Flashback

Habían transcurrido casi doscientos años desde que Dios le quitara toda protección a su creación preferida, después de aquella ridícula estupidez llamada primera guerra mundial. Luego vino una segunda y una tercera. Desde entonces la humanidad, que ya de por sí venía cuesta abajo, se desplomó por completo. Se desataron horribles tragedias en casi todo el mundo, dejando inservibles la mitad de las tierras fértiles y desatando una hambruna mortal que se llevó millones de vidas. Luego vino el clima, que descompensado inundó todo de lluvias ácidas y ciclones gigantes. Dos tercios de la población desapareció, pero por el poco espacio disponible, la superpoblación aumentó en las ciudades que quedaron y allí se juntó lo peor y lo mejor de todo, ganando por supuesto lo peor.

Nuevas tierras se descontaminaban poco a poco, apoderándose de ellas los señores de las tierras, que dominaban amplias secciones habitadas después que los gobiernos centralizados desaparecieran, ocupando su lugar y obligando a los desposeídos a trabajarlas casi por nada. Las fábricas de armas y artículos caducaron o se centraron en lo más importante, la alimentación. Llegaron a fabricar comida sintética a partir de casi cualquier cosa y así dominaban a los que estaban bajo su jurisdicción, usando el alimento como controlador de multitudes. No obstante a eso, el grueso y lo mejor de la producción se dirigía a nuevas y florecientes ciudades rodeadas por muros infranqueables y protegidas por hombres bien armados y mejor alimentados. Ciudades en la que vivían las familias de esos “señores” y los dueños de las pocas fábricas que paulatinamente echaban a andar sus limitadas producciones. Allí se forjaba una nueva clase con mucho oro, metal que luego de desaparecer el dinero ocupó su lugar, igual que muchos años atrás. Algunos trabajadores, escogidos de los tugurios y campamentos que rodeaban las ciudades, iban a trabajar cada día en esas fábricas, entrando y saliendo con pases especiales por la única puerta que atravesaba las inmensas murallas.

Los ángeles no era el único lugar del planeta que estaba tomando esas características, pero sí era el que más marcada diferencia ostentaba. En la mayoría del mundo las personas se habían visto obligadas a vivir como nómadas por el constante cambio del clima, que todavía no se estabilizaba y barría con lluvias ácidas y vientos secos las plantaciones que apenas sobrevivían. Mientras las masas de personas se mantuvieran así, nunca habría forma de producir más allá de lo preciso para vivir. Sin embargo, en el centro sur del continente americano, se estabilizó lo suficiente el ciclo de lluvias y los ciclones llegaban sin fuerzas, haciendo bastante viable la estadía. Enseguida surgieron los excedentes y con ellos los que se aprovecharon del extra. Se restauró un área de la gran ciudad de Los Ángeles y la cercaron con muros sacados de los mismos rascacielos de otras ciudades que antaño dibujaban su silueta en el horizonte. Compraron las pocas armas que quedaron de la guerra y comenzó otra vez la interminable historia de la humanidad, esta vez teniendo como epicentro de “la civilización” el estado de California.

El hombre de confianza de uno de esos señores de la guerra era Paco Gibaros, aunque todos le decían “Grande”, en clara alusión a su tamaño. Tenía bajo su poder un pequeño, pero bien armado ejército, con el cual dominaba casi todo el estado, el cual se mantuvo fértil y fuera del alcance de la guerra por sufrir unos años antes del estallido, un terrible terremoto que alejó a todos de la zona, dejándola prácticamente desierta. El sismo fue tan grande que desvió grandes corrientes acuíferas subterráneas hacia allí, convirtiendo a California en una especie de paraíso natural. Ahora se estaba repoblando con desplazados que se refugiaban viniendo de todas partes del mundo, tras correrse la noticia por los pocos aparatos de radio que funcionaban, que allí se estaba forjando la semilla de la nueva civilización. Aunque estuviese limitada por las fronteras de la radioactividad, con los años tenían la esperanza de recuperar la mayor parte del país y los más soñadores imaginaban el mundo renacido y comandado por ellos y sus descendientes, bajo un solo gobierno, incluso con un mismo idioma.

Pero la cuestión era que no solo el jefe de “Grande” había decidido establecerse en dicho lugar, sino que sirvió de alojamiento para alguien mucho más peligroso y despiadado. Quien una vez fuera la más bella de las criaturas existentes, escogió el mismo lugar para establecerse, aunque por razones diferentes.

Gabriel.

— ¿No es una hermosa ironía que tenga que vivir bajo tierra? —le preguntó a su lugar teniente y general de su ejército de demonios—. Espero que a Padre le guste. Al fin y al cabo así es como nos representaron por siglos los estúpidos humanos, sin sospechar que siempre vivimos entre ellos.

—No paras de jugar con él, un día se cansará y vendrá por nosotros.

—No puede hacer nada. Si nos elimina solo quedará como un dictador hipócrita delante de los demás y perderá el respeto de sus hijos. Entonces otros seguirán mi camino y tendrá que eliminarlos también y así sucesivamente.

—Solo digo que estás muy confiado. Quién dice que los demás no lo apoyen.

—Sí que lo apoyan; todos están ardiendo de ganas de destruirnos. A quien padre le teme no es a nosotros, es al libre albedrío. Solo basta que uno de sus preciosos ángeles se pregunte si yo tenía razón y todo volvería a empezar…

Tres fuertes golpes en la puerta de acero de seis toneladas cortaron la conversación. Luego de intercambiar contraseñas, el lugarteniente giró el enorme y oxidado cerrojo circular que abría la bóveda con relativa facilidad. Un demonio, tan fuerte como él mismo, entró sin saludarle y fue directamente al trono donde le esperaba su rey.

—Hemos tenido informes sobre la existencia de ángeles muy cerca de aquí mi señor.

La noticia le hizo saltar de su asiento. Lo tomó por el cuello y lo elevó hasta el mismo nivel de sus ojos.

— ¡Dime dónde están esos malditos y qué están haciendo!

—Señor, se encuentran en una zona de California, cerca de la ciudad de LA. Quien tiene la información exacta es un imbécil que está tratando de vendérsela a un “señor de la tierra”; pero lo más probable es que le cueste la vida y no gane nada.

Le dejó caer donde mismo estaba y desvió su mirada hacia el que sostenía la circular puerta, enrojeciéndose sus ojos y transformando su todavía bello rostro en una espantosa mueca.

— ¡Galadiel, te encargo personalmente su búsqueda y captura! ¡Llévate a los mejores humanos que tengamos y no vires sin él! ¡Tú —se dirigió al portador de las noticias— corre la voz entre los nuestros; nos mudamos a Los Ángeles lo antes posible. Diles a todos que guarden sus energías para el viaje.

—Pero señor, yo acabo de inmaterializarme para venir, no puedo hacer otro viaje tan rápido...

El demonio calló de repente al ver la furia de su amo en la mirada fulminante que le lanzó. Luego pareció calmarse y le puso la mano sobre el hombro.

—Puedes ir después si te apetece, hiciste un buen trabajo; pero ve y da la orden al resto. ¡Rápido!

El demonio salió con paso apurado y le siguió el que sostenía la puerta blindada. El señor de las tinieblas, Gabriel, quedó solo en el amplio espacio de la bóveda del otrora banco federal. Su rostro regresó poco a poco a la normalidad dejando ver una fina capa cuarteada sobre su piel. Se dirigió al espejo y observó su reflejo con odio. Tomó una tela húmeda y se retiró todo el maquillaje. Aparecieron entonces finas arrugas que surcaban sus mejillas y la frente; se acercó todavía más al cristal aumentando su malestar. Desde hacía varios años había notado que comenzaba a envejecer; primero pensó que eran ideas suyas, pero al cabo de un tiempo se convenció de la cruda realidad. Él, un ser divino, estaba envejeciendo. No sabía bien el por qué, pero lo dedujo: después de tantos siglos tan cerca del pecado y la imperfección, sus dones divinos comenzaban a disminuir junto a su vitalidad y, por supuesto, su poder. Eso significaba solo una cosa: el principio del fin.

“¡Qué bien se lo tenía guardado!”, pensó, asumiendo que Padre sabía sobre el efecto que el tiempo estaba teniendo sobre él. Cada década que pasaba le costaba más y más trabajo inmaterializarse para viajar grandes distancias o hacer fechorías y luego volver a convertirse en un ser físico; pero las señales venían desde hace siglos, cuando no pudieron más procrear con humanas; aunque seguían disfrutándolo, ya no tenían el poder de engendrar Néfilim que trabajaran para ellos como esclavos, así que tomaron humanos, más inteligentes que sus hijos, pero menos fuertes y leales. No tenía conocimiento de que ningún otro demonio estuviese sufriendo los mismos efectos, pero eso se explicaría fácilmente por ser el más antiguo y el más malvado de todos los que aún moraban en la tierra. Durante muchos siglos habían disfrutado de los frutos de su rebelión, pero la última guerra convirtió el mundo en algo nefasto, incluso para ellos. Las mujeres, que fueron su consuelo más recurrente, escaseaban o eran sucias, enfermas y feas. Las diversiones eran menos cada año y los malditos humanos se demoraban demasiado en repoblar la tierra. No obstante, confiaban en que, tarde o temprano, todo regresaría a una normalidad aceptable donde volver a vivir confortablemente, hasta que su creador decidiera lanzar la última batalla prometida desde hacía muchos siglos a toda la creación. El oro, junto a otros materiales preciosos que había almacenado desde hacía mucho y que guardaba en esa bóveda, le serviría para establecerse en la nueva ciudad; pero no sabía si su degradación física se aceleraría, acortando su sueño de volver a disfrutar su rebeldía como antaño. Mandaría todo el oro en una caravana que se demoraría en llegar unos meses; mientras tanto sondearía el terreno y buscaría a esos míseros y atrevidos ángeles para recuperar las fuerzas perdidas.

Al principio de su expulsión a la tierra, le cobraba a los ángeles que le seguían una cuota de plumas para ser aceptados junto a él y disfrutar de los placeres humanos, así permaneció siendo el más fuerte de todos cuando el resto veían cómo disminuían sus poderes divinos, pero hace mucho que nadie bajaba del cielo y descubrió algo que lo sacó de sus casillas. Se percató de su lenta degradación. Se asustó como nunca lo había hecho. Ni siquiera ante Dios se sintió tan atemorizado. La conciencia de envejecer se afianzó de su mente y le obsesionó. En el corazón de los ángeles, la eternidad está mil veces más arraigada que en el de los humanos. La sola idea de ser eternos siempre está en ellos como algo natural, no importa que hayan vivido miles y miles de años. Su naturaleza es muy distinta en cuanto a sus semejantes terrestres, quienes perderían las ganas de existir a los doscientos o trecientos años, incluso con salud.

Con la nueva noticia se despertó la esperanza en el malvado corazón de Gabriel. Algunos ángeles jóvenes, muy jóvenes para entender el peligro real al que se enfrentaban, habían desobedecido la voluntad de Padre de seguir demorando la batalla final y así seguir condenando a la humanidad al suplicio del pecado, agravado con la influencia directa del peor de los caídos. Fueron a tierra sin permitírseles y ahora deberían pagar el precio por su error. Vinieron impulsados por un sentimiento de amor, similar al que empujaba a los jóvenes humanos a ir a la guerra con una sonrisa en los labios, poniendo el pecho a las balas. No pudieron esperar por el juicio basado en la sabiduría de su omnipotente padre; el dolor de esas pobres criaturas les conmovió en sus corazones puros y decidieron hacer algo más que esperar unos siglos a que llegara la gran batalla, como venían haciendo el resto de ángeles adultos desde hacía milenios. Fue entonces que bajaron y mal organizados, comenzaron a hacer el bien entre los humanos más necesitados. Todas sus acciones no habrían tenido ninguna consecuencia, si el amo y señor de las tinieblas no se hubiese percatado de esas finas arrugas que surcaban su rostro.

Cuando a los oídos de Gabriel llegaron las buenas nuevas de que seres espirituales trabajaban codo a codo ayudando a los humanos para así revertir la incredulidad que azotaba al planeta desde la última guerra, un rayo de esperanza iluminó su oscuro interior. Miró sus alas negras, aún hermosas, pero casi sin poderes y recordó sus antiguas propiedades, cuando el espíritu santo las llenaban de fuerza divina. Entonces decidió hacerse con todos los que pudiera de estos jóvenes rebeldes para recobrar su fuerza y juventud y comenzaría por los que tenía más cerca.

Él sabía por ser también un ángel, que ellos no podían interactuar con personas u objetos materiales, por lo que debían haberse materializado; de lo contrario solo podrían ser vistos o escuchados como entes etéreos o mientras los humanos dormían, lo que no es de gran ayuda si lo que se desea es ayudar a enfermos o hambrientos; además, la experiencia le enseñó que incluso estando entre ellos, la incredulidad y la estupidez podían hacer que interpretaran las apariciones como visiones o sueños, dejando sin efecto práctico cualquier intento por guiarlos o ayudarlos. Por eso tenían que materializarse y en ese estado eran mucho más vulnerables que en su estado espiritual, casi tan vulnerables como un ser humano común y corriente, aunque uno muy fuerte, por supuesto. Por otra parte, a él y a sus demonios les era casi imposible acercarse a uno de sus hermanos celestes sin que  detectaran su presencia, incluso desde muy lejos; así que tendría que entrenar a algunos humanos y enseñarles dos o tres trucos para atrapar un ángel sin hacerle un daño mortal, pues no estaba en sus planes matarlos, puesto que estando sin vida de nada le servirían sus plumas. Además, hacer una matanza de ángeles sin existir una guerra declarada podía desencadenar una avalancha de arcángeles que le destruirían en pocos días. Tenía que planear bien sus pasos o la oportunidad se le podría escapar de entre las manos.

Primero tendría que ubicar bien el lugar donde estaban operando para poder evitar pasar cerca de ellos; el segundo paso consistía en enseñar a sus Cetras a capturarlos, el tercer movimiento sería encontrar un lugar donde poder mantener cautivos a los ángeles sin llamar mucho la atención. Después podría inyectarse cada pluma que sus alas dejaran caer y recuperar sus fuerzas; hasta quizás sus propias alas podrían tornarse nuevamente blancas y poderosas.

Pero primero era lo primero, mientras se preparaba tenía que esperar por la búsqueda de Galadiel y eso podría tardar unos días.

Interrogatorio.

—Hace más o menos un año, un grupo de cinco jóvenes llegaron al campamento donde trabajo...

— ¿Cuál campamento?

—El...el Corpus Cristi...parecían jóvenes normales, aunque eran demasiado limpios y sanos para ser nómadas en busca de refugio. Entonces uno de ellos se reunió con el viejo que dirige el campamento y le ofreció una pluma para que los ayudara en la misión que les llevaba allí...

— ¿Qué misión es esa? —volvió a interrumpirle Gibaros, llamando su atención con el cañón del fusil automático que descansó sobre sus piernas.

—No lo sé, se lo aseguro...creo que es ayudar a la gente enferma y necesitada...o crear una iglesia o algo así; ellos no hablan casi entre sí, pero se miran constantemente y asienten con la cabeza, como si hablaran con los pensamientos.

—Continúa.

—El viejo se enderezó y rejuveneció delante de mí, igual que su hombre recuperó la visión y se le curó la pierna. Ahora no se para ni para descansar, cuando antes no salía de la cama por las enfermedades. Hace unos días le volvieron a clavar una de esas plumas, por lo que el efecto curativo debe de durar de tres a cuatro meses, según yo lo veo, pues ya van unas cuatro.

Detuvo la narración y buscó ayuda en el jefe sentado delante, quien le observaba sin ninguna emoción aparente.

— ¿Qué me impide coger uno de esos ángeles y desplumarlo?

— ¡No se puede! En varias ocasiones han tenido que dejar morir enfermos, incluso a niños por no tener plumas en ese momento, en cuyas ocasiones esas criaturas lloran por el pesar de no poder evitarlo y recolectan sus lágrimas para dárselas a los que peores se encuentran y cuando eso sucede, los efectos son mucho más grandes e inmediatos. Las plumas no se pueden arrancar y mucho menos cortar; una vez traté de hacerlo mientras dormían y la tijera se partió con solo tocarla. Definitivamente tienen que caer por sí solas; según yo calculé pierden una cada tres o cuatro meses.

—Me imagino que ninguno de ellos entregue esas plumas por las buenas, ¿cierto?

—Temo que no. No parecen sentir miedo por nada y el oro no les puede interesar menos; solo quieren curar y cuidar de los enfermos, no les importa nada, ni siquiera alimentarse, ¡casi ni prueban bocado!

—En cuanto a ti, ¿no tendrás más plumas de esas guardadas?

—No, claro que no. Me costó mucho trabajo y horas de sueño hacerme de esa. Todo para desperdiciarla con ese bruto. Pero yo puedo proporcionarle otras...claro, que espero un pago por mi esfuerzo.

Un silencio se entabló entre ambos. El del fusil lo miraba fijamente y el otro bajaba la mirada como un lobo beta ante el alfa.

— ¡Claro que te pagaré lo que pidas por ellas! No faltaba más —dijo Gibaros con una carcajada, relajando el ambiente de inmediato y poniéndose de pie—. No creo que tenga que advertirte que no compartas esa información con nadie, o todas las plumas del cielo no bastarán para resucitarte.

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