CAPÍTULO 6

—Boldo, Romero, Regaliz, Caléndula y ahora Perejil —enumeró Doris, como Samia la llamaba, al recibir una nueva solicitud por un té de hiervas para su dolor de cabeza—. Parece que estás poniendo en práctica lo aprendido en tus clases de reproducción.

El nudo en la garganta de Samia, que se había comenzado a formar cuando su nana le miró de hostigosa manera, hizo que tanto el aire como la saliva se quedaran atorados y que le doliera desde el pecho hasta la mandíbula.

—Se está tomando muy en serio lo de la luna de miel —confesó la reina algo apenada—, y no creo que sea el momento adecuado de tener un heredero... ni siquiera creo que sea buena idea tenerlo. ¿Acaso no has escuchado que los preparativos para el compromiso del emperador con la segunda reina, quien sí será emperatriz, están comenzando ya?

Dorothea asintió, ella lo había escuchado también, pero no creía que lo mejor fuera que esa joven tomara por su cuenta la planificación familiar.

—¿Lo hablaste con él? —preguntó la dama de honor de la reina, y la cuestionada negó con la cabeza.

Si lo que ella recordaba no era una simple pesadilla, porque de verdad no se sentía como una, teniendo en cuenta que él había cambiado todo para protegerla, estaba segura de que en sus planes estaba aceptar traer a la vida al primer príncipe, si es que ella quedaba embarazada.

Lo que Samia no tenía claro era si ese hombre, que no lograba odiar a pesar de toda la negligencia que le recordaba, también había tenido esa pesadilla que ella había sufrido tanto y por eso era diferente a como lo vio en su sueño.

—Nana —habló la azabache, con el nudo ahora en el corazón, pues de verdad sentía que algo lo oprimía fuerte y dolorosamente—, yo mejor que nadie sé lo desventajoso de ser la no heredera, así que, ¿por qué tengo que ver a mi hijo sufrir o, pero, muriendo? Él no solo tendrá en contra que no será hijo de la emperatriz, también será hijo de la reina que no es de Cenzalino... Es suficiente con que yo pase los desprecios y humillaciones, ¿no lo crees?

La azabache de ojos azules no logró contener el llanto, por eso sus lágrimas empaparon su rostro mientras sus labios temblaban; y sus manos se apresuraron a esconder su deformado rostro por el dolor y el llanto.

Samia no estaba segura, porque no sonaba lógico que fuera así, pero en su corazón sentía que de verdad había perdido a ese niño que ahora no quería dejar nacer, aunque él estuviera en todo su derecho y, también, aunque ahora las cosas podrían ser diferentes a como habían sido en ese mal sueño.

—Lo entiendo —aseguró Doris, abrazando a una joven que lloraba, temerosa del futuro.

Y de verdad la entendía. Ser una amenaza para el heredero ya sería difícil de sobrellevar, y sin nadie que le apoyara políticamente podría ser peor; además, tal como Samia lo había dicho, en su contra tenía que eran extranjeros, y aún quedaba la posibilidad que el favoritismo que le tenía el emperador a esa joven fuera un capricho pasajero que se le terminaría pronto.

» No te preocupes por nada —aseguró la nana—, voy a ayudarte con todo, así que deja de cargar las cosas por ti misma, no necesitas hacerlo de la manera difícil, mi niña.

Samia asintió, agradecida, entonces desayunó lo que su nana le había dado, agradecida de que, al fin, tras los tres días que le había dado al mayordomo, su cocina personal estuviera en funcionamiento, de esa manera podría ser un poco más discreta con todo lo que hacía, a pesar de que aún tenía el enemigo en casa.

Por alguna razón, Ariztia Zorenco había solicitado pertenecer al sequito de su majestad la primera reina. Eso desconcertó a casi todos, excepto a Samia, quien estaba segura de que esa mujer se quedaría cerca de ella para vigilarla.

Pero estaba bien, Samia no tenía ningún problema con ser vigilada, ella no estaba en Cenzalino para traicionar al emperador, mucho menos para ayudar a Lutenia que, aunque era su amado reino, tenía al mando a esa gente que no la quería y le había hecho tanto mal.

» ¿Por qué no te recuestas un poco, majestad? —preguntó Dorothea, viendo como el cansancio se apoderaba de esa pobre chica que, sumida en sus peores miedos, no dejaba de temblar—. Necesitas reponer energía antes de que inicies con lo bueno.

Samia sonrió un poco, que se refiriera a la esclavitud futura como lo bueno era demasiado irónico. Y es que, por el bienestar de su gente, los monarcas de cada lugar debían trabajar hasta mucho más allá del cansancio.

La azabache acarició con las yemas de sus dedos sus párpados inferiores, deshaciéndose de las lágrimas; y asintió un par de veces en señal de que aceptaba la sugerencia de su dama principal, quien se aproximó a la cama para destenderla y que la chica la pudiera usar cómodamente.

Samia caminó hasta el lecho del emperador, suspiró y se sentó en la cama para que su dama le sacara los zapatos, entonces subió al colchón y se recostó de lado, abrazándose a sí misma para confortarse un poco.

Tenía toda la semana intentando dormir de día, pero no lo lograba, pues cada que cerraba sus ojos volvía a ver pasar el horror ante sus ojos.

Era por eso que medio agradecía que el emperador la dejara exhausta cada noche, de esa manera no le quedaba más que dormir profundamente luego de que su cabeza estallara en montón de deliciosas sensaciones que le borraban absolutamente todas sus preocupaciones, al menos por algunas horas.

La azabache cerró los ojos, rezando porque sus pesadillas no se hicieran presentes, pero nadie escuchó sus rezos y, como si estuviera programado, en cuando el sueño le ganó, memorias de un pasado que estaba casi segura de que no había vivido le comenzaron a perseguir.

Estaba de pie frente al vestíbulo de un palacio completamente abandonado, la luz a su alrededor era tenue y rojiza, y los pasos de alguien yendo hasta ella hicieron eco en el palacio, en su cabeza y corazón hasta que ese hombre rubio de ojos verdes apareció ante ella con un pequeño rubio sin vida entre los brazos.

—¡Leonel! —gritó la azabache, desesperada, corriendo hasta el hombre que, sin detenerse, la atravesó sin dificultad alguna y siguió su camino para dejar el palacio Anémonas.

Inquieta y frustrada por no poder hacer nada, corrió detrás del hombre que anunciaba a los presentes que ese niño era su primogénito y solicitaba un sepelio imperial.

» ¡Es tu culpa! —gritó Samia en el inmutable rostro del emperador—... si te hubieras interesado solo un poco en mí nada de esto habría pasado... o si tan solo me hubieras desechado nada malo habría ocurrido... es tu culpa que mi hijo... mi hijo...

La azabache terminó hincada en el suelo, llorando desprolijamente y sin que nadie en ese lugar la percibiera siquiera.

De pronto, como si alguien hubiera susurrado algo en su cabeza, la joven se puso en pie mirando al palacio y corrió hasta donde ella recordaba haberse quedado en aquella ocasión, encontrándose consigo misma hincada en el piso, mirando entre lágrimas el suelo entre sus manos, llorando como si su alma estuviera vacía.

» ¿Qué estás haciendo? —gritó Samia desde la puerta y su patético reflejo alzó el rostro y le miró destrozada—... ¿Por qué no te largaste?... ¿por qué no buscaste algo mejor para él?... ¿por qué esperaste hasta que fue inevitable?...

Los reclamos que la azabache se hacían eran como agujas encajándose en el cuerpo de esa joven que solo le miraba suplicante, como si pidiera en silencio que alguien acabara con su sufrimiento.

—¿Por qué no nos salvaste? —preguntó la mujer en el piso, como reclamándole a esa que le reclamaba a ella—... Si eras tan fuerte y tan valiente, ¿por qué no nos salvaste?... ¿Por qué no salvaste a mi pequeño bebé? ¿Por qué?

Las piernas de Samia se quedaron de nuevo sin fuerza, y algo en su pecho la dejó de nuevo sin respirar. La azabache boqueaba sin lograr nada, desesperada porque no respiraba y sintiendo a plenitud cómo sus ojos eran ahogados por la infinidad de lágrimas intentando salir de ella.

Samia quería disculparse, pero no podía hacerlo.

Ella ni siquiera podía respirar, mucho menos hablar, así que solo se disculpó internamente consigo misma por ser tan cobarde y no atreverse a dejar ese lugar por saber que afuera no había nada para ella; se disculpó por quedarse en ese lugar porque al menos ahí tenía un techo seguro.

Muchas veces se lo planteó, porque ni siquiera estaba siendo vigilada, pero le pareció que no sería inteligente dejar un lugar con techo y comida para ir a enfrentarse a un mundo que poco conocía y que, por ser de otra región, probablemente no le trataría bien.

Sin embargo, tras todo lo ocurrido, ella no dejaba de cuestionarse si de verdad no habría sido mejor convertirse en una plebeya sin nombre que intentaría con todas sus fuerzas sacar a su hijo adelante.

Se arrepentía profundamente de las decisiones que había tomado, así que sus preguntas sin respuesta, y lo que imaginaba de pronto, le atormentaban día tras día.

Samia Lutze estaba arrepentida, de verdad arrepentida, y no podía hacer nada por remediarlo porque el pasado no se arregla, es inmutable, es irreparable.

Un suspiro sacudió su cuerpo, y tal vez un poco su alma, entonces Samia abrió los ojos y fijó la mirada en el borroso techo de la cama de su majestad el emperador, a quien odió por un segundo, pensando en todas las comodidades que él tuvo y que le negó a su hijo sin saberlo.

—No vas a tener a mi hijo —aseguró la azabache, obligándose a serenarse, pues su cuerpo temblaba con tal fuerza que era doloroso de resistir—, no tendrás nada para quitarme esta vez... no te lo daré.

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