Capítulo 4: Pánico

Di un largo bostezo, mientras esperaba que cambiaran el letrero en Bernie´s de cerrado a abierto. La noche anterior, me dormí tarde investigando cómo tratar a los invidentes. Según San G****e, las personas invidentes dependen de los otros sentidos para compensar de alguna forma la carencia de las funciones visuales.

Decidí dejar de investigar cuando me pregunté: ¿Para qué quiero saber cómo tratar a un invidente? Era una locura, puesto que Peter quizás nunca más volvería. Ya habían pasado varios días desde mi huida. ¿Y qué si volvía? Nada iba a pasar. Yo era una amnésica y él un discapacitado, una combinación catastrófica.

Mi turno en el café no fue nada fácil, Ming estaba en la universidad y me tocó atender todas las mesas. Aunque me llené los bolsillos con las propinas.

La esperanza de que Peter apareciera, se esfumó cuando el reloj marcó las doce del mediodía. Me quité el delantal, me despedí de Bernie y de Chelsea, y salí del café. Ese día me tocaba tomar el autobus, mi bici tenía un caucho pinchado y no me dio tiempo de repararlo.

Mientras caminaba por el bordillo de la calle, escuché un ladrido que llamó mi atención. Sacudí la cabeza y me dije que podía ser cualquier perro, que no era a Bob a quién había escuchado. Pero el can volvió a ladrar y miré hacia atrás, tenía que hacerlo para salir de dudas.

Sonreí como tonta al ver su pelaje dorado. Estaba sentado sobre sus patas traseras, con la lengua colgando fuera de su hocico. Y, por supuesto, no estaba solo. Su dueño lo sujetaba por una correa negra.

—Hola, Carrie —saludó Peter, recostado sobre una Hummer. No crean que era especialista en autos, pero Theo, el compañero de Ming, hablaba mucho del tema y terminé aprendiendo algunas marcas, entre esas, la antes mencionada. 

Lo primero que se me vino a la cabeza cuando él me saludó fue ¿cómo sabía que era yo? Se suponía que no podía verme.

—Hola, Peter —respondí con un hilo en mi voz, cuando llegué hasta él. Es que ese hombre no solo aceleraba mis latidos, sino que me robaba el aliento. Y más cuando noté los duros y marcados que se veían sus músculos pectorales en aquella camiseta blanca. Me volví fan número uno de esas camisetas. ¡Le regalaría docenas solo para que no usara nada más!

—Te estaba esperando —reveló—. Contaba con que Bob te reconociera y lo hizo.

—¿Desde cuándo? ¿Por qué me esperabas? ¿Por qué no entraste al café? —Tres preguntas en diez segundos. ¡Vaya! El pobre Peter pensaría que estaba flipando.

—No tenía efectivo para la propina —respondió sereno.

Me lo quedé mirando, tratando de descifrar algo en sus gestos, pero solo tenía uno: misterioso. Peter era una cebolla con muchas capas y lo que más temía era lo que encontraría si lo destajaba.

—Eso responde solo a una pregunta.

—No tengo más respuestas —replicó.

¡Misterioso y loco! ¿Quién en su sano juicio espera a alguien sin razón? Pero, a pesar de concluir que era un demente, dije lo siguiente:

—Iré a comer cerca de aquí. ¿Quieres ir conmigo?

¡Yo dije eso! ¿A dónde se fue mi timidez? Ni idea.

Sé que en el siglo XXI no es nada descabellado invitar a un hombre a comer, pero él no era cualquier hombre, era el loco misterioso del que solo sabía ciertas cosas: su nombre –que podía ser falso como el mío–, su actitud cambiante, que tenía un perro llamado Bob y, lo más importante, que era ciego. ¿Esas cuatro cosas eran suficientes para salir con alguien? Quizás no, pero mi corazón estaba en rebelión en contra de mi cerebro y me uní a él en la contienda.

—Comí antes de venir —respondió serio.

¡Santísimo Dios! ¿El hombre me estaba rechazando? Sé que no debí pensar eso, pero en ese momento estaba muy agradecida de que fuese ciego para que no viera la mancha roja de la vergüenza que se esparció en mi rostro.

—Pero puedo acompañarte mientras comes… si quieres —agregó después.

Me mordí los labios para contener la sonrisa, cosa que era innecesaria porque él no me podía ver.

—Vamos Bob, guía a Peter —le dije al perro, acariciando su cabeza peluda.

—Henry nos puede llevar —dijo, deslizando su mano por mi hombro, brazo, codo… hasta alcanzar mi mano.

Su contacto quemó mi piel como si de fuego se tratase y siguió ardiendo como un carbón encendido. Un rayo habría sido menos poderoso que aquella caricia. Peter revitalizaba mi cuerpo, le hacía sentir cosas que jamás había vivido… al menos, no siendo Carrie.

—¿Tú… nos conocemos de antes? —inquirí. Era una pregunta válida en mi cabeza. Era posible que Peter y yo tuviéramos un pasado desconocido que justificara la reacción de mi cuerpo ante él.

—No habría olvidado tu voz —aseguró.

Asentí con tristeza, fue duro perder la leve esperanza de que nuestras vidas estuvieran vinculadas.

Miré a Peter sin poder apartar mis ojos de sus labios separados, los cuales dejaban escapar el aliento entre respiraciones. La loca idea de unir mi boca a los suya se cruzó por mi cabeza. Sí, estaba dispuesta a cederle mi primer beso a un desconocido, cuando no fui capaz de dejar que Leo –quien me había cuidado, y fue el novio de mi antiguo yo por años– lo hiciera.

—Entonces, ¿vamos con Henry? Aunque podemos ir caminando si quieres.

Hasta que habló, fue que noté que seguía sosteniendo mi mano. La deslicé con delicadeza fuera de la suya y luego le pregunté, con disimulo, quién era Henry, dijo que era su chófer.

¡Obvio, tonta! ¿Cómo iba a conducir él un auto?

Peter no solo me aceleraba los latidos, me robaba el aliento y me encendía la piel, sino que me convertía en tarada.

—Por mí está bien ir con Henry —respondí, después del lapsus mental en el que me interné.

Nos subimos a su Hummer y conocí al tal Henry. No lo vi muy bien, pero sin duda era alto, su cabeza casi tocaba el techo de la camioneta y su espalda doblaba el tamaño de la de Peter. Sus ojos negros, iguales al color de su cabello, hicieron contacto con los míos a través del retrovisor. Le ofrecí una sonrisa y me gané un asentimiento.

¿Qué está mal con él? ¿Lo de Peter es contagioso?

—¿A dónde los llevo, señor?

—A dónde ella diga.

—¿Sabe llegar a Zak´s? —Henry asintió.

—No comerás en Zak´s. Llévanos a Wilfrid's —ordenó y su chófer puso el auto en marcha.

—Pero…

—Te lo debo, Carrie. Déjame hacer esto.

—Bueno, pero comerás conmigo. Se verá muy raro que coma sola. ¿No crees?

—Lo haré, pero no porque se vea mal. No me importa lo que piense la gente y a ti tampoco debería importarte —sentenció.

Fui una estúpida al cuadrado. Él pensaba que era prejuiciosa y no se trataba de eso. ¿Qué se suponía que dijera para arreglarlo? No tenía una buena idea y había aprendido que, si no tienes nada para decir, mejor no hables.

Viajamos en silencio todo el trayecto hasta Wilfrid's –el restaurant que él escogió–, quedaba más lejos que Zak´s, el lunch al que iba yo. Mi opción era económica y servía las mejores hamburguesas de Canadá. ¿Qué tenía de malo comer ahí? Se lo hubiera preguntado a Peter, pero se veía tan tranquilo acariciando a Bob que no quise molestarlo.

Me quedé absorta en él, recorriendo su cuerpo con mis ojos, preguntándome que tan suaves eran sus labios o que se sentiría ir abrazada al calor de su cuerpo.

—Carrie, ¿me escuchas?

—Eh, sí. ¿Me preguntaste algo?

—Sí, te decía que habíamos llegado.

—Ah, lo siento. A veces me quedo dormida por segundos.

¿Dormida? ¡Ja! –se burló mi subconsciente– Estaba más despierta que nunca, demasiado.

—¿Me puedes guiar, por favor? —preguntó una vez que ambos estuvimos fuera del auto. Las pulsaciones se me aceleraron con la velocidad de un suspiro. No podía creer que entraría del brazo de él, a aquel restaurant lujoso.

—¡Claro! —le grité. Sí, como si estuviera sordo. Culpen a mis nervios, eso hice yo.

Crucé mi brazo dentro del suyo y comenzamos a caminar rumbo a Wilfrid's, donde almorzaríamos. Pero, ¿a quién le importa la comida cuando a su lado tenía a un sexy y atractivo hombre que olía de maravilla? Es que su perfume apaciguaba mis nervios, me calmaba como un elixir poderoso… o quizás me estaba hipnotizando. Sí, creo que estaba entrando en trance.

A medida que avanzaba hacia el restaurant, me sentía más ridícula por llevar vaqueros, Converse y una camiseta sencilla. Mi atuendo era acorde para Zak´s, pero no para aquel lujoso restaurant. Mi único alivio fueron las palabras de Peter: «No me importa lo que piense la gente y a ti tampoco debería importarte». Si él pensaba así, entonces no tendría de qué avergonzarme.

—Tenemos lista su mesa, señor —dijo el mesonero que nos recibió.

¿Lo estaban esperando? ¿Cómo es que…? Mejor ni pregunto, sin duda Peter tiene poderes y yo no soy Louis Lane para investigar a Superman. Aunque, Spiderman iba más con su nombre.

Dejé de divagar cuando comencé a mirar los detalles del restaurant: hermosas lámparas azules tipo araña colgaban a lo largo del techo, las mesas estaban perfectamente revestidas con manteles blancos y, sobre ellas, copas, platos, servilletas y cubiertos costosos. Los asientos no eran sillas sencillas, eran sillones que variaban en color y diseño en cada mesa. Todo el piso estaba cubierto con una alfombra, que combinaba cuadros abstractos en tonos marrones y dorados.

—¿Me puedes leer la carta de vinos? —pidió cuando estuvimos sentados en una mesa para dos. Estaba muy inquieta, no sabía dónde colocar las manos o qué hacer—. Carrie, ¿estás bien? —preguntó con un tono de preocupación. No podía decirle lo incómoda que me sentía por mi aspecto, ya él había dejado en claro lo poco que le importaba la opinión de terceros.

—Sí, bien.

Le leí la carta de vinos y él escuchó con detenimiento, como si le placiera el sonido mi voz. Lo supe por su gesto, no había labios ni ceños fruncidos, se veía apacible.

La voz me comenzó a fallar en la última línea, por andar mirándolo. Me reprendí, no quería parecer nerviosa o asustada y darle una idea equivocada a Peter.

—Bien, Carrie. Ahora elige qué quieres comer —miré los precios, no el plato en sí, y me decanté por el filete de pollo a la plancha, el más económico de todos.

—El filete estaría bien —Peter asintió y levantó la mano. En pocos minutos, una mesonera se acercó y tomó nuestra orden. El mismo plato para los dos, acompañado de una botella de vino Raymond, Cabernet Sauvignon. En ese punto, ya no sabía si aquello era solo una comida o una cita.

Peter se veía sereno, contrario a mí, que me removía en el asiento con nerviosismo. Se suponía que a esa hora estaría llenándome la boca de kétchup en un lunch, y no en un restaurant con servilletas de tela y cubiertos lujosos.

—No tengas miedo de mí, Carrie —pronunció, descolocándome. ¿Por qué piensa que le tengo miedo?

—Yo no… es que no sé qué decir.

—¿Y por qué saliste corriendo cuando hablé de tu perfume? —Me sonrojé enseguida. ¿Qué le digo?

—No hui, tenía más mesas por atender —él asintió sin convicción, sabía que mi respuesta no era la verdad, pero no insistió—. ¿Por qué me esperaste hoy? —Fue mi turno de preguntar.

—Su vino, señor —nos interrumpió la mesonera. Rellenó dos copas y las puso delante de nosotros. No tardó en irse, dejando la botella en el centro de la mesa.

Peter acercó las manos, tomó la copa y cató el vino. La forma como su boca se movió al probarlo fue lo más sensual que vi en mi vida. Quise saber cómo se sentirían mis labios moviéndose sobre los suyos. Deseaba tanto descubrirlo.

—Pruébalo, Carrie —me pidió. ¿Cómo sabía que no lo estaba haciendo? De nuevo Peter y sus súper poderes me sorprendieron.

—Yo no bebo, gracias.

—Entonces será tu primera vez —murmuró con esa voz celestial e hipnótica que seducía mis sentidos—. Mueve la copa suavemente, percibe el aroma de la bebida y luego lleva la copa a tus labios para saborear el vino. Deja que tu lengua juegue con él, como si quisieras besarlo.

¡Dios bendito! Su voz melodiosa, junto con aquella descripción sensual, me tomaron entera. Haría lo que él me pidiera, cuando quisiera.

Tomé la copa que contenía aquel líquido rojo intenso y la acerqué a mi rostro. El vino olía a chocolate, mezclado con tabaco y ciruelas. Caté la bebida y la sentí aterciopelada en mi paladar. Diferencié al menos tres sabores, entre chocolate, cedro y aceitunas. Sabía delicioso, no podía negarlo.

—¿Te gustó? —preguntó, cuando el trago seguía en mi boca. Dejé que siguiera su curso hasta mi estómago y luego hablé:

—Ahora es más lógico para mí porqué existe el alcoholismo —bromeé. Mi comentario hizo que en sus labios se asomara una leve sonrisa, casi imperceptible a los ojos de otros, pero muy significativa para mí. Deseé entonces ver una amplia sonrisa dibujarse en sus labios y, por qué no, escuchar su risa.

Terminé dos copas de vino mientras Peter hablaba de su visita a un viñedo en California y de lo mucho que disfrutaba de una buena botella de vino.

Para ese momento, ya me sentía relajada, en parte por el alcohol en mi sistema, y también por lo fácil que resultaba estar con él. Su presencia despertaba en mí miles de emociones y avivaba la llama de mi curiosidad. ¿Había sido ciego toda su vida? ¿De dónde era? ¿Cuántos años tenía? ¿A qué se dedicaba? Mientras mi cabeza hacía una larga lista de interrogantes, él formuló su propia pregunta, pero en voz alta.

—¿Puedo tocarte?

—¿Qué? —repliqué, incrédula.

—Quiero saber cómo eres.

Mi estómago se retorció, formando un nudo náutico dentro. ¡Él quería tocarme ahí, delante de todos! No era el momento, ni el lugar, por eso comencé a darle una descripción de mi apariencia: rubia de ojos grises, nariz perfilada… me detuve, al ver cómo negaba con la cabeza.

—Quiero sentirte, Carrie. Recorrer tu rostro con mis manos. Descubrirte —afirmó.

Todo mi sistema colapsó al escucharlo y entré en pánico, no del tipo que te congelas en el lugar, sino del modo salir corriendo y no detenerte hasta darte cuenta de que te comportaste como una niña tonta y asustadiza. Sí, eso hice, hui del restaurant como el día que me escondí en la cocina de Bernie´s.

—¡Estúpida! —grité en medio de la calle. No solo por abandonar a Peter, sino por dejar mi bolso en el restaurant, en el que estaba mi dinero y las llaves de mi apartamento. Pero no volvería, regresar sería vergonzoso. ¿Qué le iba a decir? «Lo siento, Peter. Tengo veintiocho años y me comporto como una niña de diez porque perdí la memoria y me aterra que me toques… o me beses». Eso se habría escuchado tan bien.

Sin otra opción, tomé un taxi y, al llegar a mi edificio, le pedí que me esperara unos minutos. Ming fue mi salvación, me prestó dinero para pagar la tarifa. ¡Suerte que estaba en el apartamento!

Luego de darle el dinero al taxista, subí por las escaleras los dos pisos que me llevaron de regreso al apartamento de Ming. Era hora de contarle lo que había pasado con el ex hombre misterioso.

Estábamos sentadas alrededor de un kotatsu[1], tomando el té verde que preparó, cuando comencé a contarle todo, con pelos y señales. Desde nuestra primera conversación, lo del parque, las emociones que desataba en mí y, por supuesto, los acontecimientos más recientes.

—¡Wow! Quien iba a decir, que debajo de toda esa mugre y repelencia, se escondía un bombonazo —comentó con una sonrisa pícara.

—Tengo tanto miedo, Ming—dije con un suspiro—. No tengo ni idea de cómo besar a alguien. ¿Y si lo hago mal? ¿Y si odia mis besos?

—¡Oh mi Dios, Nat! No tienes que saber cómo, solo deja que pase. Y, además, quizás sí sepas. Olvidaste tu pasado, pero no lo demás. Nadie tuvo que enseñarte a comer, caminar, o vestirte. Es igual con los besos, tu cuerpo sabrá reaccionar.

—¿De verdad lo crees?

—Sí. Así que deja los miedos y cuando ese hombre aparezca de nuevo, no huyas. Tómalo por el cuello y bésalo.

Lo que Ming decía tenía sentido, pero no sabía si haría eso si él volvía. Ojalá el miedo se borrara con argumentos, pero no es tan fácil como suena.

—Vamos a dormir, que mañana toca trabajar —anunció.

La seguí a la habitación, me cambié la ropa por un pijama que me prestó, y me tumbé a su lado, para intentar dormir.

***

Estaba llenando una taza de café de la máquina de expreso cuando escuché una voz hablar detrás de mí.

—Señorita Carrie, le traje su bolso —me giré y vi a Henry, el chófer de Peter, sosteniendo en su mano mi bandolero de tela. De inmediato en mi cabeza sonó una alarma, cual sirena policiaca, que gritaba «corre». No entendía por qué siempre sentía ese deseo de huir cuando algo me abrumaba.

—Gracias —murmuré apenas—. Dígale que lo siento, que…

—Puede decírselo usted. Está ahí fuera en su auto.

—¿Él… me está esperando? —balbuceé.

—Creo que sí, aunque no me lo dijo.

¿Qué hago? ¿Salgo? ¿Me atreveré a subirme a su auto? ¿Dejaré que me toque como él quiere? Las preguntas no dejaban de llegar a mi cabeza.

—Yo te cubro —dijo Ming. La miré con los ojos entornados. Ella guiñó un ojo y me empujó fuera de la barra.

Él estaba ahí, mi amiga me iba a cubrir, ¿por qué lo seguía pensando? ¡Ah, sí!, por el bendito miedo. Entonces recordé la charla que tuve con Ming la noche anterior y me dejé de tonterías. Me quité el delantal y salí del café, rumbo a la Hummer de Peter. No crean que no estaba asustada, lo estaba, y mucho, pero mi deseo de descubrir qué pasaría atropelló al miedo.

Mientras andaba por el bordillo, me ajusté la blusa amarilla sin mangas que llevaba esa mañana, me aseguré de que mi cola de caballo estuviera bien recogida, alisé las arrugas inexistentes de mis vaqueros y hasta comprobé mi aliento. Al parecer, todo estaba en orden, menos mi corazón, ese estaba demasiado furibundo para entrar en la casilla todo en orden.

Antes de abrir la puerta del auto, miré mi reflejo en el cristal. La combinación de mejillas rojas y ojos entornados provocaron que el miedo se levantara del suelo y escalara de nuevo al puesto uno de mis emociones.

—No huyas. Por favor, no huyas —dije, entre inhalaciones.

Me armé de valor, tiré de la manija de la puerta y luego subí al auto. Peter reaccionó de forma automática, girando la cabeza hacia mí, cuando me deslicé a su lado en el asiento. Bob no estaba ahí, solo éramos él y yo. ¡Los dos solos! El pánico comenzó a crecer en mi interior, pero entonces sucedió lo más inesperado y maravilloso que puede presenciar alguna vez, él sonrió. Aquel gesto estremeció mi interior, duplicó los latidos de mi corazón –ya acelerados– y me arrebató el aliento.

[1]Marco de mesa hecho de madera y cubierto por un futón o una cobija pesada

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