Sentado en un restaurante elegante y tranquilo, escondido en medio del bullicio de la ciudad, Efraín observaba, desconcertado, el apetito voraz con el que Claudia devoraba su platillo.
—Oye, ¿en serio que tienes buen apetito?
Hizo una seña al mesero y pidió otra porción para ella.
—Gracias. La verdad es que últimamente me da muchísima hambre.
Claudia levantó la vista y sonrió, con una mancha de salsa en la comisura de los labios. Él le alcanzó una servilleta. Parecía increíble cómo había cambiado de la noche a la mañana. La mujer que siempre se había preocupado tanto por su apariencia ahora se mostraba completamente despreocupada.
—Ay, gracias.
La tomó, un poco apenada, y se limpió la boca.
Efraín la miraba con curiosidad y finalmente no pudo contenerse.
—¿Ya no te preocupa mantener la línea? ¿O pasó algo malo hoy? A veces comer ayuda a desahogarse.
Ella dejó los cubiertos, apoyó la barbilla en la mano y levantó una ceja.
—¿Crees que esa es la única razón por la que una mujer comería