Una cita con el CEO
Una cita con el CEO
Por: Cuevasb09
Prólogo: Leonardo White.

La noticia de que Leonardo White iría a hacer una visita a la empresa, había sido una de la cual no se había dejado de hablar en por lo menos dos semanas completas.

No había secretaría que no hablara de eso, o que no se encontrara intensamente contenta por el suceso. Emma, seguía sin comprenderlo del todo, en realidad, no lo comprendía en absoluto. Demasiadas eran las dudas que tenía con respecto a la visita de Leonardo, en primero lugar, ni siquiera sabía quien era Leonardo White, así de desorientada se encontraba.

«Supongo que pronto lo conoceré», se dijo, mientras caminaba.

Elevó la mano, para que así se le hiciera realizable ver la hora. Siete y diez de la mañana. Apretó el paso, casi corriendo, si se encontrara con unos zapatos un poco más cómodos, se permitiría a sí misma correr, lástima que aquellos tacones tan altos que exigían usar a las secretarias, no le permitían siquiera caminar de manera adecuada. Siempre le había parecido, injusto en el hecho de que se hiciera un hincapié tan molesto en que las mujeres fueran arregladas, sin una mecha despeinada siquiera, mientras que los hombres podían ir vestidos casi como quisieran.

Siempre había considerado aquello mal, pero jamás había reunido el suficiente valor para decir nada, pues al fin y al cabo; solo era una simple secretaria que necesitaba el dinero y había tenido la suerte de trabajar allí. 

Saludó de manera cordial al guardia del lugar y apresuró su paso, la amonestación por llegar tarde, era horrenda, y si no llegaba antes de las siete y veinticinco, la recibiría. Ya tenía dos amonestaciones, la tercera, era la vencida: la despedirían. Maldijo en silencio al imaginarse a sí misma siendo echada. Aquello la motivó a seguir caminando con más rapidez.

Un suspiro pesimista se escapó de sus labios trémulos al observar de nuevo la hora: las siete y diecinueve. Tragó saliva, subiendo las escaleras que la conducían al puesto que ejercía, eran unas escaleras tan extensas e incomodas de subir que, ella vio la posibilidad de quitarse los tacones como una vía, pero no lo ejerció, pues habían un montón de personas más subiendo tras ella.

Sus pasos se apresuraron cuando se percató de que eran las siete y veintiuno. Apretó su bolsa cuando escuchó como era llamada.

«Ahora no tengo tiempo para esto», pensó, subiendo con dificultad los últimos escalones. 

Su teléfono siguió timbrando. «¡Maldita sea!», chilló en su cabeza, viéndose obligada a contestarlo. Empezó a rebuscar en su bolso con una mano, mientras que con el otro sostenía el café que la había mantenido despierta, el trabajo en la oficina se volvía cada vez demasiado pesado, apenas conseguía soportarlo.

—¿Quién habla? —preguntó, atendiendo al celular—. ¿Mamá?

—Emma, preciosa, ¿podría pasar a comprar algo por mí?

—Mamá…, estoy en la empresa, tarde… si no llego en seis minutos, me amonestarán. 

—Pero tu padre salió y…

—Mamá, no puedo, estoy en la empresa. —Le dio un frenético sorbo a su café, agilizando el paso, corriendo, eran las siete y veintitrés, contaba con apenas dos minutos para llegar—. Tengo que colgar. —No esperó respuesta de su madre,  empezó a guardar el teléfono en su bolso, y fue en aquel instante, en el que desvió por una fracción de segundo la mirada de su camino, que su cuerpo colisionó violentamente con el de otra persona.

Emma, una muchacha de complexión demacrada y deleznable, se tambaleó tanto que atentó con caerse, pero fue la mano de la misma persona con la que había colisionado que evitó que ella tocara el suelo. 

Por un instante, todo en ella le dio vueltas, sentía una especie de ardor en todo el rostro, pocos segundos le tomó darse cuenta de que se trataba del café, el cual se lo había arrojado encima. De manera impulsiva, elevó su mano, siete y veintiséis. Tarde, ya estaba tarde, maldijo internamente, apretando sus puños e intentando regular su respiración, como si estar tarde no fuera lo suficientemente malo, la azúcar excesiva que le había añadido a su café —buscando así, energía— se empezaba a sentir en su rostro.

—¿Te encuentras bien? —cuestionó el hombre con el que ella había colisionado. Se encontraba tan sumergida en sus culposas cavilaciones que fue incapaz de reaccionar en su instante de que había otra persona más, frente a ella, el hombre con el que había colisionado—. ¿Estaba caliente? —Cuando elevó sus ojos, fue cuando lo vio.

Ojos sagaces, sonrisa ladeada, postura firme, hombros anchos, cabello rubio.

—S-sí…, me encuentro bien, y no, no estaba demasiado caliente. —La mirada de Emma cayó en el traje del hombre, quien estaba manchado con gotas minúsculas de café—. Lo s-siento muchísimo, señor… no quise… ensuciarlo, es que… estaba distraída y…

—No te preocupes —la tranquilizó, la voz de aquel sujeto era indescriptible, no había adjetivo que contara con la capacidad suficiente para describirlo—. Sé que fue un accidente…, a menos que quisieras arrojarte café a ti misma.

Una risa débil salió de los labios de Emma, quien, una vez más observó la hora con un profundo sentimiento amargo de resignación. 

—Me tengo que ir… a mí… a mi oficina… disculpe… discúlpeme de nuevo… por lo del café…

Se dio la vuelta, pisando firme, en realidad, no iría a su oficina, se dirigiría al baño a intentar sacarse aquel desastre que manchó su ropa. Supo que el infortunio estaba de su lado aquel día, en el que por primera vez se había puesto su camisa blanca, aquella costosa de una marca que ella era incapaz de pronunciar…, aquella camisa que se encontraba manchada por café.

«Esa mancha no se le quitará ni aunque haga un maldito ritual para sacársela», pensó, furiosa. 

—Espera. —La mujer frenó sus pasos cuando escuchó la voz del hombre una vez más; deteniéndose una fracción de segundos a repasarlo, jamás había lo había visto por aquellos alrededores—. ¿Cómo te llamas?

—Emma —pronunció ella, sin dudar en darle su nombre, aunque, luego terminó arrepintiéndose profundamente, ¿y si aquel era un supervisor y le había pedido su nombre para hacer la carga de su amonestación todavía peor? Se maldijo a sí misma en aquel instante.

—Precioso nombre, Emma —halagó el sujeto, sacándole una sonrisa trémula a la mujer—. ¿A dónde vas ahora? 

—A mi…, bueno, voy al baño —admitió—. A aclararme estas manchas de café —aclaró, ante la mirada indescriptible del sujeto, una sonrisa se selló en el rostro de él.

—¿Eres secretaría aquí?

Aquellas preguntas solo confirmaban más las suposiciones de Emma: él era un supervisor que la iba a denunciar.

—Sí —respondió, rendida, tal vez si se merecía ser amonestada—. Soy secretaría.

—¿No se supone que las secretarias deben de estar en sus puestos a las siete y veinticinco?

—Se supone, pero…

—Llegaste tarde hoy —terminó por ella—. Si no me equivoco, existen amonestaciones por ello, ¿no?

Ella tragó saliva.

—Las hay.

Él guardó silencio por unos segundos. Sus ojos cargaban una intensidad imposible de describir, como si quisieran transmitirle algo con una mudez completa que sus labios estaban indispuestos a romper. La repasó en silencio con la mirada, desde los pies, hasta la cabeza. Ella con torpeza, peinó su cabello hacia la derecha…, sin saber demasiado bien como reaccionar.

—Ven conmigo —le demandó él tras unos minutos de sosegada meditación, sujetándola por el brazo—. Ven, te ayudaré.

«¿Ayudarme?».

Su cuerpo se convirtió en una masa rígida que no era demasiado capaz de moverse, pero terminó siendo arrastrada por aquel desconocido hacia el área en donde estaba la mujer que amonestaría a Emma una vez se diera cuenta de que ella había llegado tarde, viéndose cerca de allí, la mujer, sin ser capaz de entender nada, se frenó con brusquedad, resistiéndose a que él la siguiera guiando.

—¿A dónde se supone que me lleva? —preguntó, cautelosa. En su cabeza hubo una voz que le dijo que debió de hacer esa pregunta hace unos diez minutos, antes de encontrarse allí, a pasos casi nulos del lugar al que menos quería ir.

—Te salvaré el pellejo —le murmuró él, empujándola para que caminara—. Marian —llamó a la mujer, quien enarcó una ceja, de repente, su rostro cambió de uno apático a una completamente servicial, cosa que plantó una semilla de duda en Emma, quien observó en el más completo silencio.

—Señor, ¿qué se le ofrece? —Emma quiso reír; Mirian era una mujer bastante grosera, apática como solo la palabra misma, tosca, brusca, cruel, amargada, su voz era ronca como la de alguien que tiene más de una década enfermo…, pero de repente, su voz había cambiado a una calada de dulzura, de repente había dejado de ser el ogro que siempre era.

—Esta muchacha…, Emma. —La mencionada dio un paso trémulo hacia adelante, si el nerviosismo contara con piel y huesos, fuera ella, sus ojos no eran capaces de disimularlo, no podía recibir una amonestación más—. Por error, arrojé un café sobre Emma, eso provocó que se detuviera y por ende, llegara tarde a su puesto, sé que eso trae una amonestación, por eso, vine aquí… ahórrate la amonestación, por hoy, fue mi culpa —pidió, le dedicó una mirada indescifrable más a Emma, y terminó retirándose por donde mismo había llegado en completo silencio. 

Por primera vez, en el rostro de Mirian, no se vio prepotencia, enfado o crueldad; se vio perplejidad, la más profunda.

La mujer se puso de pie con la urgencia de un enloquecido, corriendo hacia la puerta, luego mirando a Emma, como si fuese incapaz de comprender o de suministrarle explicación alguna a lo que acababa de ocurrir, tanta era la sorpresa en su rostro, que Emma se vio al borde de preguntarle que le sucedía, pero la regordeta mujer terminó adelantándose.

—¿Sabes quién era ese?

Emma negó.

—¿Debería saberlo?

Una mueca se marcó en el rostro de Marian, como si las palabras que decía aquella insolente muchacha de solo veinticuatro años eran una blasfemia. La más grande blasfemia.

—¿Cómo no vas a saber quien es ese, Emma? Debes saber quien es ese.

—¿Acaso es… alguien importante…?

—¡¿Alguien importante?! —preguntó Mirian, ofendida—. ¡Es el hijo del dueño!

Emma llevó las manos a su pecho, su ceño se plegó, su mirada tocó el suelo, por un segundo, repitiéndose las palabras de Marian en su cabeza.

—¿Es… el hijo del dueño de… la empresa? —Llegar a la conclusión de que le había lanzado café al hijo del dueño de la empresa, y que este, en lugar de molestarse, le había salvado el pellejo, era… no había palabra para proporcionarle.

—¡Sí! ¡Es Leonardo White! ¡Tu pellejo acaba de ser salvado por nada más y nada menos que el mismísimo Leonardo White! 

Emma corrió hacia la puerta con premura, intentando buscar con sus ojos al hombre, pero ya este había desaparecido. 

—Leonardo White —repitió con voz casi nula.

Por un momento, su mirada se quedó posada en la absoluta nada.

Leonardo White, el hijo del dueño de aquella empresa, le había salvado el pellejo… 

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