El mundo se había oscurecido tras el grito de Isabel.
Los mellizos, robados, el corazón de Ares, desgarrado, el instinto de Henrry, desatado, y Lucía… Lucía lista para arder por los suyos.
—¡Fueron hacia el bosque negro! ¡No están solos! —Rugió la mujer, con los ojos encendidos por una furia que quemaba más que el sol del mediodía.
El bosque negro, lugar de leyendas prohibidas, de criaturas que se alimentaban de sangre y miedo. Nadie entraba allí y volvía siendo el mismo.
Ares no lo pensó. Su rugido fue el de un Dios antiguo. Su cuerpo se transformó antes de tocar el suelo: pelaje oscuro como la noche sin luna, ojos rojos como carbones vivos, garras afiladas como cuchillas.
Henrry no necesitó palabras, ya era una sombra corriendo al frente de Lucía, una mezcla de humano y bestia con los sentidos llevados al límite, pero había algo que no sabían.
La traición ya había germinado mucho antes de ese día.
Una de las sirvientas más cercanas a Isabel, Arlena, una mujer de cabellos oscu