Las luces de la oficina están apagadas cuando regreso, solo el resplandor de la luna ilumina mi escritorio. Son las diez de la noche y sigo esperando como una tonta, como si él fuera a aparecer de repente con alguna explicación que lo arregle todo.
Pero no viene.
Tal vez está en algún hotel de lujo, en una habitación con sábanas de seda, haciendo las paces con Claudia de la única manera que los matrimonios saben. La imagen me revuelve el estómago, pero no puedo evitarla. Es más fácil pensar en eso que en la otra posibilidad: que simplemente no quiere verme.
Decido irme.
La lluvia ha cesado, pero el aire sigue cargado, pesado, como si el cielo contuviera la respiración. Camino hacia mi apartamento con pasos lentos, sintiendo el cansancio en los huesos.
Y entonces lo veo.
Jesús está sentado en las escaleras de mi edificio, la espalda apoyada contra la puerta, la cabeza entre las manos. Cuando alza la vista al escuchar mis pasos, algo en mí se quiebra.
Sus ojos están rojos,