CORTÉS EL SEDUCTOR
CORTÉS EL SEDUCTOR
Por: Demian Faust
I

Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.

Friedrich Nietzsche

Ataduras, cadenas, bondage, torturas, gemidos quietos en la profundidad de la oscuridad de una habitación de hotel siete años en el pasado.

 “O” (como se había designado a si misma) se encontraba atada a la cama, boca arriba. Sus muñecas fuertemente sujetadas por esposas que resplandecían metálicamente con el bombillo que mal iluminaba la lóbrega habitación. Su boca se encontraba cubierta por una mordaza de bola y su cuerpo completamente desnudo, mostraba las marcas de la tortura; señales del látigo en la espalda, quemaduras provocadas por la cera derretida de las velas, sus glúteos tenían aún los rojizos hematomas causados por una afilada regla.

 Y mientras “O” se removía en su trémula desnudez con su atractivo y esbelto cuerpo, con sus bellos y redondos pechos y sus bien tornadas piernas, yo tomaba una filosa navaja observándola brillar en la luz de las velas que destellaron como saludando al nuevo instrumento de tortura que las había sustituido. Aferré el cuello de “O” con mi mano y observé sus ojos abrirse mucho mientras le pasaba el cuchillo suavemente por los pechos y el estómago generando un corte leve y superficial que dejaba minúsculos trayectos rojos por la piel.

 Acalorado por la embriagante lujuria ante el espectáculo de la joven cautiva retorciéndose de dolor, la poseí con todas mis fuerzas. Ella se estremeció temblorosa como una bestia salvaje produciendo un gemido sordo amortiguado por la mordaza. Ella no podía suponer al asistir a aquella convención de trabajo, que iba a terminar en esta situación.

 Pronto fui presa de un furor frenético y el encuentro se dio de forma más enardecida. Esa misma febrilidad que había explorado todo el cuerpo de “O” mediante la sumisión tormentosa de la que era objeto, transmutándola salvajemente en una esclava sin voluntad.

 Y finalmente, el gradual candor en las entrañas que crece generando una oleada portentosa sulfura, lúbrica, hasta explotar en un estallido brutal y delicioso dejando exánime a su dueño…

 El juego había terminado.

 Le removí la mordaza a “O”. Tenía la piel sudorosa y una mirada de templanza en su rostro.

 —¿Te gustó, “O”?

 Tardó en responder.

 —Desátame —pidió. No era ni una orden ni una súplica. Obedecí. De inmediato encendió un cigarro y se sentó en la cama.

 —Bueno… ¿Te gustó o no?

 —Sí, “Sade”, me encantó —dijo exhalando el humo. —Hacía tiempo que no tenía una buena sesión como ésta.

 La nieve del invierno canadiense se observaba por la ventana de un hotel lujoso donde dos desconocidos que se habían ligado en una Convención Internacional de Criminología habían compartido un exótico fin de semana donde exploraron su mutuo gusto por el sadomasoquismo, el fetichismo y las oscuras fantasías.

 Habíamos usado nombres falsos; “Sade” y “O” y ninguno recordaba ya sus verdaderos nombres, y mucho menos los apellidos (si alguna vez nos los dijimos). Supusimos recíprocamente que jamás nos volveríamos a ver. Era mejor así, algunas aventuras es mejor dejarlas como recuerdo, y la oscuridad de algunas fantasías es mejor dejarlas en el cuarto de un hotel.

 ¡Qué diferentes eran aquellos buenos momentos, de cómo me encontraba hoy en día!

 Mi vieja amiga la depresión y su eterna hermana siamesa, la soledad, arribaron para quedarse y no salían de mi solitaria habitación nunca. No daban descanso a mi atormentada mente salvo cuando dormía o bebía. Pero el sueño se escapaba a menudo y las dosis de licor resultaban cada vez más insuficientes forzándome a incrementarlas más y más…

 Ya esto no era vida. Comenzaba a pernoctar en las tinieblas y en un autocreado calabozo, pesado e insoportable. La tortura de vivir parecía incrementar con cada respiración y me hundía más y más en el desespero. Maldiciéndolo todo, decidí ponerle fin a la bastarda existencia que sobrellevaba, preparando para ello mi revólver calibre .38.

 Contemplé el arma como un salvador pasaje a una nueva vida pasando mis ojos por su negro metal. La coloqué en mi boca, pero no… siempre sentí que el disparo en la boca era particularmente inseguro, así que cambié por la sien derecha.

 Justo entonces sonó mi celular.

 “Que sal” pensé “Ni siquiera se puede uno suicidar tranquilo”. Me sonreí ante la broma y decidí responder el teléfono.

 —¿Cortés?

 —Sí —dije.

 —Soy Villanueva, tengo un trabajo para usted.

 En una de las frías camillas dentro de las mórbidas salas de autopsia del complejo médico forense, reposaba el efebo cadáver de una joven adolescente asesinada. La macabra mano de la muerte comenzaba a dibujar una palidez lúgubre y unas marcadas ojeras purpúreas en sus ojos cerrados. El aspecto fúnebre era acrecentado por la seca cortadura que se dibujaba morbosamente en su cuello rebanado. Una sábana le cubría el cuerpo parcialmente mutilado al que le habían cortado parte de los pechos.

 Cuando contemplé aquella anatomía de aspecto quebradizo y núbil, me estremecí pensando en su infortunado deceso. Tras más de diez años en el OIJ me había acostumbrado a ver víctimas de asesinatos, incluso algunas salvajemente aniquiladas, pero siempre sentía un estrujón en el corazón cuando la víctima era menor, y ésta era casi una niña…

 —Buenos días, Cortés —saludó el jefe, Alejandro Villanueva, el regordete jefe de la sección de Homicidios, de rostro robusto y papada abundante, cabello rizado corto y que caminaba cojeando por una vieja herida de antaño.

 —Buenos días. ¿Qué sucedió?

 —No hay mucho que decir del informe forense —adujo Villanueva entregándome una laxa carpeta con la información suministrada por los expertos científicos— la joven se llamaba Melanie Velázquez Pérez, de dieciséis años, fue encontrada asesinada ayer en la mañana y trasladada de inmediato para las pesquisas médicas. La herida fatal fue la del cuello. Aparentemente no hubo ataque sexual. Los cortes que ve en los senos —dijo señalando hacia el área— fueron hechos post-mortem.

 —¿Están seguros que no hubo violación? —pregunté enarcando las cejas.

 —Melanie murió virgen.

 —¿Dónde encontraron el cuerpo?

 —En un charral cercano al parque de una comunidad de clase popular en San Sebastián — Villanueva encendió un cigarrillo, y me pregunté si era permitido fumar allí— de donde era vecina.

 —¿Alguien vio algo?

 —Las entrevistas a los testigos vienen en la carpeta, pero la verdad son de muy poca ayuda. —Villanueva comenzó a dirigirse hacia la salida y yo le seguí. Caminaba de manera dificultosa y cansada, y comenzaban a brotarle gotas de sudor de los poros. —A pesar de que existen ciertos elementos de inseguridad ciudadana y delitos menores en la localidad, nunca, ni de cerca, habían visto un acto tan violento y están bastante conmocionados.

 —Claro, como es lógico. ¿Cuál puede ser la motivación de un asesino que realiza mutilaciones sexuales y no viola? Un caso muy complejo.

 —Confío en sus habilidades, Cortés —dijo secándose el sudor con un viejo pañuelo blanco. Villanueva siempre sudaba, hasta en este lugar tan frío como un congelador. —Y me alegra tenerlo de vuelta —emití una sonrisa de incredulidad por ese comentario—, espero inicie de inmediato la pesquisa.

 —¿Ya ha regresado a funciones Martínez?

 —No. Le asigné una nueva pareja. Rosa Córdoba. Hasta hace poco agente de la Interpol operando en Colombia. ¿Ha escuchado hablar de ella?

 —Sólo de nombre, nunca la he visto en persona. Imagino que entró en la fuerza poco después de que me tuviera que tomar mis “vacaciones” obligadas de dos años.

 —Bueno, ya ha sido advertida sobre su reputación, Cortés, así que no intente nada.

 —¿Mi reputación…? —pregunté. Habíamos terminado de subir las escaleras en un proceso más largo y costoso de lo usual debido a la lentitud del superior. —¿Se refiere a que soy el agente con el mejor récord de casos resueltos del OIJ?

 —No se haga el maje, que no le queda. Pórtese bien, Cortés, que no le conviene otro lío de faldas. 

 Me apersoné a las oficinas centrales del Organismo de Investigación Judicial en San José. El bullicioso conglomerado de edificios de “la Corte” como se conocía popularmente pululaba de toda clase de personas y vehículos movilizándose por todo lado bajo el ardiente sol del mediodía. De entre los transeúntes noté la presencia de una mujer particularmente atractiva que bajó de un vehículo, tenía el cabello teñido de rubio y utilizaba anteojos oscuros.

 Para mi sorpresa, aquella mujer cuya belleza chequeaba discretamente se me acercó:

 —¿Don David Cortés? —me dijo.

 —Sí. ¿Es usted Rosa Córdoba? —ella asintió sonriente y cordialmente y me estrechó la mano. Fue en ese punto donde ambos habíamos acordado encontrarnos. Pero mientras se realizaba el apretón nos reconocimos de inmediato. Hubo un largo silencio, pero finalmente decidí romperlo.

 —Vos sos “O” verdad.

 Córdoba se sonrojó y asintió con la cabeza.

 —Sí… “Sade…”

 Y por esas casualidades de la vida, los amantes sadomasoquistas que siete años antes habían compartido un candente fin de semana se reencontraban sin pretenderlo.

 —Qué pequeño es el mundo —dije observándola por sobre mis lentes oscuros con una sonrisa sardónica. Había cambiado un poco desde aquella ocasión años atrás, incluyendo en el tono del cabello y el que ahora se veía mucho más segura y empoderada.

 —¿Se encuentra listo? Quisiera partir de inmediato al lugar de los hechos—preguntó con un leve acento colombiano.

 —Por supuesto. Vamos —dije y rápidamente nos introducimos a un vehículo del Poder Judicial rumbo al siniestro escenario del homicidio.

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