LVIII. La muerte

A la lejanía escuchaba aquella voz.

—Kant —su amada Lucia pronunciaba su nombre con tristeza— no me dejes

El joven rey tuvo las inmensas ganas de abrir sus ojos y calmar el llanto de su amada, pero no podía. No podía.

¿Por qué?, —se cuestionó mentalmente— ¿voy a morir?

Entonces una luz quemo sus ojos.

¿Qué está pasando? —se preguntó mentalmente

Elevo sus manos hasta su cabeza y sus ojos suavemente se abrieron. Yacía en un lugar donde solo se extendía el color blanco, un aroma suave y dulce invadió sus fosas nasales.

Lucia —pensó

—No soy ella —una cálida voz pronuncio aquello a sus espaldas, Kant giro sobre sus talones sintiendo el aire fresco rozar su piel

Abrió sus labios, se mostró sorprendido. Frente a él una mujer lo observaba con detenimiento.

—¿Me recuerdas? —Kant se mantuvo en silencio, hasta que recordó aquel rostro, aquella voz, aquella calidez

—Madre

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