Capítulo seis. Chantaje

Había pasado una nueva semana, una semana más que Paula demostraba su firme decisión de no acceder al chantaje del magnate, algo que estaba enloqueciendo a Arturo.

—No podrás con ella —dijo Diego y el regocijo en su voz no pasó desapercibido para Arturo.

—¿Eres mi amigo? —se atrevió a preguntar.

—Lo soy, pero me alegro de saber que Paula no es tan fácil de doblegar como creías, cuatro semanas, casi cuatro semanas. Me temo que, si insistes, la joven maestra se convertirá en la horma de tus zapatos —dijo con seriedad el abogado—. Basta con ver lo loco que te trae.

Arturo miró a Diego, se puso de pie y salió de la oficina dando un sonoro portazo. Paula había estado resistiéndose, pero no lo haría más.

Mientras tanto, Paula terminó su clase, se despidió de sus alumnos y esperó a que Arturo fuera por Alejandro, pero los minutos corrieron y el hombre brillaba por su ausencia.

—Aparte de arrogante, también es un irresponsable —gruñó Paula mirando la hora en su reloj.

—Con irresponsable, ¿te refieres a mí? —preguntó Arturo detrás de la joven.

Paula se llevó la mano al pecho y ahogó la maldición que amenazó con salir de sus labios al darse cuenta de que no venía solo.

La directora del colegio venía con él.

—Me llevaré a Alejandro por unos minutos, por favor, atienda al señor Montecarlo, me temo que, si sus diferencias no pueden ser resueltas de buena manera, me veré obligada a tomar medidas drásticas —indicó la mujer, dejando a Paula con la incertidumbre de lo que estaba por venir.

—Señor Montecarlo —dijo a modo de saludo, empleando un tono neutral.

—Paula —respondió él.

Arturo rodeó a Paula, la miró en silencio por un largo momento que para la joven fue casi interminable.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó cansada de la atención recibida.

—¿Le han llamado del banco? —soltó deteniéndose muy cerca del rostro de la joven.

—Sí, gracias por el detalle —respondió Paula.

La muchacha sabía que las presiones del banco en la última semana no eran una casualidad. Ella podía decir que estaba rayando el acoso.

—Voy a pagar todo, compraré un piso para su abuela y lo pondré a su nombre. Solamente tiene que decir…

—No —le interrumpió Paula con brusquedad.

La joven se giró y lo enfrentó.

—No me convertiré en su esposa, señor Montecarlo, no insista más. Voy a cuidar de su hijo en mis horarios establecidos y cuando sienta que él está preparado para saber que yo no soy su verdadera madre. Se lo diré, prometo hacerlo bien…

—No me has entendido, Paula, no te quiero como maestra, sino como la madre de mi hijo.

—¿Por qué tanta insistencia? —refutó Paula al borde de la histeria.

La joven había sido paciente, había intentado no prestar atención a las presiones del banco, de hecho, había intentado hacer otro préstamo con otra entidad bancaria para cubrir la que tenía con el banco actual y de esa manera no caer en el chantaje del hombre, solo tenía que soportar un par de minutos más. Hoy tendría una respuesta.

—Es un gran negocio, Paula, solo tiene que firmar un papel, convertirse en mi esposa y ser la madre de mi hijo y tendrá una casa fija para su abuela, cero deudas…

—Y cero vida sexual, ¿espera que me convierta en una monja o utilice juguetitos, supongo que eso no cuenta como una infidelidad? —lo atacó Paula.

Arturo la miró como si le hubiesen salido dos cabezas, de todo, lo que menos imaginó es que ella discutiera el punto de su vida sexual.

—Entonces… ¿Esperas que tengamos relaciones íntimas? —preguntó, él podía ofrecer su cuerpo.

—Es lo que toda mujer espera al casarse, por lo menos que su marido le cumpla dos veces al día, siete días a la semana, los treinta o treinta y un días del mes…

—¡Estás completamente loca! —gritó al darse cuenta de que Paula estaba burlándose de él.

—Es exactamente lo que pienso de usted, señor Montecarlo. Solamente usted puede redactar un documento tan absurdo como el que me ha entregado y el que pretende que firme sin chistar…

—No llegaremos a ningún acuerdo, Paula, y realmente lo lamento, te di tiempo para decidirte, así que no te puedes quejar.

Paula no comprendió las palabras del hombre, hasta que segundos más tarde su móvil sonó.

—Revísalo, puede ser importante —la instó.

Paula arrugó el entrecejo, pero caminó a su escritorio para leer el mensaje entrante. La joven sintió que todo el aire se le escapaba de los pulmones al leer la corta pero contundente respuesta del banco.

No le habían concedido el préstamo solicitado…

—¿Qué pasa, malas noticias?

Paula se giró casi de manera violenta.

—Es usted un hombre cruel y sin sentimientos, supongo que… tiene mucho que ver con la respuesta que el banco me ha dado —reclamó Paula con enojo.

—No tengo idea de lo que me hablas, Paula, de lo que sí soy culpable es de decirle a la directora que fuiste la responsable del accidente de mi hijo, que te comunicas con él sin mi permiso. Una queja de tal magnitud puede dejarte sin trabajo en este colegio y en todos los colegios de Madrid y quizá de España.

—Miserable —gruñó Paula.

Lágrimas de impotencia llenaron los ojos de la joven, se sentía atrapada en las redes de aquel cruel millonario. ¿Por qué ella? De todas las mujeres en Madrid, ¿Por qué ella tenía que parecerse a la esposa muerta de ese demente?

—Seré lo que tú quieras, Paula, pero tú serás mi esposa…

Paula respiró profundamente, no le daría el placer de verla llorar, aunque por dentro se sintiera destrozada y violentada en muchos sentidos.

Caminó hasta coger los documentos en su bolso y volvió para sentarse detrás del escritorio.

—Si voy a acceder a este chantaje, quiero cambiar algunas cosas en tu estúpido acuerdo.

—No es cuestionable…—aseguró Arturo.

Paula lo ignoró.

—Primero revisemos el punto dos: si vas a compartir habitación conmigo, dormirás en el sillón.  Punto tres: en vista de que estás comprando una esposa, me pagarás cierta cantidad de dinero por las demostraciones en público y el doble si los besos llegan a ser necesarios.

Arturo apretó los dientes, tan fuerte que pensó iba a romperlos, pero siguió escuchando en silencio.

—Punto cuatro: borra la penalización de cien millones de euros.

—No, ese punto no es discutible, Paula, no voy a borrarlo —dijo.

El tema de la infidelidad era lo más importante del contrato, él no sería burlado dos veces.

—Entonces prepárate para convertirme en una mujer millonaria, no creo que soportes tanto tiempo sin sexo —le retó Paula.

Arturo chasqueó la lengua, en esos cuatro años, no había sido un santo, ¿podría soportar once? Confiaba en él.

—El plazo para el divorcio —continuó Paula—. Vamos a divorciarnos el día que Alejandro cumpla los quince años. Y antes de ese tiempo si me eres infiel.

—Si hago todos los cambios que pides, ¿aceptarás? —preguntó Arturo casi con júbilo.

—¿Tengo otra opción? —preguntó la joven.

—No. No la tienes.

—Entonces no hagas preguntas tontas, Arturo Montecarlo de Mendoza.

Arturo sintió un escalofrío recorrer su columna al escuchar la manera que Paula pronunciaba su nombre completo.

—Nos casaremos el viernes —dijo, luego del silencio sepulcral que se instaló entre ellos.

—¿Este viernes?

—Sí.

Paula asintió, lo único que deseaba en esos momentos era perderlo de vista y no saber nada más de él en toda su existencia. Sin embargo, sabía que no sería posible. Arturo la tenía en sus manos.

Desde aquel primer día la convirtió en su objetivo, Paula llegó a pensar que se había convertido en la obsesión del magnate.

Los siguientes tres días, fueron para Paula como la antesala a su funeral. Fingía cada vez que estaba con su abuela o pasaba tiempo con Alejandro. El niño era tan dulce que ella no podía castigarlo por culpa del desalmado de su padre.

—Mami, ¿Por qué tienes los ojos tristes? —preguntó Alejandro el jueves, cerca de la hora de salida.

—No estoy triste, cariño, estoy durmiendo tarde —explicó, no era una mentira del todo, ella no podía dormir por las noches, pensando en lo que se había metido. Pero era casarse o quedarse sin nada.

Si solo fuera ella, le habría importado tres pepinos, la amenaza del hombre, pero su abuela, por ella, era capaz de todo…

—¿Es mi culpa?

—No, tengo trabajo, y estoy organizándome —dijo con premura.

Alejandro asintió.

—Ven a la casa a comer con nosotros, mi abuela y mi tía no están, se fueron de paseo a Toledo —informó el pequeño.

—No puedo ir a tu casa, Alejandro, no es correcto.

—Pero si eres mi mamá, esa también es tu casa, por favor, por favor —pidió el niño.

Paula cerró los ojos mientras deseaba que la tierra la tragara y la escupiera en el centro del sol, quizá eso fuera mejor a casarse con un hombre que no amaba y que no la amaba.

—Mami, por favor —pidió Alejandro.

—Complace a nuestro hijo —la voz de Arturo hizo temblar a Paula.

Lo odiaba, Paula podía jurar que jamás había conocido ese sentimiento tan ruin, pero Arturo de Montecarlo sacaba lo peor de ella.

Ese jodido hombre era el demonio invocado para convertirse en su infierno personal.

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