LA DICHA DEL OLVIDO 1

  Al despertar no podía moverme, parecía que estaba embalsamado, todo el cuerpo lo sentía rígido y adolorido. Hice el intento por ponerme de pie, pero un dolor inmenso en el abdomen me lo impidió. Después de unos minutos de incertidumbre y confusión me dormí.

  Debió pasar un buen rato, porque cuando nuevamente abrí los ojos, la iluminación de la habitación era completamente distinta, estaba casi en penumbras y el silencio era total. Traté de descubrir qué era ese lugar y por qué no podía moverme, en ese instante me dormí de nuevo. Cuando al fin desperté por tercera ocasión, me hice el firme propósito de permanecer así. Al mirar mis brazos, con mucho esfuerzo, vi una aguja insertada en el derecho, de la cual salía una manguera plástica, que se conectaba a una bolsa de suero incoloro, que colgaba de un gancho metálico a mi costado. Mi mano izquierda, permanecía unida a la cama con unas esposas de policía, podía ver unos arañazos en ella. Mis ojos trataron de cerrarse nuevamente, pero pude contra ellos. Observé a mi alrededor, a mi lado dormitaba un hombre uniformado con la gorra sobre la frente; por las ventanas vi que era de noche. Estaba en una sala impecablemente blanca, aparentemente de hospital, el piso de granito gris reflejaba todo lo que estaba sobre él, como un espejo. Las ventanas de cristal permitían ver hacia afuera, pues las cortinas de color verde claro estaban descorridas, la habitación medía seis metros por veinte y conmigo había cinco personas más, contando al policía. Cuatro camas permanecían desocupadas, pero tenían las sábanas puestas, dos enfermos frente a mí dormían e igual número de acompañantes reposaban al lado de sus camas, en sillones de espuma de goma, tapizados en vinil blanco.

  Desde el otro extremo del salón, comenzó a sonar una tenue y agradable música, llenando la estancia. De pronto, se abrió una puerta que yo no alcanzaba ver y entró una enfermera, empujando un carrito de metal brillante, que producía un leve tintineo de cristales al avanzar entre las camas, lleno de sueros, cajitas y frascos, que supuse eran pastillas.

  Al primero de los pacientes, le cambió el suero por uno nuevo, al segundo lo despertó y le dio las pastillas que le tocaban. Los acompañantes ni se enteraron. La enfermera lo hacía todo en perfecto silencio y con mucha habilidad. Vestía de blanco, como todas las de su oficio; el pelo, negro y recogido, se coronaba con una cofia, también de un blanco puro. Debajo de su uniforme se notaba un cuerpo joven y ágil.

  Al dirigirse a la salida me miró, al principio pareció no importarle, pero después de unos segundos se detuvo en seco, dejó lo que estaba haciendo y se apresuró a despertar al joven militar que dormía a mi lado, su cara denotaba intranquilidad. El guardia dio un salto en su sillón y se incorporó en posición de atención. Seguro ni se acordaba que estaba en un hospital y pensaba que había sido sorprendido por su jefe, mientras dormía.

  Cuando se percató, que quién lo había despertado era la enfermera, suspiró aliviado y relajó el cuerpo, luego de escuchar a la muchacha clavó sus ojos en mí, como si yo hubiese aparecido por arte de magia. Reaccionó y salió caminando sobre lo rápido, mientras se restregaba los ojos, le dio las gracias a la muchacha y se apresuró todavía más, imaginé que iría a llamar a su superior. La enfermera, por su parte, fingió que seguía haciendo su trabajo, mientras me lanzaba cortas y nerviosas miradas.

  El muchacho apareció unos minutos después, acompañado de un oficial, un hombre grueso, pequeño y grasiento, que le faltaba el aire a cada paso. Era el típico militar, al que mantienen en la fuerza por el tiempo que lleva de uniformado, pero que solo cumple funciones secundarias. Al llegar a mi lado, se ajustó el cinturón mientras achicaba sus ya bastante achicados ojos, tratando de intimidarme, supongo.

  Seguidamente hizo un ademán para preguntarme algo, pero un doctor que venía detrás de ellos, le detuvo con un gesto. El galeno tomó una pequeña linterna y me alumbró directamente al ojo derecho, abriéndomelo con su mano libre, para que la luz penetrara mejor, hizo lo mismo con el izquierdo, cogió el bolígrafo que tenía el bolsillo de su bata y sin sacarle la punta, me lo pasó rápidamente por la planta del pie, en dirección a los dedos desde el talón, di un pequeño salto y pareció conforme. Miró al oficial grueso y asintió con la cabeza, luego fue a ver a otro paciente. La bola uniformada cerró la boca, que mantuvo abierta todo el tiempo que duró el examen y pretendió tomar aires de importancia. Era obvio que no hacía eso con frecuencia.

 — ¿Cuál es tu nombre y dónde está el dinero que robaste?

  Traté de protestar, solo entonces me di cuenta que tenía una manguera metida en mi boca y que llegaba hasta no sé dónde. Podía hablar a media lengua, como un niño y tal vez me podían entender, pero lo inesperado de la acusación me puso nervioso y solo conseguí alterarme más. Cuando parecía que el oficial perdía la paciencia apareció otro, que a todas luces tenía más autoridad que los dos presentes.

— ¿Quién autorizó que le interrogaran?

  Preguntó echando un rápido vistazo a los dos de uniforme. El que durmió a mi lado se encogió de hombros, con la tranquilidad del que no tiene ninguna responsabilidad. El otro balbució una excusa que no se entendió y bajó los ojos, dando un paso atrás, como un lobo delta, cuando el alfa reclama su derecho a comer primero. Cuando se estableció la debida jerarquía, el nuevo oficial habló con el médico, éste asintió y se dirigió a mí.

  —Le voy a retirar la sonda —comenzó a explicarme—, puede ser desagradable y puede que le entren ganas de vomitar, si eso sucede trate de evitarlo, enseguida se le pasará.

  Con la habilidad que da la práctica, retiró la manguera que era más larga de lo que parecía, en el último tramo casi vomito, pero pude aguantar el deseo. La puso llena de saliva en una bandeja, me trajo un vaso de agua y me dijo que solo me enjuagara la boca.

  Yo tenía una sed que podía tomarme una piscina, pero obedecí sin chistar. El de bata se fue y quedé en manos del oficial, que se sentó a mi lado y se quitó la gorra.

  —Yo soy el capitán Cosme y me estoy ocupando de su caso.

— ¿Qué caso? —balbuceé sin entender nada y con dolor en la garganta.

  —Vamos a empezar por el principio. ¿Cuál es su nombre completo? -dijo mientras abría una libretica de notas y se disponía a escribir.

  Traté de contestar, mi boca se abrió para hablar, pero no dije nada. Mi mente se quedó completamente en blanco; sabía que tenía un nombre, porque todos lo tienen, solo que mi cerebro parecía no tenerlo registrado. Me sucedía igual, que cuando tratamos de recordar el nombre de un artista o el de una película y lo tenemos en la punta de la lengua, pero no conseguimos recordarlo, aunque estamos seguros de saberlo.

  Eso mismo me pasaba a mí, por más que forzaba a mi mente, era incapaz de acordarme de mi dichoso nombre. Al ver mi sorpresa, el oficial preguntó:

— ¿Puedes hablar, decir algo?

  —Sí, sí —balbuceé otra vez—, claro que puedo.

  Mi voz sonaba de ultra tumba, como si nunca la hubiese oído.

  —Entonces. ¿Me puede decir su nombre, por favor?

  Me demoré unos segundos con la boca abierta, y luego de cerciorarme de que en verdad no podía recordarlo se lo dije, presintiendo que no me lo creería.

  Tan estupefacto como escéptico, estaba el militar frente a mí. Se paró con cara de desconfianza y miró como una fiera a los otros dos; parecía que estaban en problemas. Se reunió con ellos en el extremo del salón y discutieron un rato, cerca de la enfermera que hacía su trabajo.

  Yo por mi parte no salía de mi asombro, no recordar mi nombre era algo serio, pero pronto caí en la cuenta que ese no era mi mayor problema. Tenía una pierna con yeso hasta la altura del muslo, los dedos meñiques y anular de mi mano derecha también.

  La mano izquierda, además de esposada, me dolía bastante. Todo el abdomen lo sentía duro e hinchado, algo me apretaba la cabeza y la cara me la imaginé como la de Rocky Balboa, el día que discutió el campeonato con Apolo. En ese momento todo empezó a darme vueltas y me dormí o me desmayé, no sabría decirlo. Cuando abrí los ojos, la enfermera estaba sobre mí, al parecer revisándome las heridas de la cabeza.

    — ¿Qué me pasó? —pregunté casi en un susurro.

  —Se desmayó —me dijo con una voz que bien podía ser de un ángel—, de eso hace seis horas.

  —No, antes de eso. ¿Por qué estoy aquí?

 —Tengo prohibido decírselo —respondió, pero cometió el error de mirarme a los ojos, al ver mi desesperación y mi dolor, hizo un gesto de arrepentimiento y continuó—. Si se lo digo, tiene que guardar el secreto, porque puedo perder el trabajo, o peor aún.

Dejó lo que estaba haciendo y me miró, con los ojos agrandados por la excitación del secreto.

  Compartir algo prohibido nos da cierta satisfacción interior, cierto morbo que necesitamos sentir de vez en vez, y más aún si nuestra vida es monótona o aburrida, como seguro sería en un hospital.

  —Llegó aquí por un accidente de tránsito, al parecer se quedó dormido y se fue de la carretera.

Miró a su alrededor, dándole un toque de misterio al chisme.

  —Luego vinieron unos policías, diciendo que su auto participó en un gran robo y que usted debe ser un criminal de los buenos, porque no saben ni quién es.

  El tal Cosme apareció, acompañado de dos doctores y de otro oficial de mayor rango. La enfermera a mi lado, disimuló con la calidad histriónica de Meryl Streep y se alejó, con las vendas que quitó de mi cabeza.

 —Buenos días —dijo uno de los galenos—, yo soy el doctor Zamora y éste es mi colega, el doctor Acosta. Somos neurocirujanos y venimos a hacerle algunas preguntas, si no le molesta, por supuesto.

  —Claro que no —respondí, notando que el oficial Cosme, no me quitaba los ojos de encima, parecía un animal al acecho, se notaba que no era un tapa huecos como los otros, éste tenía experiencia e instrucción especial, tendría que cuidarme de él. Si lo que me dijo la enfermera era cierto, entonces estaba caminando por una cuerda floja.

  Lo que más me molestaba, era que en realidad no recordaba nada y ni siquiera me habían dado tiempo para pensar en eso. Me caían encima no más abrir los ojos y nadie se preocupaba de darme respuestas; si no fuera sospechoso de un robo, todo sería distinto.  Me dieron unas pastillas para los dolores. Me explicaron que fui intervenido quirúrgicamente, para extirparme el vaso; que estaba hacía tres días en aquel hospital y que hasta ahora no se había presentado nadie, identificándose como un familiar o amigo. Luego me hicieron infinidad de preguntas, mientras me examinaban las pupilas y el pulso. Me las repitieron de diferentes formas y en otro orden, alternando con algunas tontas, como cuál era el color de las paredes, o la cantidad de ventanas de la habitación. Así estuvimos por un largo rato, no sé bien cuánto. Cuando parecieron convencerse de algo se pararon, me dieron las buenas tardes y se fueron los tres, aparentemente a decidir mi destino.

  A la hora de la comida vino un guardia nuevo, evidentemente era el relevo del que me cuidaba. Me soltó las esposas y me ayudó a incorporarme, dándole a una manivela que inclinaba la cama hacia adelante. Entonces noté que tenía una venda alrededor de mi abdomen, seguramente protegiendo la herida, producto de la operación. Del costado me salía una manguera de suero y por ella un líquido espeso, corría poco a poco hacia abajo, depositando una sustancia viscosa en un frasco de cristal.

  

    — ¿Qué es esto? —pregunté asustado.

  —Es un drenaje, seguro que se lo quitan pronto —me sacó de la duda el muchacho uniformado—. No me va a causar problemas si no lo esposo a la cama. ¿Verdad?

  —Por supuesto que no, aunque quisiera no puedo casi moverme.

  Pareció conforme el chico y se sentó a mi lado para comer. Un rato después llegó mi comida. Era un puré de algo, por ser como me explicaron, mi primera comida sólida en muchos días. Comí tres raciones, aunque bien podría despachar un jabalí tipo Obélix. Después de la comida vino a verme un hombre. Habló con el muchacho y, luego de esperar respuesta de sus superiores, le dejó sentarse a mi lado. Él permaneció donde podía escuchar toda la conversación. Este chico llegará lejos -pensé-, no se entretiene y siempre se le ve muy seguro en lo que hace.

  —Soy pastor de la iglesia bautista “Renacer en Cristo”. ¿Ha recibido ya al Señor en su corazón, como el único y verdadero salvador?

  Solo esto me faltaba, mi vida era un caos, no sabía ni quién era, estaba a punto de ir a prisión por un delito que no estaba seguro haber cometido y  viene Jesús Cristo a sentarse a mi lado, para perdonarme los pecados que seguro he cometido, pero que no logro recordar. No, esto era demasiado.

  — ¡Ojalá pudiera recordar mis pecados, pedazo de anormal! —le grité a aquel pobre hombre, que casi se cae del asiento. Se levantó, sorprendido por mi reacción y se marchó, desconcertado y claramente avergonzado. El muchacho a mi lado me miró, reprochándome con la vista mi manera de comportarme. Sin decir una palabra, le dio a la manivela para bajar el espaldar de mi cama y salió de la sala calmadamente, después de esposarme a la barandilla.

  Al día siguiente regresó el oficial a cargo. Se sentó a mi lado, después despidió al chico y se acomodó, como si fuera a pasar allí un buen tiempo. Al igual que si estuviera pensando en voz alta, comenzó a hablar.

  —Parece que, de verdad, usted no recuerda nada. A mí en particular no me convences, pero la opinión que vale mientras estés aquí, es la de los médicos y ellos afirman, sin lugar a dudas, que tienes amnesia. Te lo digo, porque según ellos es obligatorio que lo sepas, no me dejaron interrogarte hasta que lo supieras. Después te explicarán mejor sobre tu aparente enfermedad. Yo solo quisiera saber si recuerdas algo que me pueda ser útil, como tu nombre, tu dirección, tu provincia o por qué robaste un auto, o mejor aún, cómo robaste treinta mil dólares de una casa de cambio y lograste huir, apareciendo luego, sin conocimiento ni memoria, a cinco metros del auto robado que participó en el atraco, convenientemente incendiado para no dejar rastros y del dinero, ni la sombra.

  —No tengo la menor idea —dije ante aquella avalancha de información, echada en mi cara sin tacto ni preparación alguna.

  —Seguro ustedes tienen alguna respuesta, o al menos alguna teoría.

  —Sí que la tenemos, más que una teoría, para mí es una certeza. Estoy seguro que huiste con el auto robado y el dinero; no sé cómo, pero evadiste los puestos de control, escondiste el dinero o se lo entregaste a algún cómplice y luego, incendiaste el auto para borrar los rastros que pudieras haber dejado, pero algo te salió mal. No contabas con que el auto explotara y te mandara directo a unos árboles, donde te golpeaste en la cabeza y te quedaste sin conocimiento. Luego te despertaste en este hospital, donde los ineptos de mis subordinados, te esposaron a la cama y trataron de interrogarte, avisándote que estabas detenido y dándote tiempo para fabricar esa historia de la amnesia.

  Al escuchar al ave de rapiña a mi lado, me parecía estar viendo una película de Agatha Christie y a su detective Hércules Poirot, dando sus inefables conclusiones.

  —La cabeza me empezó a dar vueltas. Sólo alcancé a escuchar las últimas palabras llenas de sarcasmo del oficial.

 — Sí, desmállate, eso es muy conveniente.

  Al volver en mí, la enfermera me curaba algunos rasponazos y miraba el estado de mi operación. Me había retirado los vendajes y limpiado la cicatriz, que seguro quedaría después de quitar los puntos. La reconocí enseguida, era la misma que me había dado información el día anterior.

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