CAPÍTULO: El sol que bailó en el cielo de Río
El calor de esa tarde no era solo del clima. Era del alma.
Sol Geórgia se miró al espejo y respiró hondo.
Las chicas del equipo la rodeaban como si fuera una obra de arte en proceso: una ponía las últimas piedritas en el corpiño dorado; otra aplicaba glitter líquido sobre sus clavículas morenas; otra, con manos suaves, le peinaba los rizos con un gel especial que les daba brillo de agua y luz de estrella. Ella cerraba los ojos, dejándose hacer, pero dentro… una ansiedad cálida le recorría el pecho.
—Você vai brilhar mais que o próprio sol hoje, Solzinha.
(—Vas a brillar más que el propio sol hoy, Solcita.)
Le decían siempre. Y hoy, más que nunca, era cierto.
Llevaba puesto un conjunto dorado con pedrería y plumas que se abría en la espalda como un halo. Era el sol de la carroza.
Pero no un sol cualquiera. El sol del verano brasileño.
Ese que arde, que ilumina, que marca la piel, que hace que la samba se sienta en los hueso