle los zapatos.

―Creo que sería tonto negarme en este momento ―soltó divertida―, después de cargarme hasta aquí, es cortés de tu parte estar a mis pies.

Frederick agradeció que no era fácil de sonrojarse, así que se enfocó en abrir la caja donde reposaban unas zapatillas tipo bailarina de color negro, envueltas en un delicado papel de seda.

Tomó cada una y la calzó en su respectivo pie, sus pies delgados encajaron a la perfección en la horma y ella se levantó para comprobar que no le quedaran demasiado grandes o apretados.

―Me quedan perfectos ―anunció Jessica.

―Dudo que algo te quede mal ―acotó él, mirándola desde el suelo, con una rodilla apoyada en la madera.

―Gracias una vez más ―insistió ella.

―No tienes por qué ―aseguró Fred, poniéndose de pie―. Es en serio lo de los zapatos, si me los dejas, puedo hacer que los reparen.

Jessica los miró, descansaban uno al lado del otro en el suelo. Se veían graciosos en ese plan dispar. Asintió.

―Está bien ―aceptó―, solo porque de verdad me gustan esos zapatos y no conozco esta ciudad.

―Entonces, tal vez cuando te los entregue ―dijo, viendo su oportunidad―, me dejarías invitarte a salir y enseñarte la ciudad.

Ella sonrió ampliamente, ahora sin tacones él pudo notar que cuando mucho alcanzaba el metro setenta de estatura.

―Acepto ―expresó la latina―. Te dejaré mi número ―agregó, acercándose al escritorio para tomar una pluma. También agarró una libreta y la abrió en la última hoja, donde garabateó su nombre y su número del móvil―. Me llamas cuando lo tengas listos.

―Claro, no hay problema ―dijo él sin poder evitar que se le notara el entusiasmo.

Ella le sonrió de nuevo, se acercó bastante a su cuerpo acortando las distancias sin un ápice de vergüenza.

―Has sido todo un caballero, Rick ―susurró con voz suave―, me alegra haberte conocido, gracias por ayudarme.

―No tienes por qué ―respondió él, mirándola a los ojos, en el mismo tono susurrado.

Estaban demasiado cerca, podría considerar incómodamente cerca si no fuese porque le encantaba el olor de su perfume y el tono verdoso de sus ojos grises.

―¿Puedo darle un premio a mi caballero de verde armadura? ―preguntó ella con voz seductora, colocando una mano delicada sobre el centro de su pecho. Fred solo atinó a asentir, sintiendo cómo su corazón latía a mil por hora y que era muy posible que ella iba a notarlo. Sonriendo como un bobalicón porque justo ese día iba vestido de verde oscuro.

Jessica se inclinó sobre la punta de sus pies y rozó sus labios de forma leve. Ese toque ligero le hizo estremecer de pies a cabeza. Nunca antes había hecho algo similar, llevar a una perfecta extraña hasta su oficina, menos una mujer que despertara esas sensaciones un tanto olvidadas: la curiosidad, el deseo de descubrir sus secretos, la atracción incontenible, la emoción de su cercanía, la expectativa de su contacto.

―Espero verte pronto, Rick ―susurró ella en voz mucho más baja, luego salió de la oficina, dejándolo solo, medio aturdido, tocándose los labios con la punta de los dedos, preguntándose si en verdad lo había besado.

Sacudió la cabeza para liberarse de esa sensación de ensoñación, recogió los finos zapatos del suelo y los puso en la caja vacía de los nuevos. Los observó por largo rato, pensando en su siguiente paso. Luego sacó su móvil y le marcó a la única persona que podía ayudarle en ese momento.

―Vikingo ―saludó con exaltación―, necesito tu ayuda. Verás, tengo una casi cenicienta y cuando vuelva a verla debo entregarle sus zapatillas.

[1] Traducción del término workaholic, que une work (trabajo) más alcoholic (alcohólico), para referirse a una persona obsesionada con su trabajo.

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