CAPÍTULO 2

—La primera reina sigue sin probar bocado —informó el primer ministro, Corono Elliot, al emperador, lo que los criados que la cuidaban le habían reportado a él minutos atrás.

Leone suspiró disimuladamente, ese era el tercer día después de la muerte del pequeño Leonel y ella seguía negándose a comer, era como si buscara morir también.

—¿Qué pasó con la primera reina en estos dos años? —preguntó el monarca, dejando de lado sus deberes imperiales y sobando con parsimonia su entrecejo. Le había dado tres días a su primer ministro para indagarlo, y ahora solicitaba saberlo—. ¿Por qué nadie informó sobre el nacimiento de un niño?

Corono respiró profundo y se tragó un grueso de saliva que se anudó en su garganta. Sabía que todo iba a terminar mal, lo intuyó cuando el emperador accedió a ver a la primera reina, aun cuando nunca antes la buscó, y lo confirmó cuando la mayor autoridad en ese imperio salió de un palacio abandonado con el cuerpo de su primer hijo, al que había llamado Leonel, para solicitar un funeral imperial.

—Después de la boda se le otorgó el palacio de anémonas en lo que uno nuevo estaba disponible, pero no se hizo el cambio jamás —informó el primer ministro—. Además, dos meses después de la institución de la primera reina, para compensar parte del presupuesto requerido para la ceremonia de compromiso con la futura emperatriz se cortaron los subsidios a algunas fincas, incluyendo el palacio de anémonas.

Leone II sintió la sangre arder, pero se limitó a empuñar ambas manos, pues aún quedaban muchas cosas por saber y no debía perder los estribos aún.

—¿Qué pasó con los criados? ¿Por qué una plebeya cuidaba de la primera reina y no había nadie más a su lado?

—La mayoría de los empleados se fueron desde el principio, solicitaron cambio de área ya que no querían servir a una mujer ajena al reino...

—¡Ella es la primera reina del imperio! ¡Es mi esposa!

—Lo sé, su majestad. Pero es difícil aceptarla, muchos incluso la consideraban traidora y una amenaza para nuestro imperio ya que el reino de Lutenia no está a favor de usted, su majestad.

—Para evitar eso se le negó el contacto con Lutenia —señaló el emperador y Corono tragó saliva de nuevo, evitando hablar de semejante tema.

—Cuando se cortó el subsidio al palacio se concedió el cambio a los empleados y se abandonó el lugar hasta ahora —anunció el hombre cambiando de tema.

—¿Y ella? ¿Por qué nadie la movió de palacio?

—Lo lamento, su majestad. No me hice cargo de ello personalmente, pero, al parecer, nadie se dio cuenta de que ella se quedó sola en ese lugar.

Leone, furioso, empujó con fuerza todo lo que estaba sobre el escritorio en el que había estado trabajando, creando un desastre que no sería nada comparado con el que se haría para calmar su ira por la muerte de un primogénito que ni siquiera logró conocer.

—¿Quién es la plebeya que estaba a su lado? —preguntó el emperador luego de respirar profundo para recobrar un poco la calma.

—Ella, al parecer es hija de uno de los mercaderes que traían víveres a los diferentes palacios, y al saber que una mujer embarazada estaba sola en ese lugar se compadeció de ella, entonces, a cambio de artículos de la primera reina y del palacio de anémonas, incluyendo joyas, telas y decoraciones, se hizo cargo de la limpieza del cuarto donde la primera reina se quedaba y de las comidas de ella y el primer príncipe.

Eso explicaba perfectamente por qué no había nada de valor en ese lugar. Luego de dos años de saquearlo constantemente, era obvio que quedara en el estado en que estaba.

—¿Por qué la primera reina se quedaba en un cuarto de servicio? —cuestionó el monarca, dejando caer su trasero en esa bellísima silla de oro solido con almohadones del terciopelo de más alta calidad.

—Esto es lo que Ría, la plebeya que cuidaba de la primera reina, informó: Como hacía frío y no había forma de mantener las habitaciones calientes, tomó una de las más pequeñas para aminorar los efectos del invierno; de esa forma también se redujeron las tareas de limpieza que se realizaban por ella y por la primera reina.

—¡Maldita sea! —gritó Leone II, iracundo, empujando su silla con tal fuerza que se ladeó y rompió el enorme ventanal de cristal sólido detrás de él—. ¿Cómo es que permitiste que pasara eso? Fui claro cuando pedí que se hicieran cargo de ella. Ella debería estar viviendo como lo que es, una reina, y mi hijo atendido por los mejores sirvientes, entonces, ¿por qué el primer príncipe murió de un resfriado común porque su desnutrición era tal que no tenía defensas para defenderse de ello y ambos vivieron dos años en ese deplorable sitio en condiciones tan precarias?

—Es mi culpa, su majestad —respondió Corono, arrodillándose frente a la mayor autoridad del imperio Cenzalino—. Debí confirmar con mis propios ojos que sus órdenes se cumplieran, majestad. Me disculpo infinitamente.

—Una disculpa no le va a devolver la vida a mi hijo —farfulló Leone, fría y sanguinariamente—. Quiero las cabezas de todos los que no atendieron a la primera reina, incluyendo la tuya.

—Será como usted ordene —concedió el primer ministro que tomó una lista que ya tenía de todos los empleados que abandonaron el palacio de anémona en cuanto la primera reina llegó ahí, pues, tras investigar, había confirmado que no solo habían buscado cambiar de deberes, sino que también habían sido negligentes con ella aun cuando atenderla era su trabajo.

» Majestad —habló el primer ministro antes de ir a cumplir su encomienda, una en la que perdería la vida—, no es por salvar mi cuello, estoy agradecido de poder salvar mi honor al entregar mi cabeza para enmendar mi falta; esto es una simple advertencia, ya que no creo que mi familia se quede de brazos cruzados después de mi muerte.

—¿Me estás amenazando? —cuestionó un hombre que, en el fondo de sí, sentía que la culpa era suya más que de nadie, pero que no bajaría la cabeza y tan solo intentaría limpiar sus ofensas a la primera reina acabando con todos aquellos que le hicieron mal, y también con quienes no hicieron nada para evitarlo.

—Por supuesto que no, no me atrevería, su majestad —aseguró Corono Elliot, que estaba dispuesto a honrar el juramento que le había hecho a su majestad cuando le ofreció su lealtad y trabajo entregando su vida luego de la ineptitud demostrada—. Pero, mientras sigo siendo su primer ministro, es mi deber alertarlo de las posibles futuras amenazas, y mi familia será una grande. Además, cuando el reino de Lutenia se entere de esto, podrían surgir otros inconvenientes.

—Largo de aquí —ordenó el gran monarca el imperio Cenzalino, y, tras una nueva reverencia, Corono Elliot dirigió al ejercito imperial a capturar a todos los empleados enlistados como traidores por tratar mal a la primera reina.

Los palacios del imperio se volvieron ruidosos de un momento a otro, pues, de la nada, varias decenas de empleados fueron llevados a la fuerza al coliseo donde, frente al emperador, la primera reina y muchos nobles curiosos, así como algunos empleados, todos los capturados serían ejecutados en nombre del honor de la primera esposa del emperador y de la vida del primer príncipe de Cenzalino, el difunto príncipe Leonel.

Entre la muchedumbre atrapada, Samia alcanzó a ver los ansiosos y asustados rostros de montón de sirvientes que le habían mirado mal, que hablado mal de ella aún en sus narices y que le habían negado su servicio altaneros y arrogantes; y sus lágrimas corrieron mientras sus dientes se apretaban.

Samia Lutze los odiaba a todos y, no podía decirlo, pero de verdad se complacía con que todos murieran.

Sin embargo, semejante acto, que no había sido consultado con nadie, que había sido sentenciado por el emperador sin tener en cuenta consejos o tribunales, sería reprobada, aunque no por eso evitada.

La reputación de Samia Lutze, princesa del reino de Lutenia, primera reina del imperio Cenzalino y madre del difunto primer príncipe Leonel, cambió rápidamente de ser la reina abandonada a una villana sanguinaria e inclemente.

Pero estaba bien, a Samia no le importaba cuánto la odiara la gente de ese reino que no era su hogar, no le importaba que la miraran mal o hablaran de ella a sus espaldas, a ella ni siquiera le importó cuando un furioso sirviente llegó hasta su habitación en el palacio imperial y arremetió contra ella quitándole la vida en venganza por sus familiares muertos.

Los palacios del imperio Cenzalino se tornaron caos puro, y pronto la gente se reveló contra un emperador que parecía apoyar a alguien ajeno mucho más que a su propia gente, entonces las revueltas no se hicieron esperar.

Los nobles, ofendidos por la decisión del emperador Leone II, se tornaron contra él, acabando incluso con su segunda esposa, la emperatriz, y su segundo hijo aún no nato.

Leone II lo perdió todo por querer ser justo luego de ser negligente, y fue condenado a la crucifixión y abandonado en un sembradío estéril, clavado en una cruz completamente desnudo.

Sin embargo, perderlo todo no le había dolido, tampoco había sufrido con la insurrección de su gente, lo que a Leone le seguía carcomiendo el alma era su negligencia a su primera esposa y a ese pequeñito que debió ser el siguiente emperador pero que murió porque no supo proteger a quien debía.

“¿Te arrepientes?”

Unas palabras apenas audibles viajando en el viento le hicieron pensar que al final, antes de morir en completa soledad, se volvería completamente loco. Pero no, no se arrepentía, y lo dijo cuando el viento volvió a preguntarle si se arrepentía.

“Entonces hazlo mejor”

Farfulló el viento, golpeándolo con brutal fuerza, provocando que en su interior todo estallara por el exceso de aire ingresando en su cuerpo.

Leone se estaba asfixiando, tanto que sus pulmones y cabeza comenzaron a doler mucho más fuerte que el resto de su cuerpo, que ya dolía montones por la tortura y la crucifixión, entonces usó toda su fuerza para detener lo que ocurría, logrando despertar agitado, confundido y asustado, viendo en su cama a la mujer con la que el día anterior se había casado y que se había convertido en la primera reina del imperio Cenzalino.

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