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    Cuando todos se acomodaron, en medio de un murmullo de señoras, se escuchó una voz clara como el cristal que comenzó a cantar, siguiéndola de inmediato todos los presentes hasta sumergirla en un cántico general donde no se distinguía ninguna individualidad. Al unísono de la melodía que llenaba el alma de Charley de una extraña sensación, por el pasillo central se acercaba el cura seguido por el mismo monaguillo de la campana que caminaba cabizbajo. Terminó la canción y el hombre hizo la señal de la cruz y dijo algunas palabras seguidas por una respuesta del pueblo allí reunido. El chico se impresionó por la coordinación de todos y por el respeto con el que era mirado y tratado el sacerdote que oficiaba la misa. Luego comenzó a hablar en una lengua extraña para Charley, que no logró entender por mucho que se esforzó, pero que le imprimieron al momento un ambiente de misterio. Al final se golpeó tres veces el pecho mientras decía “mea culpa, mea culpa, mea grandísima culpa.”

    Le siguieron oraciones y respuestas de los congregados y la aspersión de agua bendita. Cantaron en grupo “el gloria” y luego se sentaron a escuchar al cura. Charley aprovechó un descuido del hombre alto y se deslizó por uno de los pasillos laterales poco a poco, acercándose al púlpito sin llamar la atención, porque donde estaba apenas podía escuchar lo que se decía. El único que se dio cuenta de su movimiento fue el que hablaba desde lo alto y comenzó a mirarlo insistentemente, para llamar la atención del personaje que debería velar por el orden y la correcta separación de las clases dentro del templo, con el objetivo de que los mejor posicionados no se sintieran molestados por gente inferior. No obstante, el hombre alto tenía la vista y el pensamiento fijados por alfileres en los hombros de una señora delante de él que a ratos se volteaba y le sonreía, logrando captar toda su atención y no atendía absolutamente a nada fuera de eso.

    Cada vez que Charley daba un paso hacia adelante, el discursante se volvía más iracundo y su mirada se clavaba directamente en los ojos del muchacho, que sentía crecer en su interior un miedo reverencial hacia ese Dios que le hablaba directamente a través de su servidor.

    Debido a esa circunstancia, Charley asumió que las palabras que llenaban su espíritu eran especialmente dirigidas a él y el discurso del cura sobre apóstoles que escuchaban voces desde el cielo y ángeles que les indicaban cuáles eran sus misiones, explicaron de alguna manera las inquietudes que recientemente le afectaban. La voz que escuchaba desde que mató a Andy no era su imaginación inflada por los relatos y mitos de las viejas, era un mensaje sólido y genuino para darle un sentido superior a su existencia. Desde ahora en adelante le haría caso a los mensajes y le permitiría dirigir su existencia hasta llegar al propósito final que le trazara y por el que fue llamado, propósito que todavía no tenía claro, pero que seguro se le revelaría a su debido tiempo, pues el cura le decía claramente que había que tener paciencia para ver el resultado de nuestro servicio. Él solo tendría que esperar el momento y por ahora seguir con su misión.

Terminó el oficio y Charley salió de allí iluminado e impresionado por haber sido precisamente él uno de los escogidos. Llegó a la conclusión de que eso era una condición con la que se nacía, una especie de don que el todo poderoso daba a quienes veía con ciertas cualidades, haciendo de un niño pobre y olvidado un ser especial. De qué otra manera se podría explicar lo sucedido.

 Regresó domingo tras domingo y prestó atención como nadie a las palabras dichas desde el púlpito, interpretando y tergiversando a su propio entendimiento limitado y mezclado con la voz en su cabeza, que se intensificaba justamente cuando visitaba la iglesia, todo lo que se decía. En seis meses tuvo suficiente material para completar la idea de su misión y prescindió de seguir asistiendo, pues la voz del ángel que le guiaba le convenció con una lógica inmensa, que si podía hablar directamente con el creador mediante un ser celestial, no necesitaba a un viejo gordo y sucio que le dijera lo que tenía que hacer. También se le confesó mediante la voz, que la nueva herramienta que se puso en sus manos debería usarse con prudencia y cuidado, pues la gran mayoría de los que le rodeaban no podrían comprender su misión y tomarlo por un vulgar y simple asesino y por ende condenarlo, pues hasta donde sabía, los soldados del mal también eran poderosos y tenían en sus manos a la mayoría de las personas. 

Para poder enfrentar estas poderosas fuerzas que seguramente se opondrían a él durante toda la misión y contra las cuales tendría que luchar con mucha astucia, se propuso entrenarse en el arte de aniquilar a sus enemigos y el arma que encontró ideal para llevar a cabo su cometido fue el fuego. Ese elemento era el mejor purificador y como punto extra no dejaba huellas que los aliados del mal pudieran seguir. Desde entonces le prendió fuego a cuanta cosa combustible encontrara en su camino. Primero probó haciendo hogueras y luego fabricando trampas mortales donde cocinaba vivos a los animales que atrapaba. Lagartos, grillos, roedores, aves y hasta gatos eran víctimas de su nuevo entrenamiento. Sustituyó la disección anatómica por las llamas. Así experimentó cosas parecidas a la que sintió el día que mató al viejo Andy, logrando pequeños momentos de entusiasmo, pero nada parecido. Nada se comparaba a una vida humana y no era solo por el tamaño de las presas, también había algo de especial que diferenciaba la muerte de un animal y la de un ser humano, aunque Charley nunca supo a ciencia cierta el qué.

Cierto día en que ya tenía trece años y esperaba  que su padre lo llamara de un momento a otro para comenzar a trabajar en las minas, se encontraba sin nada nuevo que hacer. Entonces vio llegar a su lado a una pequeña niña vecina suya que conocía solo de vista. Se acercó y le preguntó con toda la inocencia del mundo si quería jugar.

— ¿Y tu mamá?

—Está en el pueblo, me dijo que no saliera, pero estoy aburrida.

—Yo sé un juego divertido. ¿Quieres jugarlo?

Charley no entendía por qué la voz quería que ella fuera objeto de purificación, pero obedeció sin dudarlo, con un peso en la boca del estómago similar a un hambre muy fuerte. Le tomó de la mano y se dirigió a la parte trasera del cementerio, lejos de la vista de algún eventual curioso y allí descubrió el motivo que tenía para pedirle semejante cosa. Le comenzó con un dolor en el vientre y un calambre por toda la espalda que le hizo sudar enseguida. Su mano se metió en la entrepierna de la niña que apenas le llegaba a la cintura y comenzó a manosearla torpemente. Al principio la niña no dijo nada y hasta le permitió hacerlo, pero cuando las caricias se tornaron muy fuertes y la cara de Charley se transformó en una mueca de deseo y sus labios comenzaron a temblar, la nena se asustó y arrugó el rostro, echándose hacia atrás. Entonces Charley la atrajo hacia sí con un empujón y la penetró con el dedo. La niña soltó un grito de dolor y él le tapó la boca con la mano libre mientras sacaba la otra ensangrentada. Se quedó mirando los dedos rojos de sangre sin comprender nada y la golpeó fuertemente en el rostro, desmayándola al instante. Se sintió muy nervioso, incluso más que cuando Andy pretendía salir de su casa en llamas. Era un cuerpo pequeño, pero lo turbaba como nada lo había logrado hacer, sin duda alguna era una portadora de demonios muy poderosa, tanto que ya volvía en sí a pesar del tremendo golpe que le propinó con todas sus fuerzas. Se abalanzó a su cuello y comenzó a apretarlo frenéticamente. No podía gritar ni pedir auxilio y bajo la presión, para ella, de esas enormes manos, algo cedió en el interior del cuello y se quebró con un crujir seco y breve. Charley miró sus ojos llenándose de sangre y cómo las pupilas verdes se dilataban, dejando ir la vida suavemente. Tras el ruido en su garganta, que sonó igual que al partir un hueso de ave, fue disminuyendo la presión ejercida hasta soltarla por completo. Se paró y buscó asustado a alguien que pudiese haberlo visto sin encontrar a nadie. Acercó su oído al pecho del cadáver y no escuchó absolutamente nada aunque todavía estaba tibio, temblorosamente rasgó su ropa y acarició la tierna y fina piel de la niña que con cada segundo se volvía más blanca y fría. Acercó la nariz a su cabello dorado y aspiró su aroma profundamente, luego la olfateó desde el cuello hasta el abdomen. La besó suavemente y la pasión le fue creciendo en sus adentros, comenzando a morderla salvajemente en el vientre. Tenía unos deseos incontrolables de arrancarle los pedazos y comerla como a uno de sus pajaritos. Entonces algo le calmó de repente, después de llegar a un momento de éxtasis, algo desconocido salió de sus adentros y le mojó los pantalones cortos que usaba, algo caliente y pegajoso que le dejó sin fuerzas momentáneamente, pero que por arte de magia le quitó todo interés en el cuerpo de la niña, pasando inmediatamente a la preocupación de ser descubierto y a tomar medidas para que eso no pasara. Cavar una fosa era muy arriesgado porque alguien lo podría ver y al enterarse de la desaparición de la niña lo relacionarían inmediatamente. A pesar de ser pequeña era muy grande para quemarla sin llamar la atención por el olor, al cual todos estaban habituados y reconocerían inmediatamente como el de una persona. Se le ocurrió meterla en el horno y hacerlo colapsar, dejándola enterrada para siempre con toda la tierra encima.

El horno donde Andy cremaba a los difuntos estaba solo a unos pies del lugar del asesinato. La arrastró hasta allí y luego de retirar las vigas metálicas que servían de parrillas para las carnes, la introdujo no sin trabajo en el orificio. Después retiró los ladrillos que podía de las paredes con un hierro hasta que colapsó por su propio peso. No podía haber hecho el trabajo mejor, no se notaba absolutamente ninguna pista de que hubiese una persona bajo el pequeño montículo que quedó después del derrumbe del horno. Charley se alejó y contempló orgulloso su obra, imaginándose lo feliz que estaba el señor al ver que había cumplido con su encomienda tan maravillosamente.

Nuevamente se quedó sorprendido por lo fácil que era quitar una vida sin tener consecuencias, evidentemente algo o alguien le estaba cuidando las espaldas y él sabía quién era. Se estaba convirtiendo en un guerrero de las huestes celestiales siendo todavía un niño. No se podía imaginar lo que sería después de un tiempo, cuando fuese un hombre. Ya era bastante perspicaz para percatarse de que no había muchos como él, por lo que iba a ser una guerra bastante solitaria y dispareja, consolándose y tomando fuerzas de  la idea de que Dios estaba de su lado y como era tan poderoso, las cosas se equilibraban incluso un poco a su favor.  

 Estuvo enfermo toda la semana anterior al cambio de vida que le esperaba como trabajador de las minas, pensando en otro oficio que le permitiera evadir la tradición familiar de morir uno tras otro en aquella oscuridad, ya sea atrapado en uno de los derrumbes o si tenía suerte, vomitando sangre mezclada con tizne negro como la misma piedra. Así murió su tatarabuelo y su abuelo y en cinco años más su padre también lo haría, cuando tuviese dieciocho y ya llevara tiempo trabajando en el lugar que más odiaría durante su existencia.

    El día señalado llegó y el padre, con el pecho hinchado de orgullo, lo presentó como si nadie le conociera en las oficinas del administrador, un sujeto ancho como un caballo, en cuyas manos el lápiz desaparecía, pareciendo que escribía con los dedos. El hombre le pidió el nombre y los apellidos. Le dio un uniforme y un casco que les quedaban grande y le ordenó que firmara sobre la raya de un papel. Era el contrato de trabajo, que no pudo leer por no saber hacerlo con la rapidez necesaria. Luego, el padre lo condujo por entre el entramado de barracas que conformaban las oficinas de los  capataces y los dormitorios de los obreros que no tenían familia ni casa, una chusma de endiablados hombres rudos que escapaban de la justicia en su mayoría o inmigrantes sin suerte que tomaban el trabajo como algo transitorio, pero que, salvo algunas excepciones, terminaban envejeciendo entre el carbón o muriendo, siendo muy común que su tumba fuera alguna galería abandonada y sellada luego por baja productividad, sin ceremonia ni tarja conmemorativa que recordara a la posteridad que un ser pasó tiempo de su existencia entre la humanidad. Éstas personas se pasaban el poco tiempo libre que tenían apostándose el salario en las cartas o los dados, pasando por las carreras de cucarachas y cuánta cosa se prestara para perder el dinero, dando a lugar discusiones y trifulcas diarias que se resolvían la mayoría de las veces a los puños, pero que de vez en vez se iba un poco más allá y entraba en la fórmula algún que otro puñal, lamentando la pérdida inútil de un trabajador. Las venganzas eran muy pocas, pues los lazos amistosos que se formaban en este ambiente no destacaban por su fortaleza, sino que cambiaban en un santiamén, en dependencia de donde soplara el viento de la fortuna.

    Caminaba detrás del padre, esquivando personas y maderos con igual dificultad hasta que llegaron a una zona cercada con alambre y protegida por una caseta, cuyo ocupante fue el único que le dedicó algo parecido a una sonrisa, aunque era difícil de saber por faltarle todos los dientes al viejo. Llegaron a una barraca larga y estrecha, un poco más grande que las demás, de donde salían y entraban hombres constantemente. Entraban vestidos con la ropa que traían desde su casa y salían con pantalones grises muy negros por el carbón y sin camisa, sosteniendo los pantalones con tirantes que pasaban sobre sus hombros desnudos, pues la temperatura en las entrañas de la tierra eran infernales. Llevaban los cascos puestos o en las manos, con caras serias y pasándose los cigarrillos para alternarse en el útil arte de echar humo por las narices. El humo, mezclado con el vapor exhalado de los hombres, creaba una tenue nube blanquecina que se elevaba de la masa humana que se encaminaba a la enorme y negra abertura que se los iba tragando, cual si fuera un acto de magia interminable.

    Siguió al padre hasta el interior de la larga cabaña, allí una manada de seres se entremezclaban y, mientras se cambiaban de ropa, se saludaban sin mucha emoción.

   — Ésta es tu taquilla, memoriza el número. De ahora en adelante, te llamarán por los altavoces como el 449 y no por tu nombre. Cámbiate de ropa y pon la limpia dentro, luego la recoges al terminar el día.

    El padre le pasó la mano abierta por el cabello y fue a cambiarse a su puesto. Hablando con algunos de sus amigos y señalándolo ocasionalmente. Ellos lo miraban midiéndolo con la vista y luego seguían en lo suyo mecánicamente. Al salir, formaba parte de una masa homogénea que se movía al unísono en una sola dirección. Años después, charles tuvo la oportunidad de ver esta misma escena con la nieta del señor Thomson a su lado, desde una elevación próxima a la mina y jamás olvidaría la mala impresión que le causó, quizás porque ya sabía lo que era vivirlo desde adentro y el infierno que le esperaba a aquellas personas después que bajaran a los túneles bajo la tierra.

    Al llegar a cierto lugar, la corriente de personas se partía en tres ramas distintas. La más gruesa se dirigía a la entrada de la mina, donde cada trabajador recogía sus instrumentos de trabajo, picos unos, palas otros y linternas de querosén los menos, cinturones de cuero y guantes los que querían. Luego descendían por una abertura circular practicada en la corteza terrestre de unos cincuenta metros de diámetro. Caminaban  por una rampa inclinada, escarbada en la misma pared interior del enorme agujero a medida que perforaron el yacimiento. Mientras la hilera de seres descendía, se iban desapareciendo gradualmente a la vista, hasta sumergirse por completo en la oscuridad.

    Después de adentrarse unos ochenta metros, los trabajadores se dividían otra vez para dirigirse a sus respectivas vetas del mineral, las cuales eran túneles mucho más estrechos. Ya la luz era escasa, pero al entrar en los túneles de extracción se hacía nula. Se trabajaba casi a ciegas, pues un exceso de lámparas podía provocar una explosión que acabaría con la vida de muchos. Las brigadas se turnaban con un ojo puesto en la faena y otro en las jaulas de los canarios que colgaban cada cierto tramo y servían de aviso a los hombres de algún escape de gas, sacrificándose la vida de las aves mucho más sensibles al gas mortal que los  humanos. El trabajo era sofocante y agotador. Las galerías se extendían tanto como las grietas de carbón. A medida que se extraía, se iba poniendo pilares de madera para sostener el techo o dejando columnas del mismo mineral que rodeaban hábilmente durante la excavación con el mismo objetivo, abovedando en lo posible el techo para distribuir el peso de las toneladas de piedras que estaban encima hacia los costados.

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