Capitulo IV

Las agujas del reloj marcaban las doce de la noche y el cielo empezaba a desligar  pequeñas gotas de lluvia. El temporal no cedía sus malos días, ni siquiera en junio cuando un cielo ligeramente nublado y temperatura de 15°C se consideraba un verano convencional. La habitación estaba sumergida en una impetuosa oscuridad para comodidad de Kisha quien yacía sentada en una esquina de la estancia observando con detenimiento a Sonya. Los ojos de la inhumana estaban pintados de color carmesí para que la falta de luz no cohíba su visión. A diferencia de Raymond, ella apoyaba los ideales del conde y de su raza. No le disgustaba sanar o salvar humanos siendo consciente que amparar a la especie más débil de la creación era el propósito de su existencia. Lamentaba que su amigo y edecán de la tribu desestimara sus creencias, aunque no podía culparlo, después de todo sus protegidos también eran sus verdugos.

Los parpados de Sonya se levantaban despacio, mientras trataba de acomodar su distorsionada visión. El dolor que magullaba su cuerpo se había transformado en una tenue molestia, venturosamente. El gemido de aflicción que emitió en su intento por sentarse advirtió a la vampira de su despertar.    

-¿Cómo te sientes? –La voz de Kisha le hizo saber a Sonya que no estaba sola. Seguía acostada sobre su propia espalda así que no lograba ver a su acompañante, aunque bien sabía que se trataba de un vampiro.

-Estoy mejor. –Aseguró la enferma. La cuidadora se levantó de su asiento y se aproximó a la humana. Sonya se sorprendió al ver el brillo carmesí de los ojos de Kisha. No podía evitar asustarse, levemente, cuando compartía un espacio tan reducido con un vampiro. Dieciséis años de edad medían la vida de Sonya. Dos décadas y un poco más escuchando los credos extremistas de su abuelo quien le recordaba, día tras día, que los vampiros eran los servidores de Lucifer. En un pasado, no tan cercano, Sonya creía coincidir con los pensamientos de Cedric, pero no era más que una niña creyendo en historias que le narraban como si fuesen leídas de un cuento de los hermanos Grimm.

-¿Necesitas algo? –Inquirió nuevamente Kisha. La joven negó y agradeció su preocupación. Su cuidadora eludía el estereotipo de bestias sanguinarias con la que el senil purificador describía a los aliados del conde. Kisha ayudó a Sonya a sentarse, apoyando su espalda en el cabezal de la cama. La humana era un chica de tez bronceada y ojos grises, su actual y persistente estado de salud no la hacían relucir en todo su esplendor, aún así tenía suaves matices de belleza que no la abandonaron.

-¿Cuándo podré ver está al conde? –Cuestionó la adolescente. Durante todo el tiempo de su enfermedad sólo había tratado con algunos de sus aliados.  

-No estoy segura de que puedas hacerlo. –Se sinceró Kisha. –Howard no es entusiasta a hacer amigos.

-Howard. –Repitió Sonya. –Es un nombre bastante ordinario para un hombre como él.

-Él es tan ordinario como su nombre, como todos nosotros, pero los humanos nos han etiquetado de una manera estrafalaria. Nosotros somos la evolución de la misma especie con un poco más… -Su voz fue interrumpida a causa de una inesperada tos que la atacó. Bebió un poco de agua que reposaba sobre el buró junto a la cama con un vano afán de calmar su garganta.  

- ¿Qué te sucede? –Interrogó preocupada Sonya cuando percibió que la piel de Kisha se irritaba, fue entonces cuando entendió qué era lo que sucedía sin embargo, ya era demasiado tarde para poder defenderse. La puerta fue derrumbada por un grupo de hombres que vestían con una armadura de plata a quienes Kisha identificó como guardas del reino, comandados por un hombre de rasgos caucásicos.

-¡Atrás verdugo! –Gritó la vampira con las pocas fuerzas que le quedaban. El brillo de sus ojos se apagó, volviendo a su color avellana natural y no tardó mucho tiempo en desplomarse. Sonya se lanzó de su cama y se hincó junto a su cuidadora quien todavía manifestaba atisbos de dolor.

-Llévensela. –Ordenó Lucaccio a sus compañeros. La joven humana se negaba a abandonar a su amiga, pero una endeble adolescente no sería rival difícil para un fornido hombre que duplicaba su tamaño y fuerzas.

El hombre de facciones catiras se acercó a su capturada, apoyándose sobre una de sus rodillas cuando yacía a sus pies. Retiró con delicadeza un mechón de cabello que cubría su rostro y quedó absorto ante la belleza que desbordaba de aquella sobrenatural mujer. A pesar de tener varios años como guardia del reino, Lucaccio nunca se había topado con un espécimen tan cautivador como la que tenía frente a él en ese instante. Maldecía a la vida por haberla traído como una vampira.

(…)

Faltaban diez minutos para que la noche abarcara en su punto medio y Debora no lograba consolidar el sueño. No dejaba de pensar en la sensación que desequilibró su cordura al ver la sangre que escurría del ave sin vida que Don modesto desollaba.  

No era la primera vez que la hermana del monarca reaccionaba de tal manera cuando percibía un ligero rastro de sangre sin embargo, al pasar de los años sentía que sus estupores se exageraron. No era sólo los latidos de su corazón lo que se descontrolaba, un sinfín de emociones se descarrilaban en su mente y la hacían sentir que perdía el dominio en sí misma. Sus pensamientos fueron obstruidos, al advertir el sigiloso susurro de una mujer rezando. Se levantó procurando no hacer ningún ruido que pudiera sofocar la suave voz que oía. Sus pies descalzos fueron guiados por aquel sonido atraves de los largos pasillos que conectaban a otras estancias del castillo hasta llegar al lugar donde se emitían aquellos susurros, el calabozo. Debora yacía de pie frente a una colosal puerta de hierro, dudando entre entrar o no hacerlo, mientras oía el dócil susurro que despertó su curiosidad, tan fuerte y claro como si fuese una cortina de tela lo que la separasen de la mujer que rezaba. El calabozo fue construido para martirizar a los adversarios. Su ubicación era bastante lejos de la Moncloa y sus paredes eran realmente gruesas. Las incesantes súplicas de la voz susurrante que la llevaron hasta allá la convencieron de infringir la formidable entrada con el temor de avistar algo repugnante merodeando en su conciencia. Sus ojos se toparon con jaulas de plata que no estaban dispuestas para aprisionar canarios, fueron fabricadas con el tamaño adecuado para aprehender a personas, vampiros especialmente.

A pesar de la nula luz que enlutaba el recinto, Debora logró identificar a una mujer en el interior de una de las celdas, sentada en el carrasposo suelo, era la única alojada del precinto, las demás jaulas yacían vacías. Sus ojos estaban cerrados, pero distinguía sus labios moverse, era ella quien susurraba. La oscuridad no impedía la visión de Debora, así que se encaminó hasta la prisionera con escrupulosidad sin embargo, su afán por no llamar la atención sucumbió cuando los parpados de la desconocida se levantaron, dejando al descubierto un par de ojos que estilaban un fulgor rojizo. La vigorosa mirada de la Kisha inmovilizó a Debora quien estaba temerosa por lo que pudiera suceder. Nunca antes había estado tan cerca de un inhumano y odiaba que su primera vez fuese con alguien recluido por ordenanzas de su hermano.

-No esperaba tener visita. –Habló la enjaulada.

-No te lastimaré. –Aclaró Debora.

-Entonces, por qué estás aquí.

-No lo sé. –Dijo la hermana del monarca confundida. Kisha detalló con precaución cada fibra de su visitante, el miedo que sentía po ella la descartaba como una posible amenaza. La ingenua e inofensiva mujer que estaba frente a sus ojos no parecía ser hija del monarca bárbaro que promovió la mortandad hace varios años atrás. Tampoco se le podía comparar con su hermano y heredero del trono quien preservaba a capa y espada los mandatos de su padre.

-¿Tú por qué estás aquí? –Cuestionó Debora, recortando la distancia que había entre ella y la jaula. Kisha no titubeó en relatarle todo lo que sucedió en la morada de la familia Franco, mientras lo hacía, podía percibir con su sexto sentido los sentimientos que acrecía en el interior de la humana y no se equivocaba al citarlos como empatía. Debora no entendía por qué una mujer que cuidaba a una enferma fue apresada a mitad de la noche. No había violado ningún estatuto, tampoco representaba una amenaza para la chica. Su crimen se basaba en ser quién era y saberlo la llenaba de repulsión en contra de su propio hermano.

-¿Te puedo pedir algo? –Habló Kisha con un tenue tono de voz. Debora asentó con la cabeza, aunque no estaba muy segura de poder servirle de ayuda. La vampira extendió su mano empuñada en dirección de la humana que pasó uno de sus delgados brazos en medio de los barrotes hasta colocar la palma de su mano debajo del puño, entonces Kisha lo abrió y dejó caer un escapulario.

-¿Qué esperas que haga con esto? –Inquirió, detallando de cerca el objeto que reposaba en su mano.

-Quisiera que te asegurarás que cuelgue en mi cuello, mañana cuando me sacrifiquen. –Pidió Kisha. En su mente se reflejaba como su última voluntad. -¿Puedo confiar en ti?

-Por supuesto. –Cercioró Debora y guardó el escapulario en uno de sus bolsillos.

            Dando por finalizada la plática, la humana se enfiló de regreso por la ruta que la llevó hasta el calabozo. Sintiendo un profundo pesar por la mujer que dejaba atrás. Ella no era merecedora las cartas que el destino le había repartido en una mano que jugaba con la peor de las rachas. El pitido de la tetera la hizo detenerse en la entrada de la cocina donde vio a Víctor de espaldas a ella, vertiendo lo que simulaba ser té en una taza.

-¿Qué haces? –La voz de su hermana lo sobresaltó notoriamente, no esperaba tropezarse con ella a altas horas de la madrugada.

- Le preparo un té a Venecia –Respondió Víctor, su hermana lo miró con gran sorpresa. Él solía depender del servicio doméstico para casi cualquier circunstancia, especialmente para cocinar. –No quise despertar a Alice sólo por un té.

-Es realmente bueno que empieces a perderle el temor a los quehaceres de tu propia casa. –Dijo Debora con un ápice de burla en lo que se suponía era un alago. Víctor moldeó una sonrisa en sus labios que causaron la misma reacción de felicidad en su hermana.

-¿Dónde estabas? –Cuestionó el monarca, mientras endulzaba el té que sostenía entre sus manos. Debora inclinó su cabeza. No podía decirle la verdad o se alteraría, pero sus mentiras nunca pudieron engañarlo y no creía que esta vez fuese la excepción.

-Oí un ruido y me levanté para saber qué era.

-¿Qué era? –Debora suspiró y encomendó el alma de su hermano a todos los santos en los que ella creía, la verdad estaba a punto de matarlo.

-Oí a la mujer del calabazo orando. –Las facciones de Víctor se inmutaron, dejando en evidencia su asombro. No era posible que Debora haya percibido la voz de una presa estando en su habitación. La distancia y la formidable estructura con la que se habían creado las paredes del recinto lo hacía una cámara insonora.

-No debiste haber bajado. –Reprendió el monarca, severo.

- Es una buena persona –Alegó Debora. –Tienes que liberarla.

-Es un demonio y regresará al infierno.

-No hacía nada perjudicial, sólo velaba por el bienestar de esa chica.

-¿Qué dices? –Vociferó con indignación el mayor de los hermanos. -¿Estuviste hablando con ese demonio?

-No estuve hablando con ningún demonio, sino con una buena mujer que suplicaba por no ser asesinada.

-No tienes ni la menor idea de lo que dices, Debora. Te prohíbo rotundamente a que vuelvas a bajar… -La mencionada abandonó la estancia con fervor, dejando al monarca con la palabra en la boca. Los ideales de su hermano acrecían y se volvían insoportables. Víctor apoyo sus codos en la isla de mármol que atravesaba la cocina y frotó su rostro con sus manos queriendo que las cosas se esclarecieran en su cabeza. Sabía con exactitud que lo que recién ocurrió era el principio de la catástrofe.   

(…)

La noticia de la captura de Kisha se hizo saber con rapidez en la tribu, pero cualquier intento de rescate sería en vano. El castillo se resguardaba con plata y demás debilidades naturales de los vampiros, a excepción del coliseo a donde Raymond escapó en un absurdo, aunque plausible afán por salvarla. Cuando fue consciente de su incapacidad por menoscabar las defensas del castillo se sentó en las gradas que ocuparían miles de humanos al día siguiente para alabar el sacrifico de Kisha.

El sonar del viento apaciguaba la turbulencia de su alma y las grisáceas nubes que cubrían el cielo nocturno era el espejo en el que se veía reflejado. A lo largo de su deplorable existencia había perdido a centenares de amigos a manos de la falsa monarquía y no sentía la capacidad de seguir soportándolo sin embargo, el conde no se afanaba por impedirlo, en ocasiones se veía estar en acuerdo con las normas de sus enemigos o era lo que él creía. La verdad era que los ideales que forjaban la existencia de los vampiros habían perdido su eficacia, pero sólo Raymond parecía saberlo. Se sentía sólo, como si su propia raza lo hubiese desprotegido, aunque eso no era algo que lo afligiera. No necesitaba remplazos de sus amigos que lo consolaran, todo lo que requería era un ejército que, al igual que él, desestimaran los principios del conde para poder derrocar la falsa monarquía de una vez por todas.

Toda su atención fue cautivada por la mujer de cabello oscuro y tez pálida que abracó al centro del coliseo. Raymond mantuvo su impasible mirada sobre Debora permitiéndose delirar con cientos de formas de vengarse por la injusticia con la que castigarían a su amiga. No la salvaría, eso era un hecho, pero al menos podía regocijarse en el dolor y aflicción de sus verdugos. Descendió de las altas gradas a la inusual velocidad que los caracterizaba y en segundos, se encontraba a espaldas de Debora quien se irguió al sentir su presencia, supo de inmediato que se trataba de un vampiro. Cerró con fuerza sus ojos y permaneció inmóvil, mientras que el desconocido la detallaba con cautela. El miedo que describían todas sus emociones lo avivaban. Atacar a la hermana del rey significaría una sublime compensación por todo el martirio que su sangre les causó en tantos años, así también sería una firme declaración de guerra que, indudablemente, el reino respondería.

-Sufre la ley que tu padre dictó. –Dijo Raymond quebrando el silencio y desbordándola de zozobra. Debora intentó huir de lo que podía ser su propia muerte, pero el vampiro la agarró del cuello y empezó a apretar paulatinamente clavando sus afiladas uñas en la carne de la mujer, como un depredador a una gacela. El dolor que padecía era incomparable. Nunca había sentido tal aflicción. Sentía cómo su vida se escurría de su cuerpo y ella no podía hacer más que sólo retorcerse y gemir en agonía hasta que recordó a la reclusa del calabozo, entonces sacó el escapulario de su bolsillos y lo puso frente a quien quería asesinarla. La humana se desplomó en el arenoso suelo cuando Raymond soltó su agarre por tomar entre sus manos el objeto que durante mucho tiempo vio colgado del cuello de su amiga. Debora trató de levantarse, pero era imposible. Lanzó una de sus manos a su dolorosa garganta y sentía pequeños rastros de sangre.    

-¿Qué haces tú con esto? –Preguntó el vampiro, no más dócil.

-Puedo ayudarte. –Vociferó la humana con la voz seca.     

-Dime una buena razón para confiar en ti. –Exigió Raymond hincándose a la altura de su víctima.

-Porque ella lo hizo.

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