I parte. Capítulo 4 - Adams

Al rato, Adams se les unió a las chicas. Bebían vino y conversaban muy animadas. Fernanda metida en el papel de amiguísima libre de intenciones de comerle la polla al novio. Él se llenó una copa y se sentó junto a ellas en la isla. Miraba fijamente a Fernanda buscando indicios de molestia, pero la molestia que él sabía existía, estaba muy bien oculta. Después observó a Nadia. Su sabor, su olor, sin dudas eran sus mejores atributos. Ya no le parecía triste, le parecía más bien esos dulces deliciosos que no sabes valorar al no tener un aspecto espectacular. Una guanabana. Nadia era como una guanabana. Y hoy con esa ropa verde la comparación era más oportuna que nunca. Esa fruta verde muy similar a un erizo a la defensiva, y luego en el interior una masa inmaculada, pulposa. Exquisita.

Era un hombre afortunado: una buena novia, sabía con la misma certeza que ella también daría la vida por él, como él la daría por ella. ¿Por qué últimamente estaba obsesionado con eso de dar la vida? ¡Qué trágico todo! Volviendo al tema, tenía una buena novia y una futura aventura. De ella esperaba muy buenos momentos. Fernanda no se le escaparía.

Nadia preparaba los solomillos. En la propia isla tenían los platos listos con la ensalada. Habían acordado cenar allí mismo.

—¿Cómo quieres el solomillo, Fernanda? —preguntó Nadia.

—Punto medio.

—A Adams se lo dejó más bien crudo —continuó Nadia—. El fuego solo se lo enseño —dice mientras deja varios segundos la carne en la sartén, lo voltea y le sirve—. Ya está. Un día de estos se lo sirvo directamente de la vaca.

Fernanda sonrió y le dio un sorbo al vino.

—Yo le he cogido el gustillo también a la carne casi cruda…—agregó Nadia.

Y él se vio en un establo viejo. Pudo calcular que había par de caballos y par de vacas, también algunos chivos. Sintió frío. Se abrazó así mismo y descubrió la ropa gastada y sucia que llevaba, la ausencia de zapatos.  

Cansado y hambriento, con miedo. Esperando que de un momento a otro llegaran a por él. Luchando por mantenerse a salvo, y a la vez el dolor en la tripa del hambre. Estiró la mano y acarició una vaca tan raquítica como él. Pero estaba seguro de que a la vaca le quedarían fuerzas para mugir cuando clavara sus colmillos. ¿Estarían cerca sus perseguidores? ¿Cuánto tiempo más podría aguantar sin alimentarse?

—¿Ves lo que te digo, Fernanda? La mira y la mira. Seguro la encuentra muy cocinada.

Adams miró extrañado el solomillo en el plato. Le devolvió a Nadia una sonrisa de cortesía, picó la carne y se llevó un bocado para que las chicas posaran su atención en otro asunto. Así fue. Fernanda comentó de un pretendiente que le había salido. Muy sutil, Fernanda, muy sutil. Pero no escuchó más de su tontería ficticia. Volvió a pensar en el granero. Se miró el brazo, tenía la piel erizada. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Un sueño en plena conversación, sentado, acompañado de personas? ¿Un sueño con los ojos abiertos?

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Más temprano que tarde Adams sabía que pasaría el enojo con Fernanda. Y sabía que terminaría dentro de ella. Las únicas dudas eran: ¿cuándo?  y ¿cuánto tiempo duraría?

Más temprano que tarde Adams sabía que volvería a desaparecer el interés en Nadia, como deseaba que desapareciera ella luego de follar. Ya había pasado otras veces ese puente. En ocasiones sentía su relación superficial, preestablecida.  Se sentía como un extraterrestre al que nada más llegar le dijeron: “Toma, esto es lo que tienes asignado”. Toma guapera, pero para que no todo sea bueno, pues toma Xeroderma pigmentoso, y como nos pasamos un poco con lo malo, pues toma a Nadia para que te quiera y te cuide. Y allí estaba él, el extraterrestre viviendo su vida asignada.

Esa tarde Fernanda lo sacó de otro sueño. Sus golpes insistentes en la puerta lo devolvieron a la realidad sudado y con una erección bestial.

En su sueño estaba teniendo sexo con una extraña. Subía y bajaba con cada embestida sobre aquella chica guapísima. Le gustaba la sensación el sexo en sueños, era sorprendentemente buena, tan buena como la del sexo en la vida real. Y que fuera una extraña lo hacía más fácil y divertido. Con cada embestida acorralaba la chica contra el respaldo de la cama y ella gemía de placer. Pero la extraña se convirtió en Fernanda, Adams continuó gozando la situación y al hacerlo cerró los ojos. Y esta vez fue Nadia quien apareció debajo de él. Nadia con su expresión irónica de: “Da igual lo que deseas, lo importante es lo que quiero yo”. Nadia dominando hasta sus sueños. Le penetró con violencia como si a golpe de rabo pudiera volver a cambiar de chica. Y funcionó. Una nueva extraña yacía debajo de él. Una chica rubia que no le era familiar, pero que a la vez le revolvía todo el estómago como una montaña rusa de las violentas. Una chica que pedía más pasión con la mirada. Y él la complacía, aunque cada vez que la penetraba la montaña rusa se cebaba con su estómago en una mezcla incómoda de placer y culpa.

Fernanda insistía con el timbre. Esa no se iba sin verle. Los trabajadores se habían ido temprano esa tarde. ¿Cómo que culpable por tener sexo?, se preguntó Adams mientras se levantó de la cama. Pensó en comida para bajar la erección. ¡Vaya con el sueñito!

La erección bajó, pero aún estaba muy cachondo. Bajó las escaleras pensando: “Hoy es tu día Fernandita”.

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Ensimismado en el vaivén de sus senos, Adams yacía bajo Fernanda. Grababa para sí cada detalle, el brillo de su piel sudada. Fernanda tan blanca, tan perfecta. Con las mejillas sonrosadas como una adolescente. Una mezcla de ternura y violencia luchaba dentro de él siempre que la tenía cerca. Bella y serena a la vez. El sudor se le acumulaba en el ombligo y luego se desparramaba bajando en surcos por la pelvis cuidadosamente depilada.

¿Se cansaría de follársela? Tal vez, pero no preveía que fuera a corto plazo. La buscó en el espejo, colocado estratégicamente a la derecha de la cama casi al centro. Buscó ver el movimiento de sus caderas. Pero algo más descubrió allí. Algo que no esperaba. El espejo le devolvió a Nadia sentada en el butacón de pana marrón con las piernas cruzadas. Desde ese extremo del cuarto él no pudo verla con Fernanda encima. ¿En qué momento entró? ¿Cuánto tiempo…? 

Adams agarró a Fernanda por los hombros, frenó sus movimientos. Entonces miró a Nadia, pasó la vista por encima de Fernanda, pero sin verla, como si fuera invisible.

¡Ojalá y fuera invisible! Pero en ese momento era menos incluso. Un peso que quería quitarse de encima, tirar por la ventana, hacer desaparecer. ¿Cuánto descuido? ¿Acaso nunca creyó que podía ser descubierto? Se exigió a sí mismo una respuesta, pero no encontró nada. Tanto vacío como cuando intentaba recordar sus sueños —no los últimos tres que atesoraba— sino los otros, los que había tenido y perdido.

Cuando volvió a concentrarse en el aquí y el ahora, ya Fernanda huía escaleras abajo con la ropa en el vientre.

Adams intentó incorporase, pero se rindió a medio camino paralizado de terror. Y la erección no cedía. M*****a erección persistente, tan imprudente como un hombre de pie en un campo llano en plena tormenta de truenos. ¿Qué haces? Agáchate, sintió ganas de gritarle a su propia polla, no ves que eres el punto más alto.

Con la cabeza ladeada en su dirección, Adams la vio levantarse del sofá de pana marrón, componerse la ropa y acercarse. Le vio estirar la mano y acariciarle la mejilla. La vio agacharse para mirarle mejor a los ojos. La vio agarrar su collar —esa piedra verde encadenada con oro— que se mecía antes y le dijo:

—Redondo, redondo, sin tapa y sin fondo.

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