CAPÍTULO 3

Samia Lutze despertó al movimiento en su cama y, abriendo los ojos, se encontró con su ahora esposo sentado a su lado, mirándole fijamente.

El corazón de esa joven de cabello negro ébano y ojos azul profundo se detuvo por completo, igual que su respiración, pues un montón de recuerdos se comenzaron a agolpar en su cabeza, provocándole un terrible dolor solo comparado al del resto de su cuerpo.

—¿Estás bien? —preguntó el emperador al ver a la joven fruncir el rostro y llevar sus manos a la cabeza, intentando levantar su cara para verla a los ojos.

En la cabeza de ese hombre aún pasaban muchas cosas, cosas importantes que debía atender a la brevedad, pero lo principal era el bienestar de su única reina y eso quería atender, sin embargo, Samia Lutza se encogió aún más al ver la mano de ese hombre dirigirse hacia ella.

» Supongo que anoche me extralimité contigo —señaló el rubio de ojos verdes, recordando su primer remordimiento con esa mujer a la que hizo suya de la peor manera aún cuando ella no tenía experiencia en el plano sexual—, me disculpo por ello, estaba un poco fuera de mí.

Los azules ojos de Samia, ex princesa del reino Lutenia y primera reina del imperio Cenzalino, se fijaron en el rostro de un hombre que, a penas algunas horas atrás, la había visto como si ella fuese algo que odiaba y que ansiaba destruir; entonces, ¿por qué se disculpaba con ella? No lo entendía.

Leone II se puso en pie y caminó hasta un perchero donde una bata pendía de una de las ramas de oro para tomarla y colocarla sobre su cuerpo, y luego caminó hasta una de las tres puertas que rodeaban esa habitación que daban al baño, al pasillo y a un vestidor al que entró.

Del vestidor tomó otra bata y la llevó a su esposa, para que se la colocara mientras él llamaba a los sirvientes a quienes solicitó el desayuno para ambos, e invitó a la mujer a dejar la cama para ocupar un asiento en esa mesa para dos donde, jamás en su vida, ese hombre había tomado o bebido absolutamente nada.

» ¿Cómo te sientes, su majestad? —preguntó su excelencia y la mujer lloró sin darse cuenta.

Las lágrimas de la azabache comenzaron a correr, y el rostro del emperador se frunció.

De alguna manera, ella parecía mucho más herida de lo que recordaba haberla visto; incluso su expresión de horror al descubrirse en su cama parecía haber sido peor ahora que antes, y eso le molestaba un poco.

Aunque, siendo franco, esa era tan solo una sensación; la verdad era que no recordaba claramente su primera mañana con ella. Leone II tan solo recordaba haberla visto aterrada, haberse sentido culpable y haber pedido a los sirvientes que se la llevaran a su palacio.

» Entiendo tu angustia, majestad —dijo el más grande gobernante de ese imperio—, pero no puedes mostrarte de esa manera ante nadie, así que, ¿por qué no pasas al baño a refrescarte un poco?

Samia, que sentía ahogarse con sus confusas emociones, accedió a esa sugerencia y negó necesitar ayuda cuando el otro la ofreció, pues lo que ella más necesitaba era estar sola.

La joven reina no entendía lo que pasaba. El día anterior, en su boda, a Samia le había quedado claro que ella no era bienvenida en ese lugar, y que el emperador la había tomado como garantía de paz, no porque la amara o le fuera a dar un buen lugar, entonces, ¿por qué rayos le trataba ahora tan cortésmente ahora?

La ojiazul tomó una toalla que vio cerca, la humedeció un poco y se limpió la cara y el cuello, en donde se encontró, al mirarse en el espejo, con su piel lastimada por lo que le había tocado aguantar la noche anterior.

Recordar eso le provocó ganas de llorar, de nuevo, y también le aseguró que el cambio de actitud de su ahora esposo no había sido porque la hubiera pasado bien con ella, pues recordaba claramente cómo él se había quejado de lo mala que había sido la noche con ella antes de desmayarse.

» El desayuno está listo, majestad —dijo un hombre del cual no sabía qué esperar, así que su cuerpo se estremeció completo por el temor que le infundía con su sola presencia y se pellizcó la pierna para concentrar su malestar en algo físico.

Samia dejó el baño un poco menos desalineada, pero aún así nerviosa. El emperador le ofreció la mano al verla abrir la puerta y ella, acostumbrada a ser escoltada, en automático la aceptó, siendo dirigida a una silla que un par de minutos atrás hubiera dejado por su propio pie.

El mayordomo del palacio del emperador, que había acompañado al chef y a una de las tantas mucamas del lugar a llevar el desayuno del emperador, se sorprendió con el trato que esa mujer estaba recibiendo, sobre todo porque el emperador no había mostrado interés alguno en esa noble dama que había llegado a Cenzalino dos meses atrás con una propuesta de matrimonio para él.

Samia Lutze comenzó a desayunar sintiendo un nudo en la garganta, y otro más en el estómago; se sentía vigilada por muchos ojos pero, la verdad, ella estaba muy acostumbrada a actuar bajo presión, pues, como princesa de Lutenia, se había enfrentado a infinidad de cosas incómodas fingiendo tranquilidad.

El desayuno fue malo, tener que recibir los saludos de gente que la desaprobaba tampoco era bueno, pero, definitivamente, lo peor de todo era tener que quedarse a solas con ese hombre luego de que los sirvientes se retiraran del lugar.

» ¿Quieres descansar? —preguntó Leone II, que se preparaba para ser vestido y salir a atender sus deberes—. Llamaré a algunas sirvientas para que te ayuden a darte un baño y a vestir.

—Quisiera ver a mi doncella —dijo una voz baja, nerviosa y cortada, una voz que ese hombre recordaba bien y, por alguna extraña razón, le provocaba sonreír.

—¿Trajiste una doncella de Lutenia? —cuestionó el hombre, mirando a su esposa que parecía volver a quedarse sin aire cada que él le ponía los ojos encima, y era peor cuando se le acercaba o intentaba tocarla.

—Y un cocinero —añadió la joven, bajando la mirada para evitar los ojos de ese hombre que le aterraba.

—¿Por qué? —preguntó el emperador de Cenzalino, acercándose a su esposa—. ¿Acaso creíste que no te asignaría gente para que te sirvieran?

Samia se obligó a apretar los dientes para que no le temblara la mandíbula, pues esa frase sonaba como un reclamo que terminaría muy mal para ella.

Sus ganas de llorar aumentaron, incluso le comenzó a doler el cuerpo y la garganta por obligarse a responderle a ese hombre.

—Tengo alergias —informó la azabache, sin poder contener las lágrimas—, requiero comidas preparadas cuidadosamente y, sobre mi doncella, ella es mi nana, vino a acompañarme.

—¿En dónde están ellos? —preguntó Leone, volviendo a alejarse de su esposa.

—Hasta ayer se quedaban conmigo en el palacio Anémonas —respondió la nueva reina y el emperador sintió un escalofrío horrible.

Recordar lo último que había visto de ese palacio le hacía sentir terriblemente mal, así que no pudo evitar que su cuerpo se tensara mucho y temblara un poco.

—Sobre el chef no puedo asegurarte que será aceptado —explicó Leone, recibiendo a las personas que se harían cargo de su arreglo de esa mañana—, porque en el palacio no podemos recibir gente nueva solo porque sí, sobre todo no en la cocina, pero tu nana puede seguir a tu lado.

—Disculpe, su excelencia —habló el mayordomo, que había atestiguado la anterior declaración de su gobernante—, creo entender que la princesa de Lutenia...

—¡Es la reina de Cenzalino! —corrigió el emperador, furioso, sobresaltando a todos en el lugar, incluso a la mujer que ambos hombres mencionaban.

—Por supuesto, me disculpo por mi error —hizo el hombre, inclinándose demasiado ante su emperador—. Lo que quiero saber es si la reina Samia Lutze se establecerá en el palacio del emperador.

—Lo hará —respondió el de cabello rubio y ojos verdes cuya voz imperaba en Cenzalino—, es mi esposa, después de todo.

—Pero —alegó temerosamente el mayordomo—, el palacio Anémonas ha sido establecido como su hogar; además, los nombres no estarán de acuerdo en que ella comparta techo con usted...

—Los nobles tendrán que aguantarse, porque, ya que el palacio Anémonas será derrumbado, no hay otro lugar para la reina más que a mi lado —declaró Leone II y el silencio reinó en la habitación por algunos segundos en los que todos le miraban fijamente, demasiado sorprendidos—, ¿alguna otra duda?

—Ninguna —respondió el mayordomo, sin levantar la cabeza, acatando las órdenes e intenciones no dichas de ese hombre que conocía demasiado bien.

Si la reina había sido tan bien acogida por el emperador, eso significaba que tenía su protección y, muy posiblemente, el mando que toda reina debía tener. Su siguiente labor era, entonces, conocer bien a su nueva reina y hacer que todos los empleados del lugar la respetaran y obedecieran.

Con eso en mente, dejando a su excelencia en las manos de quienes le ayudaban a vestirse, el hombre salió para buscar a los dos invitados de su reina y llevarlos al palacio del emperador, donde a una de ellas le asignaría una habitación y con el otro, tras hablar con la reina Samia, decidiría qué hacer después.

**

Una mujer en la cincuentena entró casi corriendo a la habitación donde su princesa, su niña amada como a una hija, estaba siendo peinada por una sirvienta mientras dos de ellas, de pie a su lado, sostenían broches, listones y gemas que, al parecer, habían sido entregadas como regalo de bodas a esa joven que, con la mirada en el suelo, se ausentaba mentalmente de ese lugar.

—Princesa —habló la mujer y la joven le miró de una dolorosa manera que, a su nana, le provocó una inmensa y dolorosa opresión en el pecho—. Me alegra verla.

—Ella es su majestad, la reina de Cenzalino —informó una doncella, molesta por tener que recibir a alguien de un reino que se consideraba enemigo como si fuera superior a ella.

Porque, debido a una solicitud de la reina, a quien ya todos sabían su majestad quería complacer, esa mujer que llegaba sería colocada en el puesto más cercano a la esposa del emperador.

—Por supuesto —dijo la delgada y elegante mujer que, igual que Samia, había llegado ahí desde Lutenia—, me disculpo por mi insolencia, su majestad la reina Samia Lutze.

Samia sonrió algo aliviada de no estar sola en ese lugar y, con un movimiento de mano, indicó a quien la peinaba que dejara de hacerlo, entonces se puso en pie y caminó hasta su nana para ayudarla a enderezarse y tomar sus manos.

—Está bien, nana —dijo la joven, sonriéndole—, puedes llamarme como quieras, pero no me dejes de querer como a una hija, por favor.

—Por supuesto que no —aseguró esa mujer de cabello cano y de piel ligeramente avejentada—, siempre serás mi princesa en mi corazón, y te cuidaré y protegeré para siempre.

—Gracias —aceptó la joven, y el mayordomo, llegando hasta ellas, solicitó a todo el mundo que se retirara, pues requería hablar de algunas cosas con la nueva reina de Cenzalino.

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