I parte. Capítulo 5 - Fernanda

A Fernanda le gustaba la gente que cuidaba de sus casas, que se creaba un hogar al cual desear volver.

 Una tarde Nadia llegó a su despacho pidiendo un proyecto para la reforma:

—Tengo un espacio espectacular, difícil de encontrar en estas zonas de Barcelona y tenemos que poder aprovecharlo. Mi esposo tiene una enfermedad muy rara en la piel y le hace daño la luz del sol. He estado mirando fotos en internet y más o menos ya sé qué busco. Te envío las fotos.

A Fernanda también le gustaba la gente —y en especial los clientes— seguros. Le facilitaban el trabajo y le ahorraban horas de dudas y las mismas preguntas: ¿Y qué tú crees? ¿Quedará bien? No sé. No estoy seguro.  

 Recordaba sobre todo la sensación que le había quedado tras la primera visita de Nadia al despacho mientras tocaba el timbre por quinta vez. Nadia le pareció una mujer enamorada de alguien que requería mucho cuidado. Lo que más le impresionó fue que lo llevaba —por lo poco que la conocía— de forma alegre y vital. Lejos del estereotipo de mujer sacrificada que aguanta la enfermedad de su pareja con más resignación que amor. Ella tenía tanta ilusión en darle la oportunidad a su esposo de poder disfrutar de esa zona de la casa que tenía vedada durante el día.

Escuchó los pasos acercarse. La puerta se abrió y le recibió un chico de unos veintitantos años muy blanco. Generalmente decían que ella era muy blanca, pero a su lado ella tenía color. El brutal contraste de su tez con el cabello negro y los ojos azules no pasaría desapercibido nunca. Encima el chico solo llevaba un chándal y sin camisa dejando libre de ser admirado su torso tonificado, una delimitación exquisita en cada músculo. Con razón Nadia estaba tan enamorada.

—Soy Fernanda, la diseñadora de Artestudio —ella estiró la mano, pero él nunca la estrechó y la chica se aferró al maletín con ambas manos.

  Aunque eran las diez de la mañana se notaba que acababa de despertarse. Conservaba las marcas de las sábanas en la cara.

—Perdona la facha —le dijo Adams y le hizo espacio— El patio queda al final.  Estas en tú casa —dijo y subió las escaleras, dejándola sola.

Fernanda también percibió que no era mala educación, sino depresión.  Y justo en ese instante comenzaron sus ganas de arreglarlo. Se quedó mirándolo subir las escaleras. Sacudió la cabeza para despertar del letargo producto de observar el movimiento de sus músculos ascendiendo a la planta alta. ¿Pero qué le pasaba? Se regañó a sí misma. ¿Quién le había pedido ayuda en ese sentido? Él era un hombre casado y Nadia su cliente. Lo único que tenía que arreglar era el patio. Con pesar se alejó de la escalera y avanzó por el pasillo, atravesó la cocina y abrió las puertas de cristal forradas con cortinas.

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Cuando Fernanda estaba a punto de terminar de tomar las medidas Adams apareció, se quedó medio metro atrás de la puerta, lejos del sol.  Llevaba dos vasos de zumo de naranja.

—Hola, ven acércate—le dijo ofreciéndole la bebida—. Tómate un descanso. Yo no puedo salir.

Ella guardó su cinta métrica en el bolso y entró.

—Lo sé —dijo ella sin dejar de mirarle a los ojos— Nadia me lo dijo en la primera visita. Muchas gracias —levantó ligeramente el vaso a modo de brindis.

—Si Nadia pudiera mandaría a techar Barcelona.

—Es muy bonito eso —sintió un poco de vergüenza por gustarle tanto.  

—¿De qué la conoces, a Nadia?

—De nada, solo fue al despacho de arquitectura buscando asesoría.

Fernanda bebió ladeando el vaso, sin quitarle los ojos de encima, disfrutando su presencia: el movimiento de la nuez de Adán, sus bíceps abultados con la flexión de su brazo. Aunque había regresado vestido llevaba una camisa sin mangas.

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Con el presupuesto listo Fernanda se debatía entre dos opciones. Una: enseñarle a Nadia un presupuesto económico para que esta aceptara. Así podría ver Adams, mientras durara la obra. Y si hacían un buen trabajo seguro se animaban y terminaban haciendo algo más. Y bueno, la otra opción: darle un presupuesto muy elevado, un precio irrisorio que la hiciera desecharlo al momento. Así nunca más tendría que volver a ver a Adams. Soñaría con él par de veces, pensaría en él a cada rato y lo compararía con los hombres guapos que veía en las pelis, porque hasta el momento era el hombre más guapo que había visto jamás. Al final, el recuerdo se iría borrando hasta que un día no pensaría más en él. Esa era la opción más sensata. Porque, aunque no se dedicaba a andar tras hombres casados o con novia —que era lo mismo para ella—, Adams realmente le había impresionado y temía el camino a recorrer. Ella acercándosele, engañándose: solo una mirada más, ser amable es normal, muy muy amable, y luego soñando con él sustituyéndose por Nadia, imaginándose conversaciones de cosas sin importancia y hasta discusiones. Así de patética podía comportarse cuando alguien le gustaba y Adams le gustaba mucho.

Un presupuesto bien caro, concluyó. Y le agregó ceros a varias partidas.

El teléfono sonó:

—Hola, Fernanda. Bueno, ¿cuándo empezamos la obra?

—Pero, si aún no has visto ni el presupuesto.

—A menos que sea un precio muy exorbitante. Ya está. ¿Cuándo empezamos? No me gusta el picotillo, yo voy directo al grano. ¿Sabes que no he pedido más presupuestos? Además, me caíste muy bien.

—En una semana. Podemos comenzar en una semana.

—Muy bien, esta tarde paso a ultimar detalles, firmar y dar el anticipo.

Nada más colgar Fernanda borró todos los ceros que había agregado. ¿Se arrepentiría?  Además, llamó al cliente con el que tenía planificado empezar y lo atrasó una semana.

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—¡Qué día de m****a! —dijo Nadia al entrar por la puerta del despacho de Fernanda. Dejó caer el bolso en el suelo, se sentó y se sacudió el cabello con ambas manos—. ¡Aaggg! Tomate un café conmigo. Quien dice un café, dice una cerveza.

—Te lo agradezco. Otro día…, es que voy de culo —creyó que la justificación clásica que implica confianza le persuadiría.

Nadia se levantó y le recogió todos los papeles poniéndolos unos encima de otros sin importar el orden. Fernanda con las manos en alto aguantó las ganas de gritar. Ella tan meticulosa, tan ordenada, siempre revisando cada calculo dos veces y ella llega y lo revuelve todo. Una hora como mínimo perdida. Fernanda pensó que lo mejor era irse y no ver el desastre. Se dejó arrancar de su puesto guiada por la mano de Nadia. Antes de salir tomó el bolso del colgador de la entrada.

—Vuelvo enseguida —dijo a la recepcionista del despacho.

—Vuelve mañana que tenemos la tarde liada —replicó Nadia.

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