LA DIOSA OSCURA (tercera parte)

Tras varios días de atravesar las gélidas montañas y llanuras kushanias poco a poco el inhóspito y frígido paisaje fue cambiando hasta transformarse en las tierras fronterizas de clima más cálido y observó una multitud de peregrinos vedantios que caminaban hacia un santuario situado sobre un monte. Los vedantios eran un pueblo de piel morena y cabello negro, pero de rasgos arios, cuyos hombres usualmente vestían trajes de telas blancas y turbantes, las mujeres frecuentemente usaban ropa multicolor, hermosas aretes en oídos y nariz y otras alhajas así como se cubrían la cabeza con un velo al entrar a lugares de respeto. Lupercus aprendió algo de su lengua cuando fue soldado atlante, pero en todo caso el idioma vedantio era muy similar al atlante y al medo por lo que era fácil de aprender.

 Lupercus bajó de su caballo y caminó por el sendero de los peregrinos hacia el santuario presa de la curiosidad. Se aproximó a un niño vedantio que ayudaba a su anciano abuelo a llegar y le preguntó: ¿Hacia donde va esta multitud?

 —Van a ver al sabio Jina, un gran maestro espiritual y consejero personal del Rey Rama, señor de Vedantia que hoy dará audiencia. Muy pocas veces lo hace y dicen que el propio Rey Rama le visitará este día.

 Una caravana conformada por un sujeto regordete y vestido con ropajes finos que viajaba en un carruaje y rodeado de cuatro sirvientes muy fornidos que cabalgaban franqueándolo se les acercó por el camino.

 —¡Muévanse a un lado malditos campesinos! —gritó el gordo al muchacho y su anciano abuelo quienes de inmediato obedecieron. Lupercus, más insolentemente, se quedó de pie en su lugar forzando a la caravana a detenerse. —¿No me escuchaste sucio forastero?

 —¿Quién es usted para hablarme así?

 —Soy Radash, rico terrateniente y mercader y te di una orden —dijo al tiempo que golpeó el rostro de Lupercus con su látigo. Lupercus miró al sujeto limpiándose la sangre de la mejilla.

 —Por menos que eso he matado a muchos hombres. Sin embargo, acabo de llegar a estas tierras y no deseo problemas tan pronto. Pero algún día pagarás tu arrogancia, cerdo.

 Radash no estaba acostumbrado a que lo trataran así, pero quizás por reconocer en la estampa del guerrero a un enemigo formidable y peligroso optó por seguir su camino. A orillas del sendero, mendigando en la zanja derecha, había un pordiosero encorvado y cubierto por harapos que extendió su mano y dijo: Venerable señor, ¿tendría compasión de un pobre mendigo?

 Por respuesta Radash le escupió al mendigo y le propinó tres latigazos por puro placer.

 El indigente cayó al suelo producto de los golpes, pero Lupercus corrió en su auxilio y le ayudó a levantarse, para luego palmearle la espalda y darle algunas monedas.

 En el santuario una nutrida cantidad de pobladores venidos de toda parte del reino hacían línea para adentrarse, sólo Radash se coló entre los peregrinos a empujones groseros.

 Lupercus por el contrario, hizo fila y se adentró a su debido tiempo igual que todos los demás. El último en entrar fue el menesteroso que se sentó sobre el frío suelo a un extremo del aposento.

 Tras esto, se abrieron las cortinas de la habitación al fondo y al lugar entró el gurú Jina, que fue recibido con expresiones de admiración y postraciones. Jina se sentó sobre un trono colocado a los pies del altar a un dios vedantio de cuatro brazos y saludó a sus visitantes. El primero en levantarse fue Radash quien se inclinó ante Jina diciéndole zalameramente: Grandioso maestro, humildemente traigo estos regalos ante ti, ¡oh gran gurú y consejero del venerable Rey Rama!

 Los cuatro fornidos sirvientes de Radash abrieron un cofre repleto de oro y joyas cada uno y los pusieron a los pies del maestro que los vio con una sonrisa amable pero lacónica.

 Los diferentes pobladores hicieron lo propio entregando más humildes ofrendas de flores y frutas, hasta que lo tocó el turno a Lupercus.

 —No tengo ofrenda digna que darle a un maestro de su categoría —dijo— pero te ofrezco mi amistad y respeto y la lealtad de mi potente espada.

 Jina sonrió y dijo: Jamás permitiré que espada alguna derrame sangre en mi nombre porque amo a todos los seres vivos. Siempre he condenado cualquier forma de violencia. Pero agradezco tu ofrenda que proviene del corazón. He pedido al Rey Rama que nos honre con su presencia hoy porque quiero que él pueda conocer quien es noble y puro y quien no…

 —¿Cuándo vendrá el Rey Rama? —preguntó Radash frotándose las manos.

 —Ya está aquí —respondió el gurú y señaló hacia el fondo del santuario. El mendigo se incorporó despojándose de sus andrajos e irguiéndose perfectamente. Mostró ser un hombre vestido con un atuendo de seda, un hermoso collar de oro alrededor de su cuello y una corona sobre su cabeza. Era un sujeto fornido y musculoso, de piel morena, con bigote y cabellos negros y lacios, sin duda se trataba del Rey Rama. Radash tembló y se lanzó hacia los pies de este pidiendo clemencia por el agravio precedente.

 —¡Mi señor! —suplicó— perdóname por como te trate… nunca quise… yo no sabía…

 —¿No sabías que era yo? —respondió Rama con desdén— de ser yo un humilde mendigo no te estarías revolcando en súplicas como ahora, ¿cierto? Llévenselo y que le den cien latigazos, luego confisquen todas sus tierras y posesiones. Veremos como se siente cuando él mismo sea un mendigo…

 Los guardias de Rama, que estaban escondidos, emergieron y se llevaron al desdichado Radash.

 —En cuanto a ti, Lupercus —le dijo Rama acercándosele amistosamente— tu fama ha llegado hasta Vedantia y veo que es cierto que tienes un gran corazón.

 —Antes de irte, Lupercus —le dijo el sabio Jina— tengo este regalo para ti —y extrajo de entre su túnica una especie de amuleto con el dibujo de un sol— traerá luz en momentos de tinieblas, sólo debes repetir el mantra Om mani pedme hung cuando estés en peligro mortal.

 Lupercus tomó el amuleto con rostro de agradecimiento pero incredulidad en su corazón. Era un hombre sin interés en el misticismo o la religión.

Así fue como Lupercus se ganó el aprecio del Rey Rama y fue llevado hasta su corte en el centro del Reino. Vedantia era una gran civilización que abrumó a Lupercus con sus gigantescos palacios marfilados, sus enormes fuentes y sus bellos jardines. Los vedantios habían domesticado al elefante y además tenían una rica cultura repleta de alegres bailes y suntuosos banquetes.

 Pero una mala noticia opacó la celebración por la llegada del guerrero. Govinda, el visir del Rey Rama, un sujeto alto y fornido que usaba un turbante blanco sobre su cabeza y una larga barba negra, le dio una pésima noticia a su soberano con rostro compungido y apesadumbrado.

 —Majestad —dijo reverenciando— debo decirte con mucho pesar que tu hermosa esposa, la Reina Sita ha sido secuestrada.

 —¿Qué dices? —preguntó preocupado Rama, y Lupercus notó que realmente la amaba mucho.

 —Fue durante uno de sus acostumbrados paseos a través del bosque. Aunque estaba seguida por las damas de compañía y una nutrida guardia militar, la Reina Sita fue atacada y raptada por un diabólico gigante conocido como Ravana y sus legiones de demonios quienes asesinaron a todos los acompañantes de la Reina. Sólo un guardia sobrevivió tiempo suficiente para decirnos que ella estaba viva cuando fue tomada por los demonios.

 —Debemos ir en su rescate de inmediato —adujo Lupercus empuñando su espada.

 —Agradezco tu valentía y presteza, mi amigo —afirmó Rama fijando la mirada en Lupercus y posando una mano en su hombro— pero Ravana es un enemigo formidable. Se trata de un demonio gigantesco y muy cruel que ha aterrorizado nuestras tierras desde hace años. Habita en la isla de Lanka situada en el sur y es uno de los hijos predilectos de Cronos, el Rey de los Demonios.

 —No le temo a los demonios —aseguró Lupercus jactanciosamente— he enfrentado a muchos y los he derrotado, y me encanta aprovechar cualquier oportunidad para librar a Midgard de un vástago de Cronos.

 El Rey Rama sonrió y ordenó a Govinda que llamara a los hombres más valientes del ejército vedantio para que los acompañaran, dejando todo lo relativo a la administración del reino en sus manos y partió junto a Lupercus en la búsqueda de su amada y bella esposa.

 —Lamentablemente no podremos llevar muchos soldados —explicó Rama— pues mi reino se encuentra combatiendo una horda de criminales fanáticos llamados los thugs que gustan de asaltar personas, estrangularlos y robarles todas sus pertenencias en honor a su diosa la temible Kali.

 —Estoy seguro que tu esposa está viva, Rey Rama —auguró Lupercus. —Sin duda la belleza es una maldición a veces…

 Pero Rama descartó la insinuación con un gesto de su mano derecha:

 —Las motivaciones de Ravana son mucho menos carnales. Mi amada Sita solía ser una sacerdotisa del Templo de Shiva, uno de nuestros dioses principales. Sita estaba destinada a ser la futura abadesa del templo y para tal función fue preparada, pero tras verla durante una ceremonia me enamoré y preferí que fuera mi reina a llevar una vida enclaustrada como monja. Aún así ella estuvo el suficiente tiempo preparándose como sacerdotisa como para conocer la localización del Ojo de Shiva, una poderosa reliquia que, según se dice, de ser colocada en la frente de la imagen de Shiva en el templo destruiría el mundo.

 —¿Cómo?

 —Shiva es nuestro dios de la destrucción. Mediante su danza cósmica Shiva destruye el Universo permitiendo así que éste se purifique y regenere. Si el Ojo de Shiva es colocado en el lugar adecuado apresurará ese proceso despertando al dios e iniciando su danza mortal.

 —Y si Ravana tuviera acceso a esa reliquia tendría a Midgard en sus manos. No habría nada que lo detuviera.

 —Exacto…

 —Tu esposo está destinado al fracaso y la muerte —dijo con ronca voz Ravana mientras observaba al Rey Rama y a Lupercus mediante un espejo mágico situado dentro de su ominoso y lóbrego palacio. Ravana era un gigante de tres metros y cuatro brazos, con una larga y marañosa cabellera, piel azul, cuernos en la cabeza, orejas puntiagudas, piernas y cola de reptil. —Tu estúpido esposo y ese perro bastardo de Lupercus que lo acompaña se dirigen al territorio de los hombres—simios quienes sin duda les darán muerte.

 Tras esto se alejó del espejo y se sentó en su trono. La hermosa Reina Sita, una mujer vedantia de piel morena, largos y lacios cabellos negros y un cuerpo escultural, ataviada con un provocativo y escotado sari que le dejaba al descubierto el vientre, las piernas y los hombros, estaba encadenada por las muñecas a dos columnas al lado del trono.

 —Pronto los dioses harán caer sobre ti todas las maldiciones del cielo, horrible monstruo —reclamó Sita y Ravana respondió con una gutural carcajada.

 —Quiero que me indiques la localización del Ojo de Shiva, mujer.

 Sita sonrió incrédulamente.

 —¿En verdad crees que te lo diré? Jamás permitiré que la más poderosa reliquia de todo Midgard caiga en tus manos y que pongas en peligro al Universo.

 —Veremos si algunas horas de tortura te aflojan la lengua, mujerzuela —declaró con sadismo en su mirada.

 Y mientras Sita resistía valientemente los suplicios que le infringían los demonios de Ravana en la isla de Lanka, Rama, Lupercus y sus hombres se internaban cada vez más profundamente en las tierras pertenecientes a los hombres—simio.

 Los soldados vedantios que vestían chalecos negros, turbantes rojos y blandían cimitarras fueron sorprendidos por el ataque de unos seres salvajes y velludos de gran tamaño. Diferentes culturas les designaban de forma distinta pero el nombre más común era el de yetis. Armados con lanzas primitivas pero mortales y con enormes piedras y acostumbrados a luchar en el bosque que era su territorio, rápidamente diezmaron a casi toda la tropa vedantia. Lupercus era el más capacitado para enfrentarlos gracias a su conocimiento de lo salvaje y logró dar muerte a varios de estos primates, pero finalmente sucumbieron y junto con Rama y el único soldado sobreviviente, el general Chaitania (un tosco y calvo militar de contextura gruesa y bigote tupido) fueron tomados prisioneros.

 Los simios los llevaron hasta las cavernas donde residían y que estaban repletas de osamentas humanas. Entonces, conociendo la naturaleza de éstas criaturas, Lupercus logró descifrar quien de ellos era el jefe de la manada; se trataba del más grande y fornido de todos los yetis, y sin perder tiempo se abalanzó contra él violentamente retándolo a un duelo.

 El yeti líder no podía permitir que socavaran su autoridad así que aceptó el duelo enfrentándose a Lupercus de forma violenta y haciendo uso de una lanza. El guerrero lobo sabía que la fuerza sobrehumana del yeti era imposible de vencer, pero con su velocidad, agilidad e intelecto logró esquivar todos los esfuerzos del yeti por estocarlo hasta que, con un diestro movimiento marcial, Lupercus golpeó al yeti en las piernas haciéndolo caer y sin perder un segundo tomó la piedra más grande que tuvo cerca y le aplastó la cabeza.

 Los demás yetis reconocieron de inmediato en Lupercus al nuevo líder de la manada y liberaron a los asombrados Rama y Chaitania.

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