Inmensurable
Inmensurable
Por: Alex A.
Prefacio

Al amar a alguien, encuentras un horizonte. Al amar a alguien, encuentras algo que te impulsa a seguir adelante, aun sí estas equivocado, aun si has fallado antes. Al amar a alguien, lo bueno se convierte en mejor, el gris en color, la labia en verdad.

Esa mañana, una vez más, despertó con el corazón afligido.

Los dorados rayos del sol se filtraron por entre los resquicios de la cortina, arrojando su cálida luz sobre su rostro. Una solitaria lágrima tuvo la osadía de salir de entre su ojo derecho, recorrer su mejilla y mojar la almohada. De nuevo soñó con ella y el recuerdo de su femenina presencia no hizo sino amargarle la mañana. Se limpió con furia el rostro. El olor de café recién preparado llamó su atención. Era sábado.

Al salir de su habitación, se arrastró hacia el espejo de la sala. Sus ojos rojizos le devolvieron la mirada, por lo que se encaminó al baño a lavarse el rostro. Cuando salió, apenas y se sintió mejor. El agua, tan vital para otros, tan mundana para él, no hizo sino hacer más claros sus amargos pensamientos. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Caminar hacia la cocina, sonreírle a su madre, y fingir que se sentía bien? No. La hipocresía nunca fue uno de sus defectos.

Volvió a su habitación, cerró la puerta colocando con fuerza el seguro y se arrojó a la cama. Su celular vibró en ese momento, arrancando una punzada de su corazón, una leve esperanza, un sueño casi perdido. A pesar de saber que no era ella, igualmente se sintió desilusionado cuando solo encontró un mensaje de uno de sus amigos.

Vmos a tomr”. Rezaba el texto, escueto, como una invitación, como un posible desahogo, como una solución para sus problemas.

Cuando bloqueo el celular, después de aceptar con un simple “a las 2 en el parque”, el fondo de pantalla con los catorce corazones le tomó por sorpresa. Seguía ahí, sin que la voluntad, o acaso la fuerza de carácter fuesen suficientes en su corazón para borrarlo ya, para arrancar ese recuerdo y forzarlo al olvido. Después de todo, era una de las últimas cosas que le quedaban de ella, uno de los últimos resquicios de alegría. Atormentado, cerró los ojos y dejó el aparato sobre la almohada.

¿Qué haría ahora? ¿Qué podía hacer al sentirse tan triste, tan alejado del mundo, tan alejado de la alegría y de la luz, del color de las cosas?

<<Seguir adelante>>. Se dijo a sí mismo. Y lo haría, por supuesto que sí. Su vida de ningún modo estaba acabada, su mente y su corazón encontrarían el camino para dejar atrás la traición y encontrar la paz; lo lograrían, algún día, lo sabía muy bien. Pero por supuesto ese sábado, a esa hora y en ese instante, no era el momento.

Su madre golpeó la puerta, ordenándole que salga. Su llamado no tuvo respuesta. Resignada después de algunos minutos, la mujer se retiró, preocupada por su hijo mayor. Dentro de la habitación, el muchacho contemplaba la pared como si se le fuese la vida en ello. Al voltear y volcar su mirada sobre su escritorio, sus ojos encontraron el último regalo que ella le dio.

“Te amo”, rezaba el pequeño letrero que acompañaba la caja donde alguna vez unos chocolates Nestlé, los más baratos, descansaron. Mismos chocolates que ella le regalo a él, su amante, la noche que forjó su traición.

<<Su amante>>. La palabra le parecía demasiado fuerte. ¿Pero que más podía ser él? ¿Acaso existía otro término para nombrar a un innombrable? Los viejos dirían que estaba exagerando un amor de juventud, pero ellos, con sus corazones arrugados y sentimientos marchitos, no entenderían lo que él sentía. — ¡Quién es el mundo para juzgarme! —Gritó para sus adentros—.  ¡Quién eras tú para traicionarme! —Musitó, en la soledad de su habitación.

No pudo más. Las lágrimas cayeron, cálidas, sobre sus brazos. El sentimiento le llevó a pronunciar el nombre de su victimaria, de su atacante, de la que alguna vez llamó su gran amor, rogando porque vuelva, rogando porque él la quería, y ella, como quién desprecia algo insignificante, le olvidaba. Sufrió, se abrazó, se revolcó, patético, en su cama. Nada sirvió. Como un estúpido, lloró por quién no lo merecía.

El atardecer, frío y cruel, caía sobre el barrio de los pinos.

Una densa neblina le encontró a esa hora sentado en las gradas de cemento de un parque, sirviéndose un vaso de puntas. A su lado, su amigo le ofreció un brindis por los malos amores, que aceptó con avidez. Bebió, volvió a beber, compró más licor y lo ingirió como un enfermo ingiere paracetamol creyendo que va a mejorar, sin saber que solo está paleando el dolor.

Cuando la noche cayó, miles de luces se recortaban en el horizonte oscuro del cielo de Quito. Grises nubes anunciaban lluvia, gris neblina caía sobre los desprevenidos. En medio de la calle, con las farolas de los postes formando extrañas sombras sobre sus cuerpos, dos muchachos ebrios caminaban en dirección a ningún lugar.

Uno de ellos, en medio de la confusión de su mente, maldijo por centésima vez a la mujer que tanto daño le hizo, reconociendo por fin, que él también le traicionó.

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