2. EL REENCUENTRO

Capítulo dos: El reencuentro

*Narra Bruce Collins*

"¡Candidato favorito a la presidencia de los Estados Unidos de América!"

Observo el titular del "Washigton Post" mientras bebo mi descafeinado sin azúcar y todavía no me creo lo que me ha costado llegar aquí. Incluso pienso en todo aquello a lo que he renunciado para ser presidente del país más importante del mundo; pero estoy a punto de lograrlo. Ya no queda nada.

Aspiro a convertirme en el hombre más poderoso de todo el planeta, así como el más asediado.

Me siento orgulloso de mí mismo, sintiendo únicamente cierta pena porque no tenga con quien compartir mi triunfo... Mi padre ya no está y mi madre es como si tampoco lo hiciera, puesto que nunca ha superado su muerte.

No tengo hijos y soy el tipo más jóven de la historia en aspirar a presidir América.

Y como si el destino se estuviera riendo de mí en este justo instante, la puerta de mi despacho se abre. Mi señora esposa entra con su habitual línea recta incrustada en esos labios que hace mucho no me apetece besar, para recordarme que existe una única persona con quien podría haberlo compartido todo y es, paradójicamente, a quien más odio.

—¡Buenos días, cariño!

Su estudiado saludo completamente vacío me produce náuseas, las cuales amenazan con arrojar mi café fuera de mi sistema.

Cierra la puerta y echa a andar hacia mí, moviendo las caderas encerradas en un vestido blanco que la cubre de cuello a las rodillas. Sus ojos azules han perdido su brillo y el pelo rubio cenizo está cada vez más apagado. O quizás sea yo, que ya no encuentro nada encendido en esta mujer.

—¿Han llegado ya mis candidatos a la jefatura de prensa? —bebo más café antes de dejar el periódico en la mesa, mascullando una queja—. Se me acaba el tiempo para elegir.

Hace una semana mi anterior jefe murió en un accidente que aún no se termina de investigar y me he quedado con el cul0 al aire en ese sentido.

Ya he perdido la cuenta de las veces que le he pedido al jefe de mi campaña que prepare las entrevistas, sin resultado alguno. Hoy he decidido salir de ese trámite. Tengo los debates políticos y la segunda fase de la campaña a la vuelta de la esquina.

—Gerald ya ha solucionado eso —responde mientras me termina de hacer el nudo de la corbata de forma mecánica.

Hemos estudiado tanto para este puesto que funcionamos en modo automático todo el tiempo.

Nadie puede acusarnos al menos, de no ser un buen tándem.

—¡¿Cómo?!...

—No me chilles a mí, Bruce —reclama dándome una palmada en el pecho—. Ríñele a él y deja que todos hagan su trabajo de vez en cuando. ¡Por Dios! Que eres muy quisquilloso para todo. Delega en dónde corresponde, hombre.

Evito contestar porque en definitiva mi mañana no arranca bien y además, ella tiene parte de razón. Me gusta hacer casi todo por mí mismo, así me educaron desde que nací para tomar las tiendas de mi legado familiar algún día. Me ha funcionado en los negocios, pero la política es un mundo por completo diferente. No me da el tiempo para tanto.

A pesar de eso, prefiero no responderle en qué caso específicamente he delegado y a donde nos ha traído eso. Es mejor lanzar los puñales de uno en uno.

.El resto de la mañana pasa entre números, estadísticas de puntos por estados ganados y futuros discursos que tengo que dar y ahora también escribir, solo, porque estoy sin jefe de prensa.

¡Qué mal todo!

He perdido la cuenta de cuántas veces al día arrugo la frente por mi acidez natural.

Tengo cuarenta y dos años y siento que soy un anciano amargado. Hay pocas cosas que me hacen sonreír y son tan difíciles de conseguir, que he olvidado la última vez que lo hice.

Aunque no del todo, si soy sincero.

No del todo, porque hubo un tiempo, hace más de un año ya, en el cual fui feliz... al menos por un lapsus de tiempo.

Una mujer, de unos ojos violetas como nunca antes he visto otros, me hizo reír tanto, que entre eso y la sensación sublime de haberla hecho mía, no he podido olvidarla.

Sacudo mi cabeza queriendo apartar todo lo inverosímil de mi mente y me dispongo a firmar los últimos documentos, antes de ir a prepararme para la cena de esta noche.

Me he acostumbrado demasiado a este tipo de eventos hipócritas en donde solo existe un fin lógico para ellos: ganar apoyo político y nuevos votantes. Poco más, sinceramente.

Lo que queda de día lo vivo de forma neutra.

Mi mujer se ha ido a su habitual encuentro de dos tardes por semana. Yo firmo documentos y salto de reunión en reunión, analizando los futuros proyectos que se llevarán a cabo, a raíz de mi campaña y acabarán siendo el plan de acción de mi equipo de gobierno.

No quiero ser un presidente intrascendente y vulgar. Aspiro a que mi país me recuerde durante mucho tiempo, como un gran mandatario.

A las seis en punto dejo la oficina y me meto bajo la ducha. No sé por qué, pero la baldosa violácea me trae el recuerdo de unos ojos brillantes a la mente...

«Si cruzas esa puerta, todo habrá acabado...»

«Detente», mi parte racional toma el control.

Vuelvo a mis cinco sentidos y entonces, me percato de la posición de mi mano alrededor de mi excitada masculinidad.

¡Joder! En esto me he convertido: en un pervertido enfermizo que se toca mientras rememora palabras vacías.

La odio, la odio casi tanto como la deseo...

No aguanto más en el baño y me enrollo en la toalla para vestirme frente al espejo.

No quiero ir a esa cena. Hoy es uno de esos días en lo que prefiero encerrarme en mis informes de estadísticas.

—Es importante que le digas a tu amante que respete el calendario de horas, Christine —reclamo a mi mujer mientras enciendo mi habano.

Sentado en mi sofá la observo corretear por la habitación para vestirse y alistarse a última hora, cuando ya teníamos que estar abajo recibiendo a los invitados.

Bebo un poco de Bourbon y una vez más, ihnalo el humo de mi tabaco cuando vuelven las náuseas.

Cada vez que echo una mirada al matrimonio y a la vida de apariencias que llevo a su lado, me quedo al borde del vómito; aunque mis resultados bien valen la pena.

Somos un tanto convencionales si de parejas de mandatarios hablamos, pero no respecto a fortuna. Más bien por estatus político.

—Es importante que consigas alguna nueva aspirante a amante de turno para que me dejes en paz —replica ella, subiendo las medias por sus piernas sentada en la esquina de la cama—. Y deja de protestar que no ha pasado nada. En cinco minutos bajamos. Suelta eso que no queremos que te emborraches.

Me regaña como si tuviera derecho a hacerlo.

Con hastío miro hacia un costado, veo mi propio reflejo en uno de los espejos que llenan la pared y resoplo al notar la oscuridad en mis ojos negros, más siniestros que nunca. La arruga en mi frente reluce como mi único defecto físico y el pelo castaño está sudado, incluso después de haberme arreglado.

La m*****a espera me ha sacado de quicio y no puedo aparecer por la cena solo.

A veces la vida que pareciera ser perfecta, se desmorona en un simple segundo.

—¡Creo que he perdido sensibilidad en la mandíbula de tanto sonreír!

Las quejas de Christine cada vez me incomodan más. Creo que tengo uno de esos días en los que fingir tanto me encabrona. Me voy alterando por segundos.

—Quizás ahora cambies de actitud. —mascullo entre dientes cuando veo a su amante haciendo entrada en nuestra casa.

A lo lejos observo a Bryan y no me sorprende para nada que haya venido solo. Nunca se planta delante de mi mujer con la suya. Es todo tan sórdido que me asqueo nuevamente.

Desde el día en que los encontré en la cama he aprendido que en la vida de la política, la frialdad se hace muy necesaria. Y también que mis bolsillos valen más que cualquier frase romántica barata.

Si me dejo llevar por el calor del momento o los celos estúpidos por alguien a quien en realidad no amo y creo que nunca he amado, no estaría donde estoy.

—Vamos a saludar a los nuevos invitados, cariño.

Ignoro el sacarcasmo en su frase porque en ese justo instante, de todas las cosas que podía haber esperado para esta noche, sucede la menos pensada.

Al lado de Gerald, justo enfrente de mí, como si de un sueño se tratara, me encuentro las esferas violetas que jamás he podido olvidar desde que las ví por primera vez, hace más de un año atrás.

Se me paraliza la sangre en las venas. Podría jurar que la tierra se ha detenido y que el corazón se me ha desbocado dentro del pecho en el instante exacto en que me observa ella a mí.

Está preciosa y a pesar de que no sé si es esa misma mujer que recuerdo de manera tan diferente en mi mente, siento que sus ojos no pueden engañarme y le pertenecen. Sí, le pertenecen a ella. Tiene que ser ella.

—¡¿Bruce, amor?! ¿ Estás bien?

La voz ensayada de mi esposa me reclama devolviéndome a la realidad y me doy cuenta de que todos se encuentran delante de mí.

Se han acercado, no me he dado cuenta cuando y ahora resulta que somos cinco en la misma ecuación: mi esposa, su amante, mi jefe de campaña y mi más insana obsesión.

—Te presento a Maia Miller, tu nueva Jefa de Prensa.

La madre que la parió...

¡La suerte está echada!

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