V

 Y así llegó Davy Jones hasta las nevadas tierras del dominio de Chernabog. Disparaba sus cañones contra el castillo del Señor y estos contraatacaban con sus propios cañones, flechas y catapultas.

 Pero El Holandés Volador estaba protegido por magia poderosa y era inmune a los ataques.

 —¡Desáteme! —pidió Johnny a Dantalion conforme el laboratorio se estremecía por los golpes a la estructura. Pero Dantalion se negó por temor a que escapara. Comenzó a releer los pesados volúmenes de libros mágicos que poseía con la esperanza de poder romper el hechizo protector en El Holandés Volador.

 —El escudo protector fue hecho por Baphomet —murmuró Dantalion—, solo una cosa puede atravesarlo —leyó pero no pudo concluir la frase.

 Un nuevo cañonazo provocó que parte del techo se desprendiera y las pesadas bigas cayeron sobre Johnny. Preso del pánico el dragón en su interior se activó antes de que los escombros le tocaran y su cuerpo se transmutó rápidamente en una criatura serpentina, humanoide al principio pero luego menos y menos antropomorfa. El recién creado dragón, aun de un tamaño menor del normal, tomó por sorpresa a Dantalion quien murió incinerado por su incandescente fuego.

 Lo último que escuchó fue el alarido moribundo de Dantalion conforme el dragón emergía de la semidestruida torre en el castillo. Obteniendo así su tamaño final y normal, y sobrevolando sobre el gélido infierno de Chernabog.

 Giró hacia El Holandés Volador para terror de sus tripulantes quienes se defendieron disparándole con los cañones, pero fue inútil, era inmune a las balas. Johnny expulsó una llamarada de fuego de su hocico que atravesó la protección mágica del barco y lo hizo alzar en llamas por el medio. El barco comenzó a descender en medio de una humareda rumbo al suelo y el dragón continuó su rapiña en el área, no solo incendiando el castillo de Chernabog sino también atacando las casas aledañas.

 Corría el año 1218 y el Sah del Imperio Corasmio, Mohammed II estaba a punto de cometer un error tan garrafal que le costaría su imperio y miles de vidas humanas.

 En su corte situada en su palaciega residencia, Mohammed fumaba de su narguile mientras bellas danzarinas del vientre lo entretenían a él y a su fastuosa corte. Todos sentados sobre cómodos almohadones en lujosas alfombras persas. Los lujos y la edad habían convertido a Mohammed en un hombre regordete.

 —Excelencia —irrumpió un mensajero aproximándose hacia el ocioso emperador recostado de costado mientras observaba a las odaliscas. —Los embajadores mongoles están aquí.

 —¡Ah sí! ¡Esos bárbaros! Hazlos pasar…

 Tres embajadores mongoles se adentraron a la corte con respetuosas reverencias. Dos de ellos eran claramente mongoles y utilizaban ropajes de guerreros nómadas, pero un tercero parecía de aspecto turco y vestía con turbante y caftán.

 —Así que vosotros sois los infieles, servidores del brutal Kan pagano del que tanto he escuchado hablar —les dijo despectivo.

 —Mis colegas embajadores son seguidores de Tengri, el gran dios del cielo de los mongoles, sí —le dijo el embajador moreno—, pero yo como usted sigo la fe del profeta Mahoma.

 —¡Bah! Aún sirves a un rey infiel.

 —Es una muestra de la mucha diversidad y tolerancia que existe en el vasto imperio del Gran Kan, Excelencia. Habiendo tribus cristianas, judías, musulmanas, budistas y paganas por igual.

 >>Nuestro señor, como usted ya debe saber, tiene los mejores deseos para Corasmia y aspira a crear saludables y mutuamente beneficiosas relaciones comerciales, como se lo expresó en una respetuosa carta que le fue enviada y nunca respondida, mi señor. Es por ello que nos extraña que una caravana de comerciantes mongoles haya sido detenida por uno de los gobernadores de Su Excelencia.

 —¿Comerciantes o espías? —preguntó el Sah. —He escuchado las cosas que hicisteis los mongoles cuando invadisteis Pekín, vuestras atrocidades llegaron a nuestros oídos.

 —Bueno, si la reputación de nuestro Gran Kan lo precede, entonces entenderá que enojarlo no es buena idea —respondió desafiante el embajador—, he aquí las peticiones que hace nuestro señor; la inmediata liberación de los comerciantes mongoles prisioneros, el reconocimiento del Gran Kan como su igual y al gobernador infractor para ser castigado.

 Mohammed II sonrío.

 —¡Insolente! —clamó—, tu rey infiel no puede darme órdenes. Mi gobernador actuó bien. —Luego se dirigió a su visir—, matad a toda la caravana de mongoles —el visir reverenció como asintiendo—, y llevadle a estas excusas de embajadores, rapad a los mongoles y devolvedlos a su reyezuelo bárbaro —al decir esto cuatro guardias apresaron por los brazos a los mongoles—, pero a éste —señaló al musulmán— por insolente, cortadle la cabeza.

 También fue tomado por guardias, pero antes de partir miró al Sah con encono y dijo:

 —Alá se apiade de ti, Mohammed II, porque has traído la condenación a tu reino.

 Cuando Temudjin recibió la noticia en su tienda de la humillación de sus embajadores, la decapitación de uno y la muerte de sus coterráneos, se llenó de furia. Pero no la mostró. Frío y calculador, Temudjin decidió que cobraría venganza cuando el tiempo fuera apropiado. A su lado estaba su confiable Subotai; el más cercano de sus asesores, el mayor de sus generales que no era de su familia, su amigo desde la niñez.

 Subotai sabía la decisión que había tomado su señor.

 —Subotai —le dijo Temudjin.

 —Ordena y obedezco Gran Kan.

 —Envía espías a recaudar información sobre Corasmia, y prepara las tropas. Porque pronto haremos pagar esta afrenta con sangre…

 —Así será, Gran Kan, se arrepentirán por siempre de haber insultado al poderoso Gengis Kan.

 Esa noche Temudjin se reencontró con su amada esposa Borte. Ya era una mujer madura, pero a los ojos de Temudjin era aun la más hermosa del mundo.

 Su matrimonio había sido arreglado cuando niños, pero se amaban. Y cuando la rescató de las garras de los merkets años atrás se fundieron en un abrazo que los unió para siempre. Temudjin había tenido cientos de amantes, concubinas, esclavas y víctimas, pero no importa cuantos cuerpos femeninos hubo disfrutado, nunca les hacía el amor como sí se lo hacía a Borte.

 —¿Estás seguro que esta invasión a Corasmia es prudente, amado mío? —le preguntó cuando ambos, desnudos, se abrazaban entre las tupidas cobijas de piel de lobo. Siempre había sido su consejera. —Aun estás librando batalla contra los chinos en el Este.

 —Los embajadores y mensajeros son sagrados.

 —¿Irás a la guerra por la vida de un embajador? ¿No morirán más con eso?

 —No es el embajador, es el irrespeto. Toda cadena se rompe por el eslabón más débil. Si permito que un reino no me tema y no me respete, otros lo seguirán. No, cariño, de Corasmia no quedará nada…

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