Capítulo 5: Fantasmas del pasado

«Duele… duele… ¿por qué duele tanto?»

Podía sentir el tacto sobre su cuerpo, el dolor, el picor, el asco, la inseguridad y el miedo; podía sentir cómo todas esas sensaciones caían sobre él como una masa pura, dura y terrible, cuando por fin entendió lo que pasaba, de parte de quién venía.

«Duele… me quema».

Dentro de él, todo lo presionaba contra paredes invisibles, y el calor comenzó a quemarlo desde lo profundo de su ser hacia el exterior. Se sentía como si fuese a explotar en cualquier segundo.

Entonces, sintió que lo golpeaban, y algo hizo presión en su pecho. No podía ver nada, todo era oscuridad, pero no hacía falta: el malestar se juntó a todo lo demás, y deseó con todas sus fuerzas escapar de allí.

De un momento a otro, todo cesó, pero fue solo un segundo, y una ola de calidez excesiva lo aplastó desde afuera, junto a un nauseabundo olor que inundó el ambiente, como a carne desgastada y piel quemada. Escuchó risas, provenientes de personas diferentes que se reían con ganas. Se notaba que la estaban pasando bien: se divertían mucho.

«¿Acaso te duele?», alguien preguntó, burlón y alto, entonces lo vio, pero apenas pudo reconocerlo, a pesar de que lo tenía en frente, porque la oscuridad pura solo dio paso a un mundo borroso donde apenas podía procesar el dolor, y este le caía como un chaparrón terrible.

«¡Hey, hey… dime!, ¿cómo te sientes?», ellos preguntaron una y otra vez, y su espectro auditivo se inundó de risas y comentarios despectivos.

Todo se quedó en silencio, pero comenzó a sentir que era jalado desde los cinco costados: jalaban sus piernas, sus brazos y su cabeza, y el dolor solo aumentó, junto al temible pensamiento de que estaba siendo despedazado en vida. Y gritó, lo hizo hasta que se quedó sin voz, y el dolor fue tan grande, que todo a su alrededor se desbarató.

Ya no podía soportarlo, no… no gozaba de esa clase de aguante…

Un golpe en su pecho lo hizo sentarse de un tirón en la cama, y mirar a todas partes con ojos asustados; la prisa y los jadeos le informaron a su cerebro que no podía respirar, y llevó ambas manos a esa área del torso, para después regarlas por todo su cuerpo. Estaba completo, ¿no? Sus partes estaban justo donde deberían, y una ola de alivio se regó por su mente al confirmar eso. Pero las pulsaciones y la respiración agitada no se calmaron.

Acababa de despertar de una pesadilla muy real.

Minato exhaló con fuerza un par de minutos después, y echó para atrás todo ese montón de cabello que poseía, que estaba mojado por su propio sudor y se secó la frente y el resto del rostro con la manga de la camisa que usaba. Recogió las piernas, y sintió cómo el frío lo invadió desde los pies; pero este no era un frío natural, nada que ver tenía con la temperatura ambiente. Esto era algo que yacía en su interior.

Miró de nuevo a todas partes, y reafirmó su tranquilidad al comprender que seguía solo en su habitación. Llevó la vista el reloj digital en su mesa de noche, que marcaba casi las dos de la mañana y, con cierta dificultad, se acercó al borde del colchón; sus pies tocaron el suelo, y se levantó, notando un tambaleo en sus piernas al ponerles todo el peso.

Tomó el celular y se tocó el cuello: estaba frío, muy frío, y un mareo le recorrió la cabeza junto a un calambre. Su corazón aún era una máquina incontrolable, y solo entonces percibió un vacío en el estómago que no estaba allí antes de irse a dormir.

Se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón, caminó hasta la puerta y abandonó la habitación; cruzó al otro lado y abrió la puerta del cuarto de baño, de madera y pintada de blanco.

Este departamento era grande para una sola persona, pero a él le gustaba el espacio, lo apreciaba: no le agradaba sentirse encerrado. No se veía casi nada por la hora, pero Minato conocía el plano a la perfección.

Encendió la luz, este era un baño estilo occidental normal: retrete, lavadero doble con un espejo grande, y tina con ducha, todo en baldosa blanca y azul pastel. Caminó con flojera hasta estar frente a los lavabos, y contempló con amargura la cara de tragedia que llevaba, con los párpados caídos y la piel pálida, y el rastro de sudor que surcaba su rostro y se le metía debajo de la ropa.

Se quitó la camisa, tomó una toalla del gabinete que estaba al costado, la mojó, y comenzó a pasársela por el torso, espabilando apenas por lo fría que estaba; unos minutos después, se lavó la cara, y algo de sentido llegó a su cuerpo.

Regresó al gabinete donde estaban las toallas, porque arriba había un dispensario, y tomó una caja pequeña, la abrió y sacó un aparato de pequeñas dimensiones, un medidor de glucosa en sangre. Lo encendió, pinchó su pulgar, y procedió a hacer la medición, porque tenía todos los síntomas de una hipoglucemia.

El resultado apareció en la pantalla digital, y una gran exhalación brotó con fastidio de su boca.

—¿Por qué bajas a esta ahora? —se lamentó. Claro, no es como si eso pudiera controlarse.

Chascó con la lengua y volvió a guardar todo; salió del cuarto poniéndose el camisón, y fue hasta la cocina, rascándose el abdomen por debajo de la prenda, a paso flojo y con la cabeza embotada. Llegó a las alacenas superiores y abrió la de la esquina, donde guardaba los dulces, y sacó un paquete de galletas mini de chocolate y canela. Avanzó hasta la sala de estar y se dejó caer de sentón sobre el sofá grande, tomó el control remoto del apoyabrazos y encendió el televisor.

Casi las dos de la mañana del miércoles, y ya no tenía esperanzas de dormir un rato más.

Abrió el empaque y comenzó a comer galletas, con la esperanza de que estas ayudaran a su cuerpo a recuperar azúcar, y todo volviera a la normalidad.

Él no era diabético, no padecía esa condición, pero sí una persona propensa a que su azúcar en sangre bajara de forma inesperada, ya que su metabolismo era más acelerado que uno normal, y consumía la glucosa a gran velocidad. Comía mucho, claro que sí, le gustaban los dulces de todas clases, formas y tamaños, menos los fritos, por lo que, dentro de toda la desgracia de un cerebro demasiado activo y consumista, le quedaba el consuelo de poder disfrutar de cosas con las que otros debían tener un control exhaustivo y casi enfermizo.

Después de todo, cuando el tanque quedaba vacío, y no querías depender de inyecciones, comer era lo mejor.

En la televisión daban una de esas novelas para adultos bastante gráficas, casi pornográficas, que de seguro muchos chiquillos de quince estarían viendo a hurtadillas, mientras realizaban actos indecorosos, pero a la que él no le hacía mucho caso, porque sus pensamientos estaban demasiado dispersos.

Se dejó ir hacia atrás en el mueble, y luego a un costado, hasta terminar medio acostado, y sacó el teléfono celular de su bolsillo. Con la vista en el techo oscuro, encendió la pantalla, no tan brillante gracias a un sensor que lo regulaba de forma automática, y bajó el mirar a ella. Abrió el navegador y comenzó a buscar tonterías, mientras sus oídos captaban gemidos y quejidos de placer falso de la pareja que actuaba cochinadas en la televisión.

Unos quince minutos después, mientras miraba videos de comidas sabrosas y típicas de otros países, recibió un correo, lo cual se le hizo extraño, considerando la hora y el día, pero, al ver el remitente y el contenido, no pudo evitar esbozar una sonrisa.

No era inesperado; en cambio, estaba bastante complacido.

♦  ♦  ♦

Esta iba camino a ser su segunda noche sin dormir. Después de escuchar a Matsuri, los pensamientos en su mente estaban siendo bastante claros: siete años sin respuestas eran mucho para él y sus hermanas, pero debía mentalizarse de que esto no sería una operación milagrosa, no se daba falsas esperanzas. «No hay nada más que perder», era la consigna que lo guiaba.

Recostado en su cama, sin estar envuelto en las sábanas, pero con un pijama de pantalón largo y camiseta, con la cabeza llena de cosas, rodó hasta la orilla y tomó su teléfono de la mesa de noche. Vio la hora, y se preguntó si sería pertinente enviar un mensaje, pues eran más de las dos de la madrugada.

Respiró hondo y decidió hacerlo. El receptor podía leerlo cuando despertara.

«Lo he pensado. Voy a hacerlo», fue lo que envió, y se sorprendió mucho al recibir una respuesta tan solo un par de minutos después: «Eso está bien. 0108-xxxx-xxx, es más cómodo».

Una sonrisa adornó los labios de Akari, sin pensarlo, y agregó el número a sus contactos

«¿Qué hay que hacer ahora?», preguntó, ya por Line, lo que le brindaba un poco más de seguridad.

«Pues… Matsushita, Saga; hay que averiguar dónde están ahora, y qué han hecho, con exactitud, los últimos ocho años», Minato contestó; Akari rodó sobre la cama, hasta llegar al centro.

«Con Saga bastaría ver sus redes sociales, pero Matsushita es más difícil», el mayor contestó. «Hay formas», Minato mensajeó, y agregó: «Conozco a alguien que puede ayudarnos con eso».

Achicando el mirar en la pantalla, Akari dudó; tenía algo en mente desde el momento en el que tomó su decisión. Entonces, decidió soltarlo:

«Minato, ¿cuál es el pago por tus servicios?».

Él no nadaba en dinero, dijeran lo que dijeran, y Sagawa nunca había hablado de tarifas, pero sabía que un detective privado cobraba por su trabajo, y el rubio no debía ser la salvedad.

«Solo invíteme un dulce en algún momento, y eso será suficiente», Minato envió como respuesta, y claro, Akari lo último que esperaba era eso, por lo que texteó:

«¡Vamos!, no bromees conmigo, por favor», pero Minato no bromeaba.

«No piense demasiado en eso, Akari-san. Para mí está bien de esa forma, porque no hago esto por el dinero».

Akari resopló, el sueño comenzaba aparecer, pero sus ojos captaron un nuevo mensaje:

«Por cierto, Akari-san, puedo preguntar… ¿qué hace despierto a esta hora? Debería estar descansando».

El castaño llevó la mirada al techo, luego a las paredes, y después regresó a la pantalla del móvil.

«Podría decir lo mismo. No esperé que contestaras mi mensaje a esta hora».

Al recibir el mensaje, Minato esbozó una sonrisa, tomó el control remoto, y apagó el televisor, lo tiró a un costado y tomó un par de galletas más, que llevó a su boca.

«Estaba durmiendo, pero tuve una pesadilla, y desperté», explicó.

«¿Una pesadilla? Deberías volver a dormir, seguro puedes. Aún es muy temprano». El rubio sonrió, pero negó con la cabeza, y respondió:

«No puedo… No podré dormir más por hoy», llevó otra galleta a su boca, «Entonces, Akari-san, ¿qué hace despierto a esta hora?»

«Pensaba», recibió como respuesta.

Minato enmarcó las cejas y sopló.

«Eso es muy ambiguo», y agregó: «Todos pensamos todo el tiempo, Akari-san». Aquello era como una queja infantil, y quería que se entendiera de esa forma.

«Pensaba en lo que haría a partir de ahora», Akari, para gusto del rubio, contestó con rapidez.

«Eso está bien. Pero… no debe preocuparse. Al final solo hay que hacer las cosas».

Del otro lado de la conversación, Akari resopló con fuerza.

«Eres bastante optimista», opinó, pero Minato refutó:

«No lo creo. Al final, salga bien o mal, nada sucede si da el primer paso».

Akari dejó caer el teléfono sobre el colchón y resopló; en medio de su habitación, con las luces apagadas, le dio la razón. ¿Tal vez Minato tenía un poco de filósofo?, porque lanzaba esos comentarios inesperados, pero llenos de mucho sentido, de forma muy directa, casi medida.

Volvió a tomar el teléfono y expresó:

«Tienes razón. Quizás debería dejar de pensar en tonterías».

Lo admitía, a veces se le iba la cabeza pensando en tonterías que no eran importantes que, al verse desde afuera, caerían de sentido. La alerta sonó, y leyó el mensaje entrante:

«Es mejor pensar en cosas buenas. Debería intentar dormir».

«¿Debería?»

«Akari-san debe trabajar  más tarde, ¿no es así?»

Akari cerró los párpados y se removió en la cama, suave y fría, como le gustaba. Dejó ir un pensamiento de fugaz preocupación, y se quejó con el otro:

«Tengo, pero no quiero».

Minato no hizo esfuerzos por acallar la risa que abandonó sus labios.

«Está bien, tiene que descansar, es importante. Voy a llamarlo en cuanto tenga noticias al respecto, tenga la seguridad de eso».

«Bien… voy a dormir entonces»

«Sueña bonito, Akari-san», Minato texteó al final y dejó caer su teléfono al costado del mueble.

Ya se había terminado el paquete de galletas, lo que era una lástima, pero también se sentía mejor: ya no tenía el pulso acelerado, ni debilidad. Estaba hecho un amasijo de fuerza.

—Bueno… creo que debemos ocupar el tiempo en algo bueno —murmuró y se levantó. Sintió las piernas firmes, tomó el teléfono y caminó hasta la cocina, para tirar el paquete vacío de galletas a la basura, y continuó el camino hacia su habitación.

Era temprano en la madrugada, el amanecer aún estaba lejos. Debía que ir a trabajar, pero no tenía intención de lanzarse a la cama y tratar de dormir, y sabía que su cuerpo tampoco descansaría aún si lo intentara.

No era la primera vez que pasaba algo así, después de todo.

Acomodó su cama y fue al estudio. Se alumbró con el teléfono celular y encendió la luz de lectura y la laptop, también el aire acondicionado, en mínimo. La pequeña ventana cerca del centro estaba cerrada, a un lado había un librero repleto de libros y al otro, un archivo vertical.

La mesa de la computadora estaba a la derecha de la entrada y, sobre ella había una repisa de dos niveles llena de libros. A la derecha de esta, una papelera, y al otro lado un pequeño estante de puertas negras que estaba cerrado.

Respiró hondo, complacido por el frío, y se sentó en la única silla presente, negra y ergonómica, muy parecida a la que los gamers usaban en sus labores. Se agachó frente al estante que estaba al lado y abrió sus puertas; una gran variedad de discos en sus estuches, audífonos, ratones de repuesto, y muchas memorias USB, de diferentes formas, tamaños y colores, con personajes de anime, robots, y otros, se dejaron ver. Esta era su colección personal, y tenía más de cuarenta.

Tomó una de las memorias, una pequeña, regresó a su posición y se acomodó en la silla. Insertó la memoria USB, esperó, y abrió la carpeta del dispositivo, donde se desplegaron varios archivos ejecutables con nombres distintivos en combinaciones alfanuméricas sin ningún orden específico; sin embargo, Minato clicó en uno de ellos, y una pequeña ventana se abrió: por completo negra, y con dos únicas celdas disponibles para introducir datos.

Tecleó un usuario y una contraseña.

 La ventana se cerró de golpe, y lo siguiente que hizo fue abrir un navegador de procedencia dudosa, donde escribió: «https://www.nxxx.smj4820xxxx.1915.net», una dirección sin sentido aparente. Presionó enter, y toda la pantalla se bañó en negro, salvo un único campo blanco, donde tecleó una contraseña larga, y volvió a teclear enter.

Un nuevo panel se abrió, aún con fondo negro, solo se distinguían un cuadro de texto de fondo blanco y un botón azul pastel sin nada escrito.

Minato clicó sobre el cuadro blanco, y escribió los kanjis del nombre «Saga Itsuki», presionó el botón y abrió una nueva pestaña, porque el motor necesitaría algo de tiempo para buscar.

En la nueva pestaña tan solo puso la dirección de Facebook, y entró con una de las varias cuentas falsas que tenía por allí, solo por si acaso, para cuando fueran necesarias. Buscó con rapidez la página de Saga Itsuki, su perfil público, y se dispuso a explorar.

Para él siempre era mejor buscar primer en los sitios más públicos, porque funcionaban mejor como pruebas para el juzgado, y husmear en ellos no suponía ninguna contradicción legal.

Fue directo hacia las fotos, y descubrió un montón. ¡Vaya que este hombre tenía una vida social ajetreada! Resopló, ojeando las fechas, y desistió de tener que hacerlo todo a mano.

Regresó a la carpeta de la memoria USB y clicó sobre otro archivo ejecutable, que desplegó casi de inmediato una interfaz mediana con algunos campos, y unos pocos botones. Regresó a Facebook, copió la dirección URL de la barra de búsqueda, y la pegó en el primer campo visible en la ventana, al centro, y con un botón al lado, donde dio clic; una selección de fechas se desplegó, y él estableció un rango de búsqueda que iba desde octubre de 2012, hasta septiembre de 2013, porque los Azarov habían muerto en Marzo de 2013.

Una nueva ventana se abrió, y unas trescientas fotos aparecieron, tal vez más.

Resopló, fastidiado, porque debía verlas una por una, y no se trataba de un simple vistazo… no señor.

Comenzó a visualizarlas: les hizo zoom y detallo cada cuadrícula con calma. Unos cuarenta y cinco minutos después, notó algo que llamó su atención en una de las capturas: Saga estaba con una mujer castaña muy producida, con despampanante cuerpo y muy apretada ropa, aunque no podía negar que aún se veía medio elegante y, en el plano medio, detrás de él, a la izquierda, pudo distinguir un rostro conocido, un poco borroso, y que había visto no hacía mucho en otra parte.

Se desplazó con rapidez a la carpeta que creó para la investigación, y abrió una imagen que llevaba por nombre: «Matsushita Yui». La vio en grande y regresó a la de la red social. Apretó los dedos de los pies, cuando la confirmación llegó en forma de razón a su cerebro, y sopló de con fuerza.

¿Qué hacía esa mujer ahí?

SHI.

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