Vendida al Mafioso
Vendida al Mafioso
Por: Sathara
1.

Cada paso que da hacia el altar se siente como si miles de clavos se encajaran en sus pies, el corazón le late en la garganta y pareciera que este se expande tanto que obstruye su tráquea evitando que pueda respirar con normalidad. Clava su mirada en el ramo de lirios frescos entre sus manos y recorre el camino de pétalos. Cada mirada se clava en ella, viéndola con admiración y gozo, sin apreciar el verdadero martirio que está viviendo. El velo cubre el horror de su rostro y por eso nadie se percata de que está muerta de miedo.

Solo cuando está cerca de llegar al altar se digna a levantar la mirada hacia su futuro esposo, un hombre que jamás había visto en su vida y no esperaba que llegara. Sus ojos son azules como un par de zafiros y su cabello castaño está peinado hacia atrás. Es la clase de hombre que ves posando en una revista o manejando un auto caro y lleno de mujeres, sus rasgos son varoniles y atractivos y tal vez en otro momento Nora caería perdidamente enamorada de él, pero ella no era la mujer correcta para un mafioso y él no era el hombre correcto para una monja. Simplemente las circunstancias no eran adecuadas y bien dicen que lo que empieza mal termina mal, pero ¿cómo inició todo este embrollo? ¿Qué orilló a Nora Beretta, una monja consagrada, a casarse con Franco D’Angelo, el jefe de su clan y parte de La Cosa Nostra? Bueno, eso se explica fácil.

Unos días atrás…

El señor Brunetti permanece en una habitación oscura, sentado en la única silla y debajo de la única luz. Temblando y empapado en sudor, su mirada pasea nerviosa. La oscuridad del cuarto no le permite ver que tan profundo es y si hay alguien a su alrededor, aunque lo más seguro es que esté completamente rodeado. ¿Cuál había sido su error? Pedir dinero prestado a la familia D’Angelo, uno de los clanes más fuertes de «La Cosa Nostra».

En una de las paredes de ese oscuro cuarto, detrás de un vidrio de una sola vista, Franco D’Angelo junto a su hermana Sandra ven con atención al pobre Brunetti, tembloroso y patético. 

—No tenemos tiempo para esto. ¿Qué haremos con la invitación de Grimaldi? —dice Sandra dando golpecitos con la punta de su zapato en el piso.

—Haremos lo que tenemos que hacer —responde Franco con una sonrisa malévola, en su mente integrando a sus planes al pobre de Brunetti.

Lorenzo Grimaldi era el líder de La Cosa Nostra, ya era viejo y con un padecimiento mortal. Para su mala suerte nunca pudo tener hijos y ahora que estaba a unos pasos de la muerte, sufría la desesperación de no tener a quien heredar su cargo y mantener a los clanes unidos. Sabía que la lucha de poder sería sanguinaria, por eso había hablado con los clanes más fuertes en secreto para así escoger al líder más apto y que este tomara su lugar. Entre ellos estaba seleccionado Franco D’Angelo.

—Si piensas entrar en la contienda, tendrías que estar buscando esposa y no perdiendo tu tiempo con deudores tan patéticos —dice Sandra señalando con apatía a la pobre alma que los espera en la sala.

—Escuché que Brunetti tiene hijas… —Se lame los labios y su sonrisa se hace más grande—. Bien podría aportar una a la causa.

—¿Casarte con una desconocida? —pregunta Sandra levantando una ceja.

Grimaldi había dejado en claro que quien tomara su lugar debía tener esposa, para que no sufriera lo mismo que él y tuviera herederos. Además, era un viejo romántico que consideraba que una mujer te podría traer equilibrio a tu vida, calmar esos arranques de ira que suelen nublar el juicio y traer estabilidad a las decisiones importantes.

—No perdemos nada… Si no funciona, la desaparecemos —añade D’Angelo con una sonrisa amplia, listo para hablar con el viejo deudor. 

La puerta de la habitación se abre dejando entrar una luz cegadora que obliga a desviar su rostro a Brunetti. Entra Franco y un hombre mal encarado sale de entre las sombras y coloca una silla para él. 

—¡Franco! ¡Eres tú! —grita aliviado el señor Brunetti—. Creí que quien vendría sería tu padre.

Franco no puede más que sonreír de lado, emocionado y a la vez triste por la noticia que tiene que dar.

—Mi padre murió, Brunetti. Ahora yo tengo su lugar. Llámame: «Don» D’Angelo.

Brunetti abre los ojos y la boca, sintiendo que el poco aire que tenía salió de sus pulmones como si hubiera recibido el golpe indicado para sacárselo. 

—Entenderás que esa deuda ahora la tendré que cobrar yo —dice D’Angelo con aires benevolentes.

—Don D’Angelo, deme un par de meses, le prometo que le pagaré hasta el último centavo —Su voz suena a que quiere llorar y tal vez se hincaría suplicante si no sintiera miedo de hacer un movimiento brusco y terminar acribillado. 

—¿Has venido hasta acá solo para pedirme un par de meses? —pregunta D’Angelo con arrogancia.

—No… mi hija, la menor, está muy enferma y necesita medicamentos. Es asmática y presentó un cuadro de neumonía —responde Brunetti apelando a los buenos sentimientos que pueda tener Franco en el corazón, si es que tiene uno—. Si puede darme un poco de dinero, le juro que le regresaré todo, la deuda más lo que me pueda ofrecer hoy, dentro de dos meses. Lo prometo. 

—Dime… ¿en qué perdiste todo el dinero que te dio mi padre? —pregunta D’Angelo viéndose los dedos con desinterés, como si el triste caso de Brunetti no causara ni el mínimo sentimiento de lástima en él. 

Brunetti baja la cabeza, apenado y temeroso de que su respuesta le provoque la muerte.

—Jugando póker —responde arrepentido.

—Supongo que no eres muy bueno, por eso estás aquí frente a mí.

—¡Lo era!, pero la suerte… no estuvo de mi lado… —dice Brunetti alterado, queriendo convencer a D’Angelo de su habilidad—. Gané mucho dinero, pero… de igual forma lo perdí.

—¿Crees que en una mano de póker podrías ganarme? —pregunta D’Angelo prestando un maquiavélico interés en cada reacción del rostro de Brunetti.

Este vuelve a adoptar esa cara de miedo y se queda petrificado, con las manos sobre sus rodillas, limpiándose el sudor contra el pantalón.

—Dilo, con confianza… En mi caso, yo soy un pésimo jugador, no me molesta admitirlo —dice D’Angelo levantando los hombros—. Piénsalo, esa sería una solución. Ganarme y así saldar tu deuda. Además, te daría el dinero que necesitas para tu hija, pero… para que podamos jugar necesitas apostar algo.

—Pero… ¡Yo no tengo nada! —exclama Brunetti presa de la desesperación.

De pronto Sandra entra haciendo que el repiqueteo de sus tacones llegue a cada rincón de la habitación. 

—¿Tiene hijas, señor Brunetti? —pregunta Sandra con un tono suave y estudiado. El que utilizaría fríamente cualquier cajera de banco. 

—¿Hijas? 

De pronto parece una pregunta muy complicada para él.

—¿Las tienes o no? —interviene D’Angelo perdiendo la paciencia.

—Sí… sí tengo… dos… bueno, tres —corrige recordando a la hija de su mujer. 

Nora Beretta, con su hermoso cabello negro tan oscuro que azuleaba y sus ojos grandes y castaños. Era la clase de mujer que podría ser modelo y hasta actriz por la belleza tan desmedida que hasta los ángeles envidiaban. 

—¿Tienes fotos? —pregunta D’Angelo sin mostrar mucho interés. 

De inmediato Brunetti busca con torpeza en el bolsillo de su pantalón, sacando su celular. La luz de la pantalla ilumina el rostro angustiado del hombre y busca en su galería la última vez que Nora visitó la casa. 

—Aquí están las tres… —dice Brunetti acercando su teléfono hacia D’Angelo.

Los hermanos pasan la mirada en las tres muchachas, las dos mayores cargan con alegría a la más pequeña en el centro y parecen estar disfrutando del momento, mostrando una amplia sonrisa y unos ojos llenos de brillo. D’Angelo frunce el ceño y sonríe divertido al notar los hábitos de Nora.

—¿Monja? —pregunta con mirada burlona.

—Sí, ella es Nora y… lleva un par de años en el convento —dice Brunetti tronándose los dedos.

—Es muy bonita —dice Sandra acercando más la imagen. 

—¿Por qué…? —Brunetti no termina la pregunta cuando lo interrumpen.

—Por cuestiones que claramente no quiero explicarte, porque no necesitas saberlas —dice D’Angelo resoplando—. Tienes hijas muy bonitas. Las tres son hermosas, pero una de ellas es demasiado joven para lo que quiero. —Sonríe con picardía dejando en claro parte de sus intenciones—. ¿A quién me darías tú? ¿Qué hija sacrificarás? —pregunta deleitándose por hacer más grande el sufrimiento de Brunetti.

—A Nora —responde sin dudar y deja a ambos hermanos sorprendidos—. Me refiero a que… ella es muy linda y acomedida… y…

—Bien… —interrumpe D’Angelo a Brunetti—. Entonces será Nora lo que apostarás —añade con una sonrisa—. Me agrada, se ve linda y el hecho de que sea una monja lo vuelve interesante.

—¿Estás seguro? —pregunta Sandra con incertidumbre.

—Seguro. Pongan la mesa, jugaremos póker —dice D’Angelo saboreando la victoria desde antes de tener sus cartas en la mano.

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