3.

—Creí que no aceptaría —dice Nora mientras su padrastro se levanta lleno de alegría y aplaude al aire, viendo al cielo como si este fuera el responsable de su buena suerte y no su hijastra—. ¿Qué lo convenció? 

—Me preguntó si era tan hermosa como su voz sonaba… —dice el abogado con media sonrisa, acercándose a la monja—. Le dije que lo era aún más.

Nora permanece en silencio y un temblor sacude su cuerpo. 

—Mañana será la boda, antes de que camine hacia el altar le entregaré el contrato actualizado y listo, con eso terminamos el proceso —retoma el abogado guardando los papeles en su portafolio.

—¡¿Mañana?! —grita Nora sorprendida—. No puedo salir así de aquí. Creí que habría más tiempo…

—Hoy vendrás conmigo y pasarás la noche en casa —dice Brunetti recobrando la compostura y acariciando el brazo de Nora en un intento torpe para consolarla.

—Bien… mañana llegarán temprano por ustedes para movilizarlos a donde será la boda. Con su permiso.

El abogado se despide con una ligera inclinación de cabeza y se dirige hacia el enorme portón, saliendo del convento y dejando a Nora desconsolada, con su padrastro que parece haber vuelto a nacer. 

—Todo saldrá bien, ya verás… —dice Brunetti acomodándose la corbata—. Fue muy inteligente tu negociación. Una vez te cases con él, tal vez logres por fin que perdone mi deuda…

—Si lo hice fue por mi madre y por tus hijas —dice Nora tomándolo de la solapa del saco—. No tienes vergüenza. ¿Cómo pudiste venderme? ¿Qué tan egoísta eres para haber hecho algo tan ruin? 

Brunetti se queda por un momento viendo a su hijastra directo a los ojos, sin remordimiento. Cuando percibe que la mayoría de las monjas se han ido del lugar, la toma de un brazo y comienza a jalarla hacia la puerta.

—¡¿Qué haces?! —grita Nora queriendo liberarse del agarre de Henry. 

—Tengo que sacarte de aquí y llevarte a casa.

—¡No puedes sacarme así! ¡Tenemos que hablar con la madre superiora! 

—¡¿Qué hago si dice que no?! —grita Henry desesperado—. ¡Ahora o nunca!

Con un último jalón la hace atravesar las puertas del convento ante los ojos de algunas novicias y monjas rezagadas. De inmediato corren a avisar a la madre superiora, saben que específicamente la madre Nora no puede salir sola del convento, pero es muy tarde, Henry ha metido a Nora al auto y acelera a toda velocidad por la calle, alejándose cada vez más.

La casa era pequeña pero acogedora, era donde había crecido Nora y después de todo el tiempo transcurrido su cuarto permanecía exacto a como lo había dejado. Era su lugar seguro y su refugio.

Nora se deja caer sobre la cama, agotada y mareada. Sus manos no han dejado de temblar desde que escuchó la voz de Franco D’Angelo y sucumbe al pánico que le genera saber que mañana se casará con él, sin haberlo visto nunca en la vida. 

—Podemos ver la forma de… —dice su madre contra la puerta cerrada de la habitación, ansiosa, sintiendo que traiciona la seguridad del resto de su familia— …empacar suficiente ropa… —Se acerca al clóset y lo abre, viendo todas esas prendas viejas.

Irene no comprendía por qué Henry había entregado a Nora y no a Abril. Esta era la hija de Brunetti con su anterior esposa e Irene sentía que era como si este hubiera agarrado de su cartera dinero para pagar una deuda que a ella no le correspondía. Saber que perdería a su hija, lo único que le quedaba de ese matrimonio accidentado, inconsistente, pero lleno de amor con Nicolás Beretta, la hacía sentir robada. 

—Puedo pedir un taxi y salimos por la ventana para que nadie nos vea —añade mientras mete algunas prendas en una maleta.

—Mamá… Cami aún te necesita, es muy pequeña y está enferma —dice Nora levantándose de la cama y poniendo ambas manos sobre los hombros de su madre.

Irene se deshace con su tacto, llora contra la puerta del clóset y se aferra a ella como náufrago a su balsa en medio del mar.

—Lo siento tanto —dice entre lamentos y abraza a Nora—. Yo no sabía… no sabía que sus deudas eran tan grandes y mucho menos que eran con D’Angelo. ¿Quién diría que tu padre cometería algo tan estúpido? 

—Él no es mi padre…

A Nora nunca le había gustado que dijeran eso. Su padre jamás la hubiera vendido, jamás se hubiera endeudado con unos asesinos y traficantes. Su padre había sido un hombre generoso y bueno, tal vez ausente en casa, pero se preocupaba por su familia y la protegía de todo.

—Durante el camino para acá lo vine pensando. Si me quedo en el convento, vendrá D’Angelo y me matará junto a todos ustedes. Si salgo del convento, solo yo moriré. Así qué… prefiero ser yo quien se arriesgue —dice Nora con la mirada cargada de lágrimas y recordando esa vieja amenaza que la mantenía enclaustrada.

—Ruego al cielo que Dios te proteja, mi niña —dice Irene acercándose a Nora con dolor, abrazándola y besándola.

—Ni el cielo ni Dios pueden hacer algo —responde Nora—. Incluso sospecho que es mi penitencia tardía. La vida me está cobrando el egoísmo que derroché años atrás.

Al día siguiente Nora sale de la cama y parece autómata, haciendo todo por inercia, con la mente en blanco, ni siquiera el agua de la regadera la hace despertar de ese trance. Baja las escaleras portando unos vaqueros azules, una blusa blanca y una cruz dorada rodeando su cuello, jamás se separa de ella. Es la novia más desafortunada, pues el día de su boda se está convirtiendo en el más horrible de su vida.

—¿Estás feliz? —pregunta Cami en una videollamada directa del hospital.

Camila era la hija que tenían en común Henry e Irene. Sufría de ataques de asma constantes, pero esta vez todo se complicó con un cuadro de neumonía que la arrojó al hospital, generando una cuenta muy alta para los bolsillos de sus padres. La pequeña Cami, con apenas seis años, había desarrollado una empatía muy profunda hacia Nora, así que al saber que su hermana mayor se iba a casar fue la única que lo tomó a bien.

—No mucho —dice Nora acercándose al aparato.

—¿Por qué? ¡Hoy te casarás! Tendrás un vestido blanco muy bonito y comerás mucho —dice la pequeña como si ese fuera el objetivo de un matrimonio—. ¿Tu novio es guapo? 

Irene intenta mantener el celular firme, pero su mano tiembla conforme la conversación sigue. Le enternece la inocencia de Cami y le horroriza el destino de Nora.

—No lo sé… —responde Nora y sus entrañas se retuercen.

Había visto suficientes noticieros para saber que la mayoría de los capos y traficantes eran viejos, barrigones, calvos y feos. Pensar en eso la hace temblar. 

—Cami, deja a tu hermana, está nerviosa —dice Irene girando el celular hacia ella e intentando sonreír a la cámara.

De pronto alguien toca a la puerta y todos se sobresaltan como si en vez de golpes, fueran disparos. ¿Ya habían llegado por ellos? Henry atiende y se pone nervioso al ver a la consejera de D’Angelo con ese gesto frío e inexpresivo.

—¿Está lista la novia? —pregunta Sandra con las manos descansando sobre su regazo.

—¿Eh?… Sí… Aquí está —responde Brunetti.

Nora se asoma permitiendo que la consejera pueda verla por encima del hombro de Henry. La monja se veía más hermosa sin ese hábito que la cubriera. Sandra no podía creer la suerte que había tenido su hermano al encontrarla. 

—¿Nora Beretta? 

—Madre Nora Beretta —corrige Nora, acercándose.

—Y próximamente: señora D’Angelo —añade Sandra y le señala con la mano una de las tres camionetas negras y blindadas que permanecen con el motor encendido—. Por aquí.

Le ofrece la mano a Nora y esta, con algo de temor, la toma mientras su otra mano se aferra a la cruz que cuelga de su cuello.

Llegan a una enorme finca, con altos arcos y jardines amplios que parecen no tener fin. Nora se queda por un momento fascinada viendo a su alrededor, nunca había estado en un lugar tan grande y hermoso. 

—Por favor, por aquí —dice Sandra.

Vuelve a tomar a Nora de la mano y la guía hacia el interior del lugar, apartándola del resto de su familia e internándola en un cuarto donde un grupo de mujeres la esperan, así como el vestido de novia. 

Se trataba de un vestido con una cola amplia y un escote en forma de corazón; la tela se veía tan suave y delicada que tuvo tentación de tocarla. Tenía un velo hermoso que cubriría su rostro y un ramo de lirios frescos de color rosa con lunares más oscuros.

—Hay que empezar de inmediato —dice la consejera y tronando los dedos hace que todas las ayudantes comiencen su labor. 

Maquillan el rostro de Nora que llevaba años sin una gota de rímel o corrector. Recogen su cabello y dejan un par de mechones libres que enmarcan su rostro. Cuando están a punto de desnudarla para colocarle el vestido, alguien toca a la puerta. Es el abogado que entra con el contrato corregido.

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