Capítulo 1: Sí, acepto

Me encontraba sentada frente al grande y elegante comedor. Las familias nobles de la región nos acompañaban, platicando amenamente, celebrando mi compromiso con el príncipe Mael. Esa cena era la más importante en años y yo me sentía incapaz de probar bocado. Un nudo llevaba semanas implantado en mi estómago, reacio a moverse de ahí.

Mael me tomó de la mano por debajo de la mesa, procurando que nadie nos viera, ya que era mal visto un contacto así en público. Me dio un pequeño apretón, llamando mi atención y cuando volteé a sus ojos celestes, acompañados de una resplandeciente sonrisa, no pude evitar sonreír también. Ese gesto significaba que no quería que olvidara que estaba ahí para mí y la verdad eso era algo imposible de hacer. Cuando su mano liberó la mía y volteó a platicar con el invitado que tenía al lado, bajé mi rostro viendo a la sopa, ocultando mis ojos llorosos sin evitar sentirme culpable.

Verlo feliz siempre me hizo feliz, pero desde el compromiso, muchas cosas cambiaron entre nosotros. Por más que quise aparentar, no estaba bien, mucho menos feliz. Desde el momento que le di el sí, me sentí atrapada. Fue una sensación indescriptible.

Mael era el hombre más educado, bondadoso, leal, justo, honesto, tierno y protector que conocí. Era imposible no amarlo y claro que lo hacía, pero como a mi hermano. Debería de estar feliz, estando comprometida con mi mejor amigo, al cual conocía desde la infancia, pero algo me lo impedía. Nunca imaginé que el príncipe me viera como a su futura esposa, cuando en los reinos vecinos había hermosas princesas en edad casadera, con las que podía unificar reinos o crear poderosas alianzas. Los matrimonios no dejaban de ser solo eso, alianzas que servían a los nobles para mantener y crear las pases entre las naciones vecinas, logrando un beneficio mutuo y trayendo estabilidad al pueblo. En la mayoría de los casos, los jóvenes no se conocían y si eran afortunados, había logrado intercambiar un par de palabras antes del anuncio de su unión. Un matrimonio forzado era el precio a pagar de los monarcas por el poder y la vida privilegiada que les tocaba vivir. Las uniones reales se convirtieron en la mejor estrategia de traer paz a Éire o eso es lo que nos inculcaron a Mael y a mi durante nuestra formación como parte de la realeza. Por orden del rey, a mi nombre le antecede el título de Princesa desde el momento en que puse un pie en su palacio, demostrando así que formaba parte de la dinastía y aún más importante, de su familia.

Elevé mi vista, buscando con la mirada al mi padre, el rey. Sentado a la cabecera bebía alegre, riendo con uno de sus invitados. Todos parecían genuinamente felices y eso me hacía sentir aún más miserable, al no poder compartir su felicidad, sentándome solo ahí, mientras los veía platicar y reír entre ellos, celebrando mi compromiso.

Todos los días me cuestionaba el por qué le dije que sí, pero cada que la pregunta cruzaba mi mente, también lo hacia el rostro de mi padre adoptivo. No podía negarle nada y menos después de ver su cara iluminada con ilusión cuando acepté a su hijo. No tenía el corazón de arruinar su felicidad. Ese hombre me dio el mundo entero y no podía ser una malagradecida. Literalmente le debía mi vida. Si no me hubiera adoptado, hubiera vagado por las calles con el título de huérfana, en lugar de caminar por el castillo con una tiara en la cabeza. Mis tíos murieron mucho antes que mis padres, al igual que el resto de mi familia. De no ser por el rey y Mael, estuviera sola en el mundo. Mis ojos se llenaron de lágrimas, que limpié rápidamente con la manga de mi vestido amarillo.

—Helen ¿Estas bien? —preguntó Mael preocupado, al verme con los ojos rojos y llorosos.

—Sí, solo estoy conmocionada —mentí, levanté mi mano para limpiar la lagrima que amenazaba con escapar en mi otro ojo, pero el pañuelo del príncipe se me adelantó. En un gesto amable lo paso por debajo de mis ojos, limpiando cada rastro de lágrimas sin importarle que mas de una docena de invitados voltearon a vernos.

Enrojecí avergonzada, tomando el pañuelo, asintiendo a mi prometido y poniéndome de pie cuando el rey hizo lo mismo, convocando a sus invitados al salón, invitándolos a bailar para permitirnos un momento a solas. Lo busqué, agradeciéndole con la mirada y él solo me sonrió paternalmente antes de abandonar el comedor, dándonos un poco de privacidad, algo nada común en unos futuros novios.

Bajo la supervisión de los sirvientes pudimos hablar, confiando en que lo que dijéramos se quedaría en esa habitación, contando con un personal leal y reservado.

—Dime la verdad. Sabes que puedes contarme lo que sea y últimamente no haces más que llorar —dijo preocupado, tomándola de las manos—, lo sé por tus ojos de sapo en las mañanas —rio con eso último, haciéndome reír también.

—No tengo ojos de sapo —me defendí, mostrándome más alegre.

—Eso quería ver, una sonrisa genuina. Ahora dime que sucede.

—Me tomaste por sorpresa, eso es todo —al ladear ligeramente la cabeza, entendí que no entendió lo que quería decir—. Me refiero a esto de la boda. Digo, sabes que te amo —sus ojos se iluminaron con ilusión y no tuve corazón para apagarlos con la verdad—, pero no me imaginaba que me pidieras matrimonio así.

—¿Hubieras preferido que fuera en privado? —preguntó apenado.

Prefería que no lo hubieras hecho nunca.

Asentí en respuesta, mostrándole una sonrisa llena de falsedad.

—Es solo que… siento que me falta tanto por conocer —le abrí mi corazón, confesándole algo que nunca me atreví a decir en voz alta.

Los jardines del palacio eran hermosos y extensos, cercados por una muralla de más de dos metros de alto, que no permitía a nadie entrar, ni salir. Desde que llegué allí el rey nunca me permitió poner un solo pie fuera y nunca me atreví a cuestionarlo. Sabia el dolor que le causó la pérdida de su primer hijo y su esposa, así que entendí que no quisiera perder a nadie más. Mael iba y venía todo el tiempo, viajando incluso en barco y eso me hacía quedarme mucho tiempo sola, obligándome a hacer amigos dentro del castillo, llevándome principalmente con Briana, la hija de la cocinera, quien se convirtió en mi mejor amiga, hasta que crecimos y la diferencia de las clases sociales intervino, poniéndole pausa a nuestra hermandad.

—Yo no soy como mi padre. No pienso mantenerte prisionera aquí por más tiempo. Cuando seas mi esposa podrás salir al pueblo cuantas veces quieras y te llevare a conocer el mundo —prometió con el brillo centellando en sus ojos.

Sus palabras me emocionaron tanto que sin poder evitarlo me lancé a él en un fuerte abrazo. Cuando caí en la cuenta de que nos veían, me separé de él lentamente, pero al hacerlo nuestros rostros pasaron tan cerca uno del otro, rosando nuestras mejillas. Entrelazó sus manos con las mías, como solíamos hacer a menudo en nuestra infancia y sin aviso, sus labios rosaron los míos, en un efímero beso, del cual me separé de inmediato, soltándome de su agarre.

Lo miré con sorpresa y él a mí, con sus mejillas enrojecidas. Bajó el rostro, tocándose los labios con sus dedos, mostrando una radiante sonrisa.

Esa escena me torturó, haciéndome sentir una puñalada al corazón al verlo tan feliz, tan… enamorado de mí, cuando yo no era capaz de corresponderle. Bajé la vista, pasando a su lado cuando me dirigí a la puerta, camino a la fiesta, dejándolo atrás.

Con el corazón roto ingresé al baile, en el que fui interceptada por mi padre, que extendió una mano en mi dirección, pidiéndome que bailara con él. Le dediqué una media sonrisa y lo acompañé, prestando por fin atención a la música, antes de comenzar a bailar y cuando nuestras miradas se cruzaron los recuerdos me invadieron.

Cuando tenía 14 años me senté en el comedor como cada mañana, pero ese día fue el primero en que vi a mi amiga servirnos la comida y eso me hizo preguntarme sobre mi verdadero lugar ahí. Se instaló en mi mente la certeza de que no nací siendo princesa y fui consciente de que entonces no pertenecía verdaderamente a la monarquía. Solo era una pueblerina con suerte que se aprovechó de la bondad del máximo gobernante y esa idea me llenó de culpa. Al reflexionar sobre el tema, esa misma noche me hinqué frente al rey ofreciéndole quedarme en el castillo como parte de la servidumbre a lo que me contestó con una risa estridente, ayudando a ponerme de pie, reacomodándome la tiara y recordándome que era su hija, advirtiéndome que nunca pensara lo contrario ya que ese tema no estaba abierto a debate.

Mael también siempre me trató como su igual, correteando conmigo por los jardines en cuanto nuestra nana nos dejaba descansar de las largas jornadas de estudio. No pude notar desde cuando el cariño de hermanos evolucionó en su corazón hasta convertirse en amor. Les estaba tan agradecida, que el día de la propuesta cuando recobre la consciencia y tras ver sus caras de preocupación, no pude evitar contestar Sí, acepto, dejando que el príncipe colocara el anillo en mi dedo anular. Estaba en deuda y si esa era la forma de pagar toda su bondad, haciéndolos felices, eso haría, incluso a costa de la mía.

Conecté mi mirada a mi padre, dejando los recuerdos atrás.

—Helen estoy seguro de que serás una buena esposa y excelente madre. —Quiso reconfortarme, seguramente creyendo que estaba nerviosa por lo pensativa que me veía y no me quedó más remedio que sonreír, agradeciendo sus buenas intenciones—. Espero que me den nietos pronto. Extraño ver a ese par de niños corretear por los jardines, creyendo que podían esconderse de mi —sonrió al tiempo que yo me quedaba paralizada, riéndose de mi reacción.

—Nietos —recalqué con una sonrisa nerviosa, retomando el paso de baile.

—Los años pasan más rápido de lo que cualquiera quisiera y si esperan mucho tiempo para hacer las cosas, llegara entonces un momento en el que deseen regresar atrás, solo para hacer aquello que no se atrevieron cuando tenían la oportunidad —sus palabras sabias fueron bien recibidas, asintiéndole en respuesta—. Estoy envejeciendo y nada me haría más feliz que ver a mi hijo caminando al lado de una buena mujer. Helen, no podría imaginar a nadie mejor que tú para acompañarlo y guiarlo. —Una vez más mi corazón se comprimió y sentí el peso caer sobre mis hombros.

—Me alagan sus palabras Majestad, pero siento que Mael merece a una princesa de verdad, una con sangre real que le ayude a unificar dos reinos. Sé que yo nunca podría darle solides al pueblo de esa forma —bajé la cabeza, entristecida.

—Tú eres aún más valiosa, porque eres una sobreviviente que ayudara a crear estabilidad en el corazón de mi hijo y un rey fuerte con una familia cimentada, mantiene la mente despejada. Ustedes dos son mi fortaleza y juntos serán imparables, trayendo solides al reino —aseguró, con una cálida sonrisa, una que me reconfortó por el momento.

—Mi Rey —realicé una reverencia el término de la canción y de inmediato Mael apareció a mi lado. Ahí supe que la velada había llegado a su fin.

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Por las noches intentaba recordar mi vida fuera del castillo, mirando por el balcón como todos los días. Ver al exterior me hacía recordar mi infancia. Tenía un padre y una madre que me amaban y cuidaban, con los que solía jugar en el bosque a las escondidas o atrapadas, envueltos en risas y canticos hasta la puesta de sol. Fue una época mágica en mi vida, en donde tenía poco, pero yo sentía que lo tenía todo.

Admiraba la vida allá afuera, imaginando a los pueblerinos con una sonrisa pintada al llegar a sus cálidos hogares, donde sus familias los esperaban con los brazos abiertos, para sentarse a comer todos juntos una deliciosa sopa preparada con amor. Era una clase de vida simple, pero encantadora, o así era por lo menos lo que yo recordaba de cuando era una plebeya. Nunca me quejé de esa vida, era lo único que conocía y así era inmensamente feliz. Cuando llegué al palacio fui de igual forma feliz. Todos se desvivían por complacerme y hacerme sentir parte de su familia, pero en ocasiones extrañaba la simpleza de la vida, cuando corría libre por las praderas, sin preocuparme por ensuciar mi vestido o que la tiara se desacomodara en mi cabeza.

Observé a lo lejos un par de antorchas que no lograban iluminar gran cosa. Era tarde, el sol se había ocultado hace tanto que el rocío comenzaba a caer en los jardines, haciendo que el césped despidiera un espléndido aroma a frescura que podía disfrutar desde mi balcón. La noche transmitía una calma sin igual. El viento fresco soplaba con calma, agitando levemente la ligera tela de mi vestido y las luciérnagas jugaban entre los rosales, iluminando esporádicamente los jardines. El silencio reinaba, trayendo paz y calma. Todos dormían ya, menos yo, cuyos pensamientos mantenían mi mente activa hasta el alba.

Desde que tomé la gran decisión de aceptar el compromiso, sentí que el tiempo pasaba más lento de lo normal. Sentía que cada día el sol tardaba más en ocultarse y que la luna apenas si se asomaba en el horizonte, escondiéndose a la brevedad para darle paso al astro rey. Con la caída de la noche, centenares de pensamientos negativos invadían mi mente, recordándome que el pueblo debía verme como la oportunista hija del panadero que se casaba con el noble y apuesto príncipe. El cargo de consciencia era mi fiel compañero en la oscuridad, trayéndome insomnio y torturándome. Pasaba las noches pegada al balcón, soñando con la libertad y al mismo tiempo con el temor de ser libre. Temía a la gente del pueblo y sus prejuicios. Me inventaba mil historias, con una sola cosa en común, el odio de mi pueblo.

¿Y si algún día ellos se rebelaban contra el rey Cormac por adoptarme y darme un título falso?

No me perdonaría si eso ocurriera, sabiendo que para mi padre de las cosas más importantes era el bienestar y la felicidad de sus súbditos.

¿Y si exigían que Mael se casara con una princesa de verdad para crear un vínculo con otra nación?

Resignada regresé a mi cuarto, sentándome frente al peinador, concentrándome en mi reflejo a la tenue luz de las velas. Mis ojeras delataban ya mis trasnochadas, regalándome una apariencia cansada. Definitivamente mi vida era más simple y feliz antes del compromiso, cuando fingía que no me afectaba el hecho de ser una aprovechada oportunista y disfrutaba de los vestidos y joyas que llevaba puestas. Después de eso sentía que por más que me arreglara, la persona que veía al espejo mantenía apresada a mi verdadero yo, aquel de carácter infantil que adoraba correr, perdiéndose en la maleza, causándole dolor de cabeza a las doncellas encargadas de vigilarme. Extrañaba mi espíritu libre e incontrolable.

Apagué la vela, quedándome únicamente con la luz de la luna entrando por el ventanal, recordándome mi soledad. La situación me asfixiaba. Pasé de ser una niña pobre a una princesa, convirtiéndome después en una prisionera atrapada en su propio cuento.

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