III

Nadie se fija en la cabeza cercenada metida en la bolsa negra entre las piernas de Annie, que está sentada frente a mí leyendo el menú. Es como si no la notaran, como si no existiera, ni siquiera sienten el hedor a muerte que expide poco a poco.

«Ella manipula lo que ven, eso es más que probable».

—¿Seguro que no quieres pedir nada?

Salgo de mi trance al oír su melodiosa voz y vuelvo a él cuando una niña de ocho años con coleta pasa a mi lado. Ni se inmuta de lo que la pelirroja frente a mí retiene entre sus pies.

—¿Qué has hecho? —suelto cuando retomo mi lucidez.

Eleva las cejas y deja el menú en la mesa.

—Jugar con la percepción de la realidad de los que nos rodean. —Hunde los hombros y mueve la mano despectiva—. Será mientras comemos.

Ese «comemos» me da a entender que estoy obligado a llenar mi estómago sin apetito.

Vuelvo a enfocarme en la magnitud de sus habilidades. Poder distorsionar la realidad está más allá de lo que cualquier submundo con bastante poderío podría hacer. Ella está en otro nivel, uno abismal y desconocido. No es mentira lo que afirmaré: le tengo horror, el mayor miedo que como ser humano puedo tener. Desde que la vi supe que no solo obtendría una compañera estrambótica, sino también un juego bien hecho de maldad.

Se reclina, sube sus hombros y hace un puchero.

¿Por qué todo en ella es tan infantil? Su rostro, desprovisto de arrugas, es muy joven, como si le perteneciera a una adolescente entrada en los dieciocho o veinte años. No hay ninguna imperfección en su piel, ni siquiera las pecas polvoreadas aquí y allá a lo largo y ancho de sus facciones. Es más, la hacen ver más joven de lo que pretender ser. Esos ojos tan extraños, de matices que corren entre el gris, azul y verde, son los únicos que pueden susurrarte que en verdad esta mujer no es lo que le demuestra al público. En ellos no perdura algún brillo de vida, empatía o humanidad, solo un resplandor que incrementa el malestar de saber que en sus pupilas solo puede radicar la protervia. A pesar de ser tan evidente su malicia, perdura esa inocencia que envuelve a cualquiera en sus artimañas.

 Si me pongo a ahondar en sus rasgos, puedo aseverar que es una belleza en todo su auge, como una flor que se abre en primavera después de pasar un frustrante invierno. Sus pómulos son delicados y un poco altos, no tan hundido ni tan salidos, justo en el punto exacto. Su nariz no es perfecta, pero esa imperfección la vuelve todavía más atractiva; su tabique está salido con suavidad, como el pico de un halcón joven. Tiene una curvatura exquisita y delicada. No es rústica, es sencillamente bien moldeada con un dulzor extravagante. Sus labios, entre llenos y sutiles, están bañados por un rosa fuerte que se anuda al fresa en una combinación primorosa. Esas cejas, entre finas y llenas, se moldean a la perfección y tienen una curva que alienta a hacer que se enarquen. Todo esto equilibrado con su palidez la hace como un foco que te dice con sutileza que es el modelo de belleza muy anhelado por otros hecho realidad.

Pestañeo efusivo cuando su dedo índice cae una y otra vez en el menú para obtener mi atención.

—Ya me decidí. —Me relamo y me fijo en las letras pequeñas de mi menú—. ¿Tú qué deseas, Desmond? —Es como si cantara. Maldita sea, ¿por qué todo en ella resulta siendo tan atrayente? Sin embargo, me extraña que sea una luz opacada por la oscuridad a su alrededor. Los demás ni se fijan en ella, solo pasan de largo como si no existiera—. ¿Desmond?

—Quiero lo mismo que tú —contesto sin leer más las columnas en el papel plastificado amarillo.

—No me ven porque no se los permito.

Mi cabeza se alza con rapidez y mis ojos se posan en los suyos.

—¿No se supone que no verías lo que crea mi mente? —mascullo.

Una sonrisa baila en la comisura de sus labios.

—Te sumergiste tanto en tu mente que me incitaste indirectamente a saber qué tanto te agobiaba. Vamos, Desmond, solo pregúntame. No me dará vergüenza conocer tus inquietudes. —Extiende su mano y agarra la mía para darle un apretón—. Pero eso sí, mi sinceridad puede hacer que tus tripas vuelvan a revolcarse, y eso está fuera de mis manos. Además, me hará sentir asqueada, y aquello evitará que quiera comer, algo que en realidad deseo muchísimo. —Su tono se enronquece—. ¿Qué quieres preguntar primero? —Me suelta y alza su brazo para llamar al camarero—. Vamos, pregunta sin anestesia.

Me reprimo cuando el muchacho se posa a nuestro lado con una agenda para anotar.

Annie ni siquiera lo mira, en todo momento está ocupada en mí.

—Una hamburguesa con doble carne de res de 125 gramos cada una, tocineta, cebolla refrita, cebolla grillada y queso cheddar amarillo con papas grandes y Coca-Cola en vaso de 22 onzas —recita.

El camarero ingiere saliva y anota con parsimonia.

Sé lo que piensa: «Solo debiste decir “McCombo grande Crispy Onion Barbecue”, no leer de qué está hecho y qué lo conforma».

Asimismo, sé que ella sabe lo que pasa por la cabeza del rubio, y eso me provoca cierto recelo.

«Ojalá no lo desmiembre con sus palabras».

Sus ojos grisáceos sondean los castaños del joven acongojado que se encorva frente a ella como si quisiera protegerse de su escrutinio.

—Deberías preocuparte más por tu madre, que con rapidez se muere tirada en esa camilla de hospital paupérrimo gracias a una leucemia agravada porque ninguno de los dos no pudo dilucidar con exactitud qué la achacaba antes de que pidiera ser llevada a una clínica para saber qué la martirizaba. Deberías meterte en la cabeza reunir el dinero suficiente para pagar su tratamiento y así salvarla, aunque será tiempo y billetes perdidos, ya que pisó el umbral de la muerte y está a punto de ser llevada a una tortura especial, pues ¿cómo un monstruo como ella puede merecerse el paraíso? —Entrelaza los dedos y apoya el mentón en los dorsos de sus manos—. Te maltrató, incluso te violó, y aquí estás partiéndote la espalda para velar por ella. ¡Fantástico! ¿Ahora puedes traerme mi maldita hamburguesa? Ah, mi compañero quiere lo mismo. —Le sonríe.

Las lágrimas bañan las mejillas del rubio y la consternación está a la deriva en su mirada.

Estoy igual.

No sé cómo reaccionar o cómo hacer de cuentas que lo que acaba de expulsar esa boca no pasó jamás.

—Annie…

Me estremezco cuando me observa. Otra vez sus luceros están de un azul entre eléctrico y cielo.

—Michael, tráenos lo pedido y renuncia después —le dice con un tono envolvente, magnético y hechizante. El susodicho se envara y asiente como un autómata. Está ido, perdido en algún sitio que desconozco. No me asombra el hecho de que sabe su nombre, sino cómo hace que él le haga caso—. 23-97-312-4923, esa es la clave de la cuenta bancaria de tu madre. Créeme, ahí está el dinero que necesita para el tratamiento y un poco más para que puedas vivir cómodo en una isla paradisiaca, tal vez República Dominicana o Puerto Rico. Oh, ¡acerté! Son tus lugares turísticos predilectos. —Él anota embobado lo que le dice—. Eso es todo, ya puedes irte.

Él vuelve en sí.

—Sí, señorita. En media hora traeré su pedido —responde con una sonrisa cortés.

Ahora el confuso soy yo.

Cuando se va, me inclino en la mesa y busco en su mirada grisácea alguna respuesta que resuelva las dudas que acuchillan mi cerebro.

—Manipulación mental, mi querido compañero —contesta mi pregunta no hecha.

Vuelvo a repetirme en qué me metí mientras me fijo en el movimiento de sus dedos; los truena, los tensa y los aprieta entre sí.

Alzo por enésima vez el interés y lo poso en su rostro.

«Si ves esto, espero que sepas que te tengo bastante miedo».

Esboza una sonrisa brillante.

«Por favor, no me hagas sufrir. Si lo haces, que sea mínimo».

—Prometido, Desmond.

Cuando dice esto, recuerdo que debí ahondar en su vida a través de las preguntas que me permitiría hacerle.

Hundo los dedos en mi frente.

«Será en otro momento, idiota».

✵✵✵

Devora su hamburguesa con gusto y suelta un gemido de satisfacción. Observo la mía; está intacta y todavía caliente. He de admitir que McDonald’s puede hacer deliciosas hamburguesas, pero son tacaños con su contenido. Vuelvo a mirarla y noto que esta franquicia es su favorita, lo sé porque sus ojos resplandecieron cuando aparqué aquí. Bueno, aunque sea le gusta lo barato.

Carraspeo y me obligo a comer.

Desde luego, su sabor está bueno, pero no rellena el vacío de mi estómago.

Sigo inquieto por la cabeza cercenada entre sus pies. Soy consciente de que está allí y de que el aroma putrefacto va tomando fuerza con el pasar de los minutos. No sé cómo le hace para comer con tal hedor, pasa de él con facilidad. Aún mi impresión sigue reticente; los comensales no se inmutan y se enfrascan en conversaciones sinsentido. Me siento en una burbuja en donde ella y yo solo existimos en este espacio, en donde yo soy el único que puede percatarse del cráneo que expulsa efluvios de sangre, los cuales se coagulan a los pocos segundos. Mi ansiedad se refleja en el repiqueteo de mi zapato contra el suelo de ajedrez.

Sumerge unas papas fritas en la salsa de tomate y las engulle con otro gemido satisfecho.

—Esto es lo mejor que se ha podido crear —alza una papa y la admira—. Es un manjar indudablemente perfecto.

Contengo el aliento, sacudo la cabeza y dejo la hamburguesa a medio acabar.

—¿Hace cuánto pisas esta tierra? —me dispongo a inquirir porque mi ansiedad me suplica que suelte un poco la lengua y mi curiosidad.

Llena sus mejillas de papas y después traga con esfuerzo.

—No tengo ni la menor idea. —Le da un trago a su refresco—. Lo olvidé hace mucho —musita.

Identifico el pesar en su voz.

Es extraño que pueda tener una pizca de desosiego.

—¿Eres… —titubeo más vieja que la humanidad?

Se endereza y su semblante se enseria.

—Quizá sí, quizá no. —Aprieta los dientes y se enfoca en las últimas papas que le quedan—. Solo sé que mi deber aún no ha terminado.

—¿Deber?

Parpadea varias veces y hace una mueca.

—Olvídalo, Desmond —suelta con el tono dulcificado.

Me tenso.

Mi cerebro se paraliza, mis recuerdos se trifulcan, mis deseos se anudan, mis temores se acrecientan y…

Inclino la cabeza y pestañeo confundido.

—¿De qué estábamos hablando?

Sonríe con dulzura.

—Sobre lo buenas que están estas papas.

Frunzo las cejas y las examino con minuciosidad.

—Sí, están en su punto exacto, crocantes y suaves —comento sonriente, pero siento que algo me falta. Mi frente se ciñe de nuevo y la duda se apodera de la boca de mi estómago—. ¿Segura que hablábamos sobre eso?

Asiente y ladea una sonrisa enigmática.

—Muy segura. ¿Acaso no recuerdas que yo empecé la conversación?

Mi cabeza hace clic, pero todavía siento que algo no encaja. Reprimo mi necesidad de hostigarla para conocer ese cabo suelto y decido comer lo que queda de la hamburguesa.

Ella no aparta su inquisidora mirada de mí. Está atenta a mis movimientos, pero ¿por qué?

Mi estómago se resiente y no me permite echarle un bocado más de hamburguesa o papas.

—Hay que llevar esta cabeza a la oficina —suelta ensimismada en la ventana, en los transeúntes y niños que saltan felices entre los charcos que hallan a su paso—. Es la evidencia de que hice bien mi trabajo. —Vuelve su cabeza en mi dirección y me ofrece una sonrisa más—. Es hora de volver, Desmond.

—Oh, genial. —Me echo hacia atrás y oprimo mi abdomen con las manos—. No me cabía más.

Ríe y sube los hombros.

—No eres un buen contrincante para mí —gorjea.

Estoy por decir algo, pero ella me interrumpe cuando se vuelve hacia la puerta de entrada con el entrecejo fruncido. Sin que lo pueda procesar del todo, se levanta de un salto. Su silla se estrella contra el suelo y hace que nuestro entorno se silencie. El estrépito hace eco en medio de la estancia. Aprieta los puños, rastrilla los dientes y mueve sus labios con disgusto.

Me giro para contemplar lo que la ofusca.

En el umbral de la puerta hay dos hombres con gabanes puestos y trajes de tres piezas del mismo color que los nuestros.

Por el rabillo del ojo veo que la bolsa negra rueda hasta llegar a la mesa contigua a la nuestra. La señora, una mujer entrada en los sesenta, suelta un chillido de horror cuando se descubre la cabellera enmaraña en su interior gracias al repentino movimiento. El blanco se mancha de carmesí y los gritos de los demás no tardan en hacer acto de presencia. De repente, todo se vuelve un caos; echan a correr fuera de aquí, algunos llaman a la policía e incluso un señor se desmaya.

Ella gruñe y su alrededor parece detenerse, al igual que yo, que me levanté y estuve a punto de acercarme.

Se gira para echarme una larga ojeada.

—Permíteme arreglar esto, Desmond —articula sin apartar los ojos de los recién llegados, que están atentos a sus movimientos—. Dame el permiso. ¡Dámelo ahora antes de que esto se vuelva más catastrófico de lo que se volvió!

Reacciono entumecido.

—Te permito arreglar esto, Annie.

Aprieta los párpados, se sacude y comprime los puños.

—Restricción de sumisión rota —murmura para sí.

Su collar vuelve a despedir un fulgor extraño, el cual se apaga a los pocos segundos. Entonces noto que una de las cadenillas se funde y libera a la otra, dejando así menos presión en su cuello.

Se sacude de nuevo y tensa sus extremidades.

Cuando hace esto, los visitantes se alarman y corren hacia ella con armas en mano. No lo comprendo, ¿por qué intentan agredirla si hace parte de nuestra división? Con rapidez, saco la Beretta del interior de mi saco y le apunto al de cabeza rapada. No pestañeo involuntariamente cuando acciono el gatillo y oigo el retumbar del disparo. El sujeto se queja y se tambalea, pero sigue moviéndose. Sorprendido, disparo a su corazón. Sé que el proyectil lo atraviesa porque su pecho parece hundirse. No obstante, él ni se inmuta. Consternado, dejo que Annie me tire al suelo y me cubra con su cuerpo. No del todo, ya que solo se arrodilla y extiende su brazo para decirles a ellos que yo no entro en la ecuación.

Su cabeza empieza a moverse en busca de los que salieron del local. Al ubicarlos, suelta unas palabras que no alcanzo a oír y veo cómo las personas asustadizas se vuelven en seres pasivos.

Como si nada, vuelven a entrar para terminar sus comidas. Los dependientes vuelven a sus lugares; detrás de la caja y de la barra, en la cocina y a lo largo del lugar. Los meseros circulan otra vez y los limpiadores posan de nuevo los trapeadores en el piso.

Su largo cabello se bate cuando vuelve con rapidez la cabeza hacia los dos sujetos impasibles.

El que disparé está sereno, sin ninguna mueca de dolor.

Ingiero saliva cual trago pesado.

—Desmond —la miro en contra de mis instintos, que me gritan que actúe y busque la respuesta al porqué está intacto el rapado—, no son de nuestra división —me aclara con los dientes apretados—. Son infiltrados. Les robaron los trajes a unos nuevos que entraron al mismo tiempo que tú. Oh, tampoco son humanos. —Deja de cubrirme y se incorpora—. Hoy por fin conocerás a los famosos vampiros. —Agarra mi pistola y juega con ella—. Los vampiros se dividen en razas, Desmond. —Capta mi atención alarmada por lo ocurrido—. Están los que son alérgicos al sol, los que no pueden beber sangre animal, los que le temen a la iglesia, al agua bendita y a los crucifijos, los que se parecen a los murciélagos: calvos, pálidos azulados, ojos negros y colmillos muy vistosos, y los más viejos en este mundillo: los primigenios.

—¿Qué…?

—En realidad, cada raza tiene su nombre, pero en este instante me aburre nombrarlos —sigue con su parloteo—. Clasifícalos como acabo de decirte y listo. Sabrás cuál es cuál en su momento. —Estira los brazos y truena los dedos—. Ahora, mi querido compañero, permíteme deshacerme de la b****a.

Lo que sucede ante mí nunca en mi maldita vida lo olvidaré.

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