El sonido tenue de los pájaros matutinos se filtraba por la ventana entreabierta de la casa de ana Lucía, entremezclado con la brisa fresca que anunciaba un día cálido. El cielo, apenas cubierto de nubes, dejaba entrar un haz de luz dorada que se deslizaba sobre el borde de la cama, acariciando la colcha con una ternura casi burlona.
Ana Lucía abrió los ojos despacio, como si temiera enfrentarse al peso del día. Su mirada vagó por el techo blanco, luego a la pared desnuda frente a ella. Sus pupilas aún nubladas no hallaron consuelo. El despertar no trajo descanso, sino esa pesadez muda que queda tras una tormenta emocional.
Extendió la mano por puro reflejo al otro lado de la cama, tanteando el colchón con los dedos, buscando algo familiar.
La cabecita de Emma.
Solo la tela fría. Solo la almohada sin forma, sin aroma de niña, sin los cabellos suaves que solía acariciar al despertar, cuando la pequeña se escabullía a su habitación.
Ni una vocecita pidiendo cereal con voz cantarina. Ni