Sus pasos rozaban en el cemento pulido, el polvo opaco se fijaba a las suelas de sus zapatos y en la tela de su ropa, pero no a su piel, ni a sus cabellos rubios de ángel. Él podía pasar por los pasillos anchos, llenos de años de vandalismo y descuido, sin hacer el menor ruido. Pero él quería hacerse sentir, que quien sea que lo estaba esperando supiese que no tenía miedo, que estaba listo. Ni siquiera tenía un arma, no la necesitaba, prefería sentir la piel endurecida romperse, sangrar, y volverse cenizas y polvo; con las manos la muerte era mucho más íntima.Sus ojos oscuros miraron de reojo el avance de una rata, gorda y marrón. Desde que entró había tratado de respirar lo menos posible, todo apestaba, y aunque no necesitaba del oxígeno, no se permitiría prescindir de ninguno de sus sent
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